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Opinión: No, Putin no está tratando de derrocar a Occidente

MOSCÚ TIENE OTRAS PREOCUPACIONES.

MOSCÚ — Si se observa el comportamiento de Rusia en los últimos meses, se podría pensar que los dirigentes del país quieren perturbar a Occidente.

En septiembre, el Grupo Wagner, una empresa militar privada con sede en Rusia, apareció en Malí, enfadando profundamente a Francia. En octubre, Rusia rompió sus relaciones diplomáticas con la OTAN. Este mes, los informes de que Rusia había acumulado casi 100.000 soldados en la frontera con Ucrania llevaron a Estados Unidos a advertir que una invasión podría ser inminente. Y entretanto, Rusia se quedó de brazos cruzados mientras su aliado, el presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, orquestaba una crisis migratoria en la frontera con Polonia.

Sin embargo, el panorama es más complicado. Es cierto que Rusia sigue considerando a Occidente como su principal adversario, pero su política exterior se guía cada vez más por la necesidad de aprender a operar en un mundo que ya no está dominado por Occidente. Con la notable excepción de Ucrania —cuyo control parece ser el objetivo muy personal y sincero del presidente Vladimir Putin—, el Kremlin actúa con cautela en un mundo que considera fracturado y complicado.

Sin embargo, Occidente, al ver a Rusia como un enemigo implacable, encuentra conspiración donde podría haber caos. Moscú a menudo comete un error similar y asume que Occidente también quiere acabar con él. Estas perspectivas anticuadas, exacerbadas por el aislamiento impuesto por la pandemia, podrían ser peligrosas, pues conducen, en el mejor de los casos, a la incomprensión y, en el peor, a la confrontación. Y cuando hay una amenaza tangible de escalada, como en Ucrania, es aún más importante que cada parte vea a la otra con claridad.

En el mundo de ayer, dominado por Occidente, las cosas eran diferentes. Enfrentada a un único antagonista, Rusia sabía lo que quería conseguir y cómo fijar sus objetivos. Todas las ideas de unirse a Occidente o derribarlo pertenecían a ese periodo que va desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta, por ejemplo, el ascenso de Xi Jinping en China, la presidencia de Donald Trump y el brexit. Pero para la Rusia de hoy, el mundo se siente realmente “multipolar”. Y no es muy agradable.

El nuevo mundo es tan caótico que Moscú parece considerar inútil casi cualquier planificación a largo plazo. Si para los dirigentes rusos anteriores, la “multipolaridad” consistía en “contrarrestar la hegemonía occidental”, me dijo Fyodor Lukyanov, uno de los principales expertos en Rusia, para Putin “se trata de manejar el mundo que simplemente es muy complicado”. Para navegar por este terreno más complejo, Rusia experimenta con intrusiones paramilitares, hace de intermediario para obtener ventajas, se apoya en medidas limitadas o temporales, y a menudo opta por hacer menos en lugar de más. De un modo u otro, eso explica su participación en el Sahel, en Medio Oriente y el Cáucaso.

No cabe duda de que los movimientos de Moscú tienen un objetivo. Pero, por lo general, no se trata directamente de Occidente. Más bien se trata de adaptarse a un mundo que ahora se basa en gran medida en la competencia entre Estados Unidos y China. Para evitar quedar atrapada entre las dos potencias, Rusia espera crear una influencia regional —en África occidental, Medio Oriente y los Balcanes— con el fin de mejorar su poder de negociación en un futuro incierto. (Occidente aún podría caer en provocaciones, por supuesto).

La intervención de Rusia en Siria, por ejemplo, pudo haber comenzado como un intento de evitar la caída del régimen de Bashar Al Asad, algo que, en efecto, chocaba con la posición de Occidente. Pero hoy en día, se trata de una influencia regional y de las ventajas que conlleva, entre ellas el estatus de agente de poder global y la capacidad de conseguir que Arabia Saudita considere las opiniones de Rusia a la hora de decidir las cuotas de producción de petróleo. Occidente, centrado en la vieja imagen de Rusia como un adversario astuto, pasa por alto la mayor parte de esta situación.

No obstante, la interpretación errónea se da en ambos sentidos: Rusia también le atribuye a Occidente motivaciones anticuadas. Y los mayores equívocos se reservan para la Unión Europea. De manera sorprendente, la clase dirigente de la política exterior de Moscú parece haber concluido en su mayoría que el bloque intentó utilizar proactivamente al activista anticorrupción Alekséi Navalni como su agente para destrozar el sistema político ruso. La acusación, por supuesto, es errónea. Europa reaccionó a los acontecimientos que le ocurrieron —dando a Navalni, quien fue envenenado en agosto del año pasado, tratamiento médico y expresando su descontento después de que fuera arrestado a su regreso a Rusia— de la única manera posible.

Otro ejemplo es la visita a Moscú de Josep Borrell, responsable de política exterior de la UE, a principios de febrero. Tras el arresto de Navalni, muchos en Moscú lo interpretaron como otro europeo que venía a dar lecciones a Rusia sobre cómo organizar su vida interna. Pero, en realidad, la visita de Borrell fue impulsada por una tendencia opuesta en el pensamiento de Europa: que, a regañadientes, el bloque debe aceptar a Rusia tal como es y tratar de cooperar siempre que sea posible. Aun así, la impresión se mantuvo. En Moscú, la Unión Europea actualmente es vista como cercana a una potencia hostil con la que es imposible tener un lenguaje común.

La visión de Estados Unidos está menos distorsionada en este momento. El presidente Biden ha logrado persuadir a Moscú de que él elige sus peleas con sabiduría, se abstiene de intentar cambiar a Rusia y se centra en áreas —como la estabilidad estratégica— en las que los intereses coincidentes dan paso a algunos objetivos en común. En una conferencia reciente, Putin habló cordialmente tanto de las conversaciones iniciadas tras la cumbre de Ginebra de junio como de Biden en lo personal.

No obstante, esta relación tampoco está exenta de malinterpretaciones. La más peligrosa gira, una vez más, en torno a Ucrania. Algunos en Moscú temen que Estados Unidos pueda establecer lo que equivale a una base militar en Ucrania o alentar a Ucrania a retomar por la fuerza militar las zonas de la cuenca de Donbás ocupadas por Rusia.

Otros esperan que Biden, al necesitar a Rusia para contener a China, ayude a Rusia a salirse con la suya en Ucrania, ya sea presionando al presidente Volodímir Zelenski para que permita a Moscú opinar sobre la toma de decisiones en el futuro del país o, mejor aún, declarando la puerta de la OTAN oficialmente cerrada a países como Ucrania. Estas esperanzas y temores, igual de extravagantes, sin duda están detrás de los actuales movimientos de tropas rusas a lo largo de la frontera de Ucrania.

Las interpretaciones erróneas son peligrosas. Aunque están lejos del punto álgido de 2014-16, cuando las relaciones entre Occidente y Rusia eran especialmente peligrosas, sigue habiendo tensiones. La desinformación, la guerra cibernética y las interferencias electorales han contribuido a crear una atmósfera de creciente desconfianza. Y con Ucrania, que inspira en el Kremlin grandes emociones, expectativas irreales y temores irracionales, hay verdaderos motivos de alarma.

Eso hace que la interpretación correcta de las intenciones sea aún más crucial. Si ambas partes pueden mirarse con ojos sobrios, sería posible una cooperación limitada y un mensaje eficaz. No es posible siquiera considerar la alternativa.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company