Opinión: De pronto Biden tiene una oportunidad de lograr la paz

Gente celebra el cese al fuego entre Israel y la Franja de Gaza en la ciudad de Gaza, el 21 de mayo de 2021. (Samar Abu Elouf/The New York Times).
Gente celebra el cese al fuego entre Israel y la Franja de Gaza en la ciudad de Gaza, el 21 de mayo de 2021. (Samar Abu Elouf/The New York Times).

Supuestamente, León Trotski alguna vez hizo esta observación: “Tal vez no te interese la guerra, pero tú le interesas a la guerra”. Hoy, yo le diría al presidente Joe Biden: “Tal vez no le interese la paz en Medio Oriente, pero la paz en Medio Oriente está interesada en usted”.

He aquí la razón: a lo largo del último año, los tres principales actores del conflicto palestino-israelí han repartido inmensos y dolorosos golpes. En lo más profundo, saben que otro asalto de combate como el que vimos en las últimas dos semanas podría desatar consecuencias desastrosas para todos. Henry Kissinger forjó la primera paz verdadera entre israelíes y árabes después de que quedaron desconcertados, vulnerables y dolidos como resultado de la guerra de 1973. Cada uno sabía que algo debía cambiar.

En la actualidad, si miras y escuchas con atención, se puede sentir que está tomando forma un momento similar tras la última guerra entre Hamás e Israel.

La Autoridad Palestina de Cisjordania, encabezada por Abu Mazen, recibió un golpe importante cuando el año pasado el presidente Donald Trump logró que los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos y Sudán normalizaran las relaciones con Israel, sin esperar un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes. El mensaje para el liderazgo palestino en Cisjordania fue más claro que el agua: eres un desastre total, corrupto e inútil, y los Estados árabes ya no permitiremos que vetes nuestras relaciones con Israel. Que te vaya bien.

Por cierto, a pesar del vapuleo implacable de Israel sobre Hamás en Gaza, ninguno de esos cuatro Estados renunció a su normalización con Israel.

Sin embargo, Israel también recibió un impacto: le sorprendió que Hamás decidiera disparar cohetes en Jerusalén; en efecto, una invitación a la guerra. Le sorprendieron algunos de los cohetes de larga distancia que Hamás pudo construir en sus fábricas clandestinas y desplegar y seguir desplegando, a pesar de los duros golpes que le propinó la fuerza aérea israelí.

Sin embargo, más que nada, Israel quedó impactado por este hecho: debido a las acciones de Hamás, Israel quedó enredado en un conflicto simultáneo con distintas poblaciones árabes por cinco frentes. Eso fue aterrador.

Varios días de la semana pasada, la policía y el ejército de Israel se enfrentaron a violentos manifestantes palestinos en Cisjordania; enardecidos palestinos del este de Jerusalén en el Monte del Templo; los cohetes de Hamás desde Gaza; y, lo más peligroso, una violencia multitudinaria entre árabes israelíes y judíos israelíes en ciudades de población mixta de Israel.

Israel logró mantener todo bajo control. Sin embargo, no cuesta trabajo imaginar que, de haber continuado o de volverse a encender, la presión sobre el ejército, la policía y la economía israelíes sería enorme. Israel no ha enfrentado ese tipo de amenaza por múltiples frentes desde que se fundó el Estado judío en 1948.

En esta ocasión, Israel aún se topó con que mucha de la opinión pública y el apoyo del mundo estuvieron de su lado… ¿pero por cuánto tiempo? Esta guerra con Hamás dejó expuesta y exacerbó la vulnerabilidad de Israel frente a la opinión pública.

El uso israelí de una fuerza aérea sofisticada, sin importar cuán justificada y precisa sea, detonó una serie de imágenes y videos, en la era de las redes sociales, que enardeció y avivó las críticas hacia Israel en todo el mundo y dejó expuesta la distancia que ha tomado la creciente izquierda progresista, e incluso algunos judíos jóvenes, respecto del gobierno de derecha de Bibi Netanyahu y su disposición a abandonar las normas democráticas para garantizar el control perpetuo de Israel sobre Cisjordania.

Como lo dijo la semana pasada el columnista de The Guardian Jonathan Freedland, una nueva generación interconectada de activistas de la izquierda progresista en Estados Unidos y Europa está replanteando la lucha entre palestinos e israelíes, no como un conflicto entre dos movimientos nacionales, “sino directamente como un asunto de justicia racial. Háganse notar las pancartas en la manifestación de la semana pasada en Londres: ‘Palestina no puede respirar’ y ‘Las vidas palestinas importan’”.

Muchos universitarios estadounidenses de origen judío no quieren, no pueden, o tienen demasiado miedo de ponerse de pie en sus clases o en sus dormitorios y defender a Israel. Algunos legisladores demócratas me comentan que los están atacando con violencia en Twitter y Facebook por siquiera sugerir que Israel tenía derecho a defenderse de los cohetes de Hamás. Ha explotado una presa.

Por eso no me sorprendió en lo más mínimo leer lo que dijo sin rodeos Ron Dermer, el embajador de toda la vida de Netanyahu (ahora retirado) en Washington D. C., en una conferencia celebrada hace unas semanas: “Israel debería invertir más energía en llegar a los ‘apasionados’ evangélicos estadounidenses que a los judíos, quienes se encuentran ‘en cantidades desproporcionadas entre nuestros críticos’”, informó Haaretz.

Dime qué de eso tiene sentido para ti. Si Israel pierde a la siguiente generación de estadounidenses liberales, entre ellos los judíos liberales, habrá todo un mundo de daño político que no podrá mitigar ningún apoyo evangélico.

Y luego está Hamás. Como suele pasar —en efecto, en el momento preciso—, la mañana posterior al cese al fuego en Gaza, los líderes de Hamás declararon otra victoria gloriosa. No obstante, garantizo que la mañana posterior a la mañana posterior comenzó otra serie de conversaciones en Gaza. Fueron el tendero, la viuda, el doctor y el doliente de Gaza que evaluaban el daño a sus casas, oficinas y familias, que le decían en voz baja a Hamás: “¿En qué diablos estabas pensando? ¿Quién inicia una guerra con los judíos y su fuerza aérea en medio de una pandemia? ¿Quién reconstruirá mi casa y mi negocio? Ya no soportamos esto”.

Así que, si yo fuera Hamás, no solo disfrutaría de las nuevas voces que critican a Israel desde la izquierda, también me preocuparía de que casi ningún gobierno árabe salió a mi defensa, y que el gobierno de Biden, la Unión Europea, Rusia y China en esencia le dieron a Israel el tiempo necesario para darle un duro golpe a Hamás.

Y también me preocuparía algo más: conforme Hamás se siga autoproclamando como la vanguardia de la causa palestina —y su rostro—, cada vez más progresistas comprenderán que Hamás es… un movimiento islamofascista que llegó al poder en Gaza gracias a un golpe de Estado de 2007 en contra de la Autoridad Palestina, durante el cual, entre otras cosas, lanzaron a un miembro rival de la autoridad desde el techo de un edificio de quince pisos.

Por todas estas razones, mi amigo Victor J. Friedman, un activista académico que ha trabajado de manera amplia en los diálogos en Israel entre judíos y palestinos, e israelíes y árabes, me envió un correo electrónico desde Israel para decirme:

“Tal vez este sea otro ‘momento Kissinger’. Como la guerra de 1973, esta situación es una llamada de atención para Israel. A pesar de la propaganda, la gente sabe que aquí no hubo una verdadera victoria. Más que nunca, hay un sentimiento de que algo debe cambiar. Hamás, como los egipcios en 1973, sorprendió a Israel y provocó un daño real. Bibi quería causar suficiente daño como para humillar lo más posible a Hamás, sin hacerlo desde el suelo. Pero Biden nos detuvo antes de que pudiéramos humillar por completo a Hamás”.

Así que, Victor agregó: “Podría haber una oportunidad para una diplomacia creativa, justo como después de la guerra de 1973”.

Creo que tiene razón, pero con una enorme advertencia. Todos los socios de Kissinger en la negociación fueron líderes nacionales fuertes: el presidente egipcio Anwar Sadat, la primera ministra israelí Golda Meir y el presidente sirio Hafez al-Assad… y estaban resolviendo un conflicto de Estado entre naciones soberanas.

En efecto, lo que comenzó Kissinger en 1973 y culminó el presidente Jimmy Carter en Camp David solo fue posible gracias a que en realidad todos esos líderes aceptaron que iban a ignorar el problema central: el problema al interior de esos Estados, el problema de dos pueblos que quieren un Estado en el mismo territorio. En otras palabras, el problema palestino-israelí.

Bibi Netanyahu, Mahmud Abás y la gran variedad de líderes de Hamás tienen en común que nunca, pero nunca, han estado dispuestos a poner en riesgo sus carreras o vidas políticas a fin de forjar el tipo de compromiso sólido que se necesita para lograr una paz exitosa en su guerra por el mismo pedazo de tierra.

Así que tengo mis dudas, por decir lo menos, en torno a las posibilidades de alcanzar la paz. Sin embargo, no tengo dudas de esto: el dolor sobre todos los actores en este drama tan solo se intensificará, desde cohetes más precisos hasta más boicots mundiales, desde más hogares destruidos que ningún extranjero quiere pagar por reconstruir hasta el desempleo, desde más redes sociales incendiarias hasta más antisemitismo.

Por lo tanto, mi mensaje a Biden sería este: Tal vez le interese China, pero el Medio Oriente sigue interesado en usted. Ayudó con destreza a diseñar un cese al fuego desde los márgenes. ¿Quiere sumergirse —o se atreve— en el centro de este nuevo momento kissingeriano?

No lo culpo si no quiere. Tan solo le advertiría que esto no mejorará por sí solo.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company