Opinión: No necesito que mi vida sea extraordinaria

HE ACABADO ENTENDIENDO EL BUEN SENTIDO DE BUSCAR LA ALEGRÍA, Y SABER ENCONTRARLA, EN LO MUNDANO, EN LO COMÚN Y CORRIENTE.

Hace muchos años, antes de que tuviésemos hijos, una vieja amiga de la familia que era psicoterapeuta le dio un amable consejo a mi pareja, Ian, que estaba preocupado dándole vueltas a su futuro tras su salida prematura del Cuerpo de Paz: no quieras que todos los momentos sean de 10 sobre 10, le dijo. A veces tienes que celebrar los que son de cuatro, de cinco o de seis.

Cuando me lo contó Ian, nos reímos. Nos hacía sentir conformistas, o directamente unos fracasados, no aspirar a algo mejor. Hasta entonces siempre habíamos puesto la mirada más allá de donde estuviésemos, en otros tiempos más prometedores. Se convirtió en una especie de broma familiar para nosotros, y si algo salía mal, decíamos: “¿Se puede celebrar un uno o un dos?”.

Ya no me río de ello. He acabado entendiendo el buen sentido de buscar la alegría, y saber encontrarla, en lo mundano, en lo común y corriente, incluso en lo francamente aburrido, sobre todo en esta época de afección global (y personal). Soy consciente de que no soy ni mucho menos la única que se esfuerza en valorar el momento presente. Es la esencia de la conciencia plena o mindfulness, y en lo que consisten mis esfuerzos (a menudo fallidos) de meditar. Pero me ha permitido permanecer quieta cuando quizá de otro modo nunca habría dejado de moverme.

A principios de junio, nuestra hija Orli, de 13 años, volvió a casa, en Washington D. C., de un viaje escolar a Nueva York que llevaba tiempo esperando. El viaje le hacía mucha ilusión; fue lo que la animó durante su operación de pulmón para eliminar una lesión cancerosa, la tercera de ese tipo a la que se sometía desde que le hicieron un trasplante de hígado para tratar un cáncer hepático en marzo de 2020. Tras la operación tuvo que permanecer ingresada y pasar por una ardua convalecencia. Por un tiempo tuvimos tanques de oxígeno en casa, y detestábamos su presencia.

Ahora había recobrado el color de sus mejillas y estaba fuerte, y el cabello le había crecido lo suficiente para poder recogérselo en una coleta. Las dos habíamos pasado días enteros recorriendo juntas Manhattan, yendo a por ramen a última hora, haciendo compras que no necesitábamos. Orli y su hermana, Hana, tuvieron la oportunidad de hacer de extras para una serie de televisión. Me había permitido a mí misma volver a soñar con dieces, en vez de con cuatros.

La mañana después de su vuelta de Nueva York, Orli se levantó muy enferma. Al cabo de diez días, los cirujanos le extirparon un tumor cerebral maligno. Todos los momentos que transcurrieron hasta la operación parecían imposibles de asimilar: el desconcertante cambio de su estado médico, las complicaciones físicas, la gravedad de nuestra situación. A Orli dejó de funcionarle de pronto el lado derecho del cuerpo; ya no podía levantarse de la cama sin ayuda. Organizamos una visita excepcional a la UCI para su hermana. Una tarde, Ian y yo estábamos sentados afuera, en el “jardín terapéutico” del hospital, sin ser del todo capaces de procesar qué puntuación nos esperábamos y cómo había cambiado tan súbitamente.

Después la balanza se reequilibró una vez más. Orli se recuperó rápidamente de su cirugía cerebral. A las dos semanas de recibir el alta del hospital ya estaba montando en bicicleta en Menemsha, en Martha’s Vineyard, en una casa que nos habían prestado: una casa de la década de 1920 revestida con listones y mantenida intacta desde entonces, con vistas al mar y bañada por la brisa. Empezó a leer más que nunca, y devoraba libros enteros; volvió a subirse a una tabla de surf.

Cada uno de esos valiosos días fue de 10, en realidad, pero lo que empecé a ansiar fueron los momentos de 4 y de 5: simplemente tumbarme en su cama, hablar, verla comer pasta y que pida más, verla nadar. Incluso los unos y los doses —cuando nuestro coche se averió y tuvimos que buscar una grúa fuera de la isla— nos parecían victorias. ¿Qué es un problema de transporte, en realidad, sino un engorro llevadero? Al menos estábamos juntos, y no en un hospital.

Durante todo el verano —con las sucesivas sesiones de radioterapia, los números de los marcadores tumorales que se empeñaban en no decrecer, incluso la pesadilla de un breve ingreso en la UCI en otra ciudad de vacaciones— intenté vivir en lo que para mí es ahora el hiperpresente. No es que hubiese dejado de preocuparme lo que pudiera ocurrir al cabo de un mes, o de dos semanas, o el año siguiente, ni mucho menos. Era que solo podía concentrarme de verdad en el minuto presente.

Después de tantos viajes a la unidad de cuidados intensivos, planes frustrados y otras decepciones, el futuro parecía demasiado lleno de incertidumbres como para planear mínimamente nada, y preocuparme por él solo servía para estropear los momentos de tranquilidad. Empecé a concentrarme, como nunca antes, en la luz de este atardecer, en el tacto de la arena hoy, en el paseo hasta el muelle, en el sabor del helado de la tarde.

Tampoco es que dejara de intentar orquestar experiencias. Aún sigo soñando a lo grande: con arrastrarnos a todos e irnos de pronto a Maine, sabiendo que ver a nuestros amigos —y la inmensidad del mar— nos revitalizarían, insistiendo en ir a la boda de una prima en los Berkshires y montar sofisticadas cenas al aire libre.

Vivir en el hiperpresente puede tener sus inconvenientes. Me resulta difícil hacer planes con más de una semana de antelación; temo los momentos perdidos hasta un punto irracional; me da pánico no llegar a tiempo de darles las buenas noches a mis hijas, sabiendo que el día ha pasado ya y que no volverá.

Sin embargo, la insistencia de vivir en el presente significa que cada vez que Orli y yo discutimos —y todavía discutimos: tiene 13 años, al fin y al cabo—, no puedo seguir enfadada mucho tiempo. Le he pedido a su hermana, que cumplió 9 años este verano, que intente hacer lo mismo. A veces funciona y todo. Así que me tumbo ahí cada noche, a charlar con Orli y Hana; a veces sobre alguna cosa importante, y otras muchas no. Pero antes de permitirme preocuparme por el trabajo, los platos por limpiar o incluso un futuro viaje, intento simplemente estar aquí. Solo estate aquí, me digo, como una aplicación de autoayuda en modo repetición.

Esta época del año es buena para eso.

De las muchísimas horas de oración ofrendadas durante la liturgia de Rosh Hashaná y Yom Kipur (el Año Nuevo y el Día de la Expiación judíos), quizá el texto con el que más me identifico de todos sea el del Unetané Tókef. En él, los judíos nos preguntamos cómo nos juzgará Dios a cada uno ese año, a quién se le permitirá vivir para ver uno más y qué podemos hacer para cambiar nuestro destino. El mundo laico conoce este poema por la interpretación de Leonard Cohen, “Who by Fire”.

De pequeña omitía las posibilidades más aciagas del lastimero canto de la oración, y son muchas, y terribles, las que le atribuyen a Dios una potestad que encuentro muy incómoda, cuando menos. Lo que sí me atraían eran los versos que gozaban de menos popularidad que los otros: “Quién hallará el descanso y quién vagará”, pregunta el poema. En hebreo, se hace un juego de palabras en ese verso: una sola letra cambia el significado de “descanso” (yanuach) por “vagar” (yanuah). Y a continuación dice: “¿Quién hallará la paz y quién será perseguido? / ¿Quién estará tranquilo y quién estará atormentado?”. Tener que vagar otra semana, otro mes y otro año más es algo físico y también espiritual, literal y también emocional. En casi tres años de cáncer y pandemia, me he preguntado cómo puede mi familia hallar descanso mientras vagamos. Ha sido —y sigue siendo, creo— con esos pequeños momentos intermedios, con ser conscientes de ellos.

A principios de septiembre, justo después de que empezara las clases, le realizaron a Orli una segunda craneotomía para eliminar una nueva lesión cerebral. Afortunadamente, salió de ella sin déficits. Antes de que acabar la semana después de su operación, ya se había leído otro libro; me dijo que no quería perderse los ensayos de la obra de teatro de la escuela.

Es extraordinario. Estoy cansada de que ella tenga que ser extraordinaria. Resulta que, en realidad, no necesito que la vida sea siempre de 10. Un buen seis, sólido, estaría bien. Esta noche incluso nos valdrá un cuatro. Estaríamos muy contentos de descansar aquí, en el cuatro.

© 2022 The New York Times Company