Anuncios

Siete mitos sobre la vacuna contra la COVID-19

NO SE DEJEN ENGAÑAR POR LA MALA INFORMACIÓN O EL ESCEPTICISMO IRRACIONAL. VACÚNENSE LO ANTES POSIBLE.

(Nolan Pelletier/The New York Times)
(Nolan Pelletier/The New York Times)

A medida que las vacunas contra la COVID-19 se hacen cada vez más omnipresentes, lo mismo sucede con la desinformación, los mitos y las ideas erróneas sobre ellas. Esto es lamentable, porque estas falsedades retrasan la aceptación de las vacunas y la inmunización generalizada es la mejor manera, y la más rápida, de comenzar el retorno a una forma de vida más normal. A continuación, les hablaré sobre siete de los mitos más comunes que he escuchado de pacientes, amigos y colegas, junto con mis refutaciones.

La vacuna perjudica la fertilidad, en particular en los jóvenes.

Por alguna razón, esta es la afirmación falsa más común que escucho. En algún momento del año pasado, un médico alemán y un exempleado de Pfizer plantearon la preocupación de que la proteína S, o de espiga, del coronavirus —el material que forma esas protuberancias puntiagudas que se ven en las representaciones del virus— era un tanto similar a una proteína que forma parte del funcionamiento de una placenta sana durante el embarazo. Por lo tanto, se aventuraron a decir que el desarrollo de anticuerpos contra la proteína S a partir de una vacuna podría dar lugar a anticuerpos que también atacarían el organismo de una mujer cuando estuviera embarazada o intentara quedar embarazada, para dar lugar a complicaciones. Esta teoría está muy extendida en la actualidad.

Pero es errónea. Las dos proteínas S son distintas y no hay pruebas de que la vacunación provoque anticuerpos que ataquen a la placenta.

Aunque Pfizer, en su ensayo de la vacuna, intentó excluir a las mujeres embarazadas, en este participaron 23 mujeres en este estado, ya que es probable que quedaron embarazadas poco después de la vacunación. Durante los ensayos se observaron dos eventos adversos: un aborto espontáneo y la retención de restos de la concepción (tejido de la placenta o del feto que se queda en el útero, a menudo después de un aborto espontáneo); ambos se produjeron en el grupo del placebo. Anthony Fauci, principal asesor médico del presidente Biden para la pandemia, aclaró el miércoles que más de 10.000 embarazadas se han vacunado “sin ningún contratiempo hasta ahora”.

Una vez vacunados, se puede volver a la vida normal, anterior a la pandemia.

Por desgracia, esto no es cierto. No puedo insistir lo suficiente en lo increíbles que son las vacunas: las que están aprobadas han demostrado que previenen la enfermedad sintomática, así como los desenlaces negativos, como las hospitalizaciones o la muerte. Pero aún no sabemos si previenen las infecciones asintomáticas. Existe la posibilidad de que las personas vacunadas sigan infectándose, no sean conscientes de ello y transmitan el coronavirus a otras personas.

Esperamos saber pronto si esta posibilidad es real o no; las noticias que nos llegan de otros países parecen prometedoras. Sin embargo, mientras no lo sepamos con mayor certeza, seguiremos necesitando que todos —incluso los inmunizados— usen cubrebocas, cumplan con el distanciamiento social y sigan cuidándose.

Cuando logremos la inmunidad grupal, todo esto se terminará.

La inmunidad de rebaño o grupal hace referencia a una situación en la que existe suficiente protección en una comunidad como para que el crecimiento exponencial de las infecciones sea poco probable, si no es que imposible. Por lo general, este concepto aplica cuando el número de contagios es muy bajo, como sucede con el sarampión.

La inmunidad de rebaño nos protegerá de un gran número de casos de COVID-19 solo cuando hayamos suprimido la enfermedad. Sin embargo, en Estados Unidos estamos lejos de que eso suceda. El coronavirus sigue teniendo una enorme prevalencia y las nuevas variantes pueden ser incluso más contagiosas. A medida que las comunidades alcancen la inmunidad de rebaño, verán una disminución gradual de la COVID-19. No desaparecerá de la noche a la mañana. La inmunidad colectiva señalará el principio del fin de la pandemia, no el día en que acabemos con ella.

Los efectos colaterales de esta vacuna son mucho más graves que los de las vacunas para otras enfermedades.

Las reacciones alérgicas no son una razón para evitar la vacunación. Muy pocas personas a las que se les ha administrado la vacuna han experimentado anafilaxia, una reacción alérgica grave. Entre los síntomas más frecuentes están el malestar, los escalofríos, el dolor y la fiebre, pero, en general, esos síntomas no son preocupantes: suelen ser señales de que nuestro sistema inmunitario está funcionando. Los casos más graves, como las muertes en pacientes frágiles y en edad avanzada, tienen que investigarse, pero es muy posible que se trate de una coincidencia y no sea inesperado en esa población.

En los estudios sobre la vacuna contra la COVID-19, parece ser que se han dado casos de parálisis de Bell con mayor frecuencia en personas que recibieron la vacuna que en las que recibieron el placebo (la parálisis de Bell es un debilitamiento temporal o una parálisis leve que por lo general afecta un lado del rostro). Sin embargo, es importante observar que, entre la población en general, la parálisis de Bell aparece en entre 15 y 20 personas de cada 100.000 al año. Es una incidencia mayor de la que ocurrió en los ensayos: cuatro de las 30.000 personas que participaron en el ensayo de Moderna (una en el grupo que recibió el placebo) y cuatro de las 44.000 personas en el ensayo de Pfizer desarrollaron parálisis de Bell.

Los estudios se hicieron con prisa y no se siguieron los pasos.

En primer lugar, tal vez haya más científicos trabajando en esto que los que se han dedicado de manera conjunta a cualquier otra cosa en la historia del mundo. Deberíamos esperar a que haya avances.

También tuvimos una serie de ventajas. Ya se había avanzado bastante con el trabajo exploratorio y preclínico de las vacunas contra el coronavirus que causa SRAS, o síndrome respiratorio agudo severo. Además, debido a la importante inversión pública y a un mercado mundial garantizado, muchas empresas destinaron de inmediato una gran cantidad de recursos a esta tarea.

Para ser aprobadas por la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) de Estados Unidos, las vacunas deben superar tres fases de estudio. La primera es pequeña (tal vez incluya a decenas de personas) y se centra en la inocuidad. La segunda es más extensa (puede que participen cientos de personas), incluye a personas con riesgos conocidos de padecer la enfermedad y se centra en la inocuidad y en si hay algún tipo de respuesta biológica (en específico, la producción de anticuerpos). La tercera fase consiste en ensayos controlados aleatorios con una muestra de gran tamaño (miles o decenas de miles de personas) que se centran en la eficacia (es decir, en la prevención de la enfermedad) y en los efectos secundarios. En el caso de las vacunas contra la COVID-19, el proceso fue muy acelerado, pero todas estas fases se completaron y fueron revisadas por la FDA.

También nos centramos (de manera acertada) en los pocos éxitos de las vacunas. Muchas empresas fracasaron o todavía no han tenido éxito. Las vacunas que han superado la prueba se han estudiado a fondo y han resultado ser seguras y eficaces.

La COVID-19 es menos peligrosa que la vacuna.

La gente escucha sobre los riesgos de presentar efectos secundarios y concluye que es mejor no vacunarse. Están comparando esos riesgos con una salud perfecta en lugar de con el riesgo mismo de padecer COVID-19. Sin embargo, suponiendo que no hay una garantía de estar perfectamente sano: la COVID-19 es prevalente y peligrosa.

Una vacuna que ‘solo’ es 70 por ciento efectiva no vale la pena.

Como sucede con tantas cosas en materia de salud pública, no hay que dejar que lo perfecto sea enemigo de lo bueno. Está muy bien que en los ensayos de las vacunas de Moderna y Pfizer se haya visto una eficacia del 95 por ciento contra la enfermedad sintomática, pero ese nivel de eficacia no es necesario. En los ensayos, la vacuna contra la poliomielitis de Jonas Salk tuvo una eficacia del 80 al 90 por ciento y cambió el mundo.

Esta es una versión del problema de percepción al que se enfrenta cada año la vacuna de la influenza. La gente se niega a ponérsela porque no es “suficientemente buena”. No tienen en cuenta que es “buena”. Cuanta más gente se vacune, más se evita la morbilidad y la letalidad. La mejor vacuna contra la COVID-19 es la que puedas ponerte lo antes posible.

This article originally appeared in The New York Times.

TE PUEDE INTERESAR

(VIDEO) México inicia vacunación de mayores de 60 años