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Opinión: Meghan Markle, Kate Middleton y… ¿brillo de labios?

Tubos de brillo de labios en una caja de plástico, junto a plumas, lápices y borradores. (Jessica Pettway/The New York Times).
Tubos de brillo de labios en una caja de plástico, junto a plumas, lápices y borradores. (Jessica Pettway/The New York Times).

¿HIGIÉNICO? NO. PERO, ¿ALGO QUE UNÍA A LAS ADOLESCENTES DURANTE UNA ETAPA DIFÍCIL DE LA VIDA? SÍ.

Últimamente, he estado pensando en el brillo de labios.

En el olor empalagoso del brillo Vanilla Birthday Cake (pastel de cumpleaños de vainilla) que definió mis últimos años de adolescencia, embadurnado en una capa tan gruesa que había que estar lista para a) cubrirte la boca cuando caminabas al aire libre, no fuera a ser que el viento hiciera que se pegaran residuos a tus labios pegajosos y b) estarte despegando el pelo de tus labios todo el tiempo.

En cómo nos prestábamos estos labiales entre amigas, a los que cada una le aplicaba sus gérmenes labiales, sin la menor preocupación por el covid: en el baño, en los últimos asientos del autobús escolar, durante la primera clase del día, en la cafetería, en los bailes escolares, de camino al centro comercial o de pie frente al casillero, hojeando una revista YM.

En cómo, a diferencia del labial, no necesitabas espejo para aplicarte el brillo de labios, lo cual lo convertía en un instrumento práctico para este acto comunitario. Podías aplicarlo mientras intercambiabas apuntes de química o charlabas sobre el último episodio de “Dawson’s Creek”; dicho de otro modo, mientras estrechabas lazos de amistad. Incluso si te pasabas un poco y acababas con la mejilla o la barbilla brillosa, estabas segura de que tu amiga te lo diría.

He estado pensando en el brillo de labios y su sutil participación en las complicadas relaciones entre adolescentes, a la luz de la reciente revelación de el gran desaire real con el brillo de labios : Meghan Markle le pide a Kate Middleton que le preste su brillo y Kate le tuerce la boca.

Al parecer, en algún momento de 2018, Meg y Kate estaban en un evento juntas y Meg olvidó su brillo. Pensando —como pensaría cualquier chica que creció en California en los noventa— que su futura cuñada estaría más que contenta de prestarle el suyo, Meghan le preguntó si podía tomar un poco, a lo que Kate accedió a regañadientes. Como lo describe el príncipe Enrique, en un pasaje de su reveladora biografía, “Spare: En la sombra”: “Meg apachurró el brillo y se puso un poco sobre el dedo, para luego esparcirlo sobre los labios. Kate hizo una mueca”.

Esto, según el duque de Sussex, fue “algo estadounidense”. Según mi encuesta rápida y nada científica entre mujeres estadounidenses (y una canadiense) de la edad de Meghan, parece que Enrique tiene razón.

Katie, de Colorado, tenía un recipiente comunitario de brillos que compartía con sus dos mejores amigas, al que apodaban: “Diez veces más buena” porque las hacía ver… bueno, así. Sarah, de Ontario, recuerda que seleccionaba con sumo cuidado un sabor de la marca Lip Smacker (sandía) de un multipaquete que una amiga le regaló en su cumpleaños; solo las mejores amigas tenían uno y a partir de ese momento se convertiría en su “aroma característico”. Nell, de Nueva York, no lo usaba, pero aún recuerda los nombres de las “chicas populares” —a saber, Hannah y Camelia— que iban a la escuela con bolsitas de plástico llenas de labiales, que intercambiaban y compartían entre sus mejores amigas.

“Usaba un brillo labial de vainilla que venía en un tubo grande y de verdad creía que me daba otra categoría”, me dijo una amiga de cuarenta y tantos años. “Fue mucho más importante para mi feminidad floreciente que mi primera menstruación”.

El brillo de labios era mucho más que maquillaje, era una herramienta para discernir tu lugar en la jerarquía social. Las niñas con las que lo compartías eran tus íntimas (aunque había algunas sutilezas fundamentales: el tubo directo a la boca se reservaba para las amigas cercanas; el tubo aplicado sobre el dedo y de ahí a la boca era para esas amigas que te caían más o menos bien o para cuando tenías un resfriado). Las niñas con las que deseabas compartir brillo: esas eran las populares y/o aquellas a las que admirabas (“lograr ponerte el Lip Venom de una chica popular era lo máximo”, me dijo una colega, un subidón social que podía durar por lo menos una semana).

Por supuesto que no todo el mundo compartía el brillo labial y puede que esas chicas hayan sido las únicas que se salvaron del brote de herpes labial durante mi segundo año de secundaria. Pero para la cohorte de mujeres que sí lo hacían, el gel pegajoso tenía más que ver con la intimidad que con otra cosa.

Las verdaderas amigas sabían cuál era el brillo favorito de la otra y si lo compraba en la farmacia (Lip Smackers, Wet n Wild) o en una tienda departamental (Juicy Tubes) o, más adelante, en tiendas como Sephora (Lip Venom, que, según esto, tenía canela para hacer que los labios se vieran más carnosos). Y cada grupo tenía sus extravagancias relacionadas con el brillo, estaba: la amiga cuyo tubo siempre estaba cubierto de suciedad; la que se mantenía leal al Carmex (horror); y la que estaba demasiado dispuesta a compartirlo, tal vez porque se sentía excluida.

El brillo de labios llegó a nuestras vidas a una edad compleja: éramos demasiado jóvenes para el maquillaje cargado (¡Clinique Black Honey no contaba!), pero ya estábamos en edad para saber que el porvenir pondría nuestras habilidades y relaciones sociales a prueba de nuevas formas. En medio de esta turbulencia, el brillo de labios era un lenguaje que hablábamos entre nosotras.

“Era un símbolo absoluto de nuestro nivel de amistad”, me dijo mi amiga de la secundaria Anna, ahora terapeuta, y con quien compartí brillo labial apenas el viernes pasado. “Recuerdo que me sentía un poco triste por las chicas que no lo compartían”.

La lingüista Deborah Tannen, quien ha estudiado los patrones de comunicación de las niñas (pero que nunca ha compartido brillo labial con sus amigas), señala que es común entre las adolescentes comunicarse y crear vínculos mediante estos rituales de cercanía que no necesitan explicarse. La lingüista asemeja compartir brillo labial con compartir secretos; es una manera de demostrar vulnerabilidad y confianza mutuas.

Lo cual me remite al tema de Kate y Meghan.

Ahora ya somos adultas y tal vez tengamos más respeto por la higiene que antes; tal vez las niñas británicas tenían maneras más higiénicas de vincularse. Pero para aquellas que crecimos prestándonos Lip Smackers o Juicy Tubes, ese momento tenía algo de conmovedor. Puede que Meghan necesitara un poco de hidratación en los labios. O puede que solo fuera una chica acercándose a otra, tanteando con delicadeza los límites de su relación con una simple pregunta: ¿Me prestas tu brillo de labios?

O quizá solo me estoy proyectando.

Hace unos años, me topé con un mugriento brillo de labios Vanilla Birthday Cake, escondido en el fondo de un cajón en casa de mis padres, junto a un Softlips, que había conseguido sobrevivir dos décadas y una mudanza. Aquel olor dulzón y almibarado, como el glaseado de un día antes (si sabes de esto, lo sabes) me llevó en un santiamén de vuelta a la secundaria y a las chicas que colorearon aquella experiencia. Era tan dulce que me daba náuseas. Pero también olía a amistad.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

© 2023 The New York Times Company