Opinión: Llámenme la Juana de Arco de las pruebas para la vacuna contra la COVID-19

NUNCA PENSÉ TENER UNA VOCACIÓN. LUEGO LLEGÓ LA PANDEMIA.

Soy la paciente 1133.

Nunca había realizado un ensayo clínico y nunca había querido. Como padezco de una ansiedad bastante significativa en lo que respecta a mi salud, en teoría, debería ser la última persona en participar en un ensayo clínico y, de camino al hospital, este pensamiento me pasó por la mente varias veces. Pero el martes 8 de septiembre, lo hice de todas formas. Manejé al Hospital Yale New Haven para obtener la primera de mis dos dosis de la vacuna experimental de Pfizer contra la COVID-19.

Mientras me dirigía hacia allá, le escribí a uno de mis amigos, un doctor extremadamente listo que fue a una prestigiosa universidad de la Ivy League (Liga de la hiedra). Me respondió con sus reservas sobre ponerse la vacuna en una etapa tan temprana. Él no lo habría hecho.

No fue la primera persona en expresar este sentimiento. Mucha de la gente que me rodea me dijo que estaba loca por hacerlo. Me ven con desconcierto. Estas personas no eran antivacunas; no pertenecen a grupos escépticos de Facebook. Tienen una educación universitaria, a menudo tienen una visión de izquierda: gente que, en teoría, no debería dudar de una vacuna.

Las personas inteligentes están preocupadas sobre esta vacuna. Mientras más presiona el presidente Donald Trump para una rápida implementación, más se erosiona la confianza del público. Tan solo el 21 por ciento de los estadounidenses que respondieron una encuesta de CBS este mes afirmó que se pondría la vacuna lo antes posible si se ofrecía sin ningún costo.

No es muy difícil darse cuenta de hacia dónde va esto: una pesadilla en la que tenemos una vacuna, pero la desconfianza en el gobierno es tan grande que la gente no se la va a poner. Tres de cada cuatro demócratas aseguran que, si hubiera una vacuna disponible este año, lo primero que pensarían es en la precipitación por distribuirla sin pruebas suficientes, informó CBS.

Estas cifras tan solo fortalecieron mi determinación. Sabía que tenía que hacer mi parte para crear una vacuna segura. Nunca pensé tener una vocación pero, de pronto, me sentí como una Juana de Arco de mediana edad, aunque judía y sin las batallas que peleó ni las fabulosas armaduras (y con la esperanza de no morir quemada en la hoguera).

La experiencia en sí misma no fue particularmente aterradora. Una enfermera me escoltó a un cubículo pequeño y cómodo. Me dio un ginger ale y un surtido rico sin marca de M&M falsos. Poco después, llegó un doctor para asegurarse de que entendía lo que estaba firmando. Repasamos el acuerdo y firmé con gusto.

Una enfermera me sacó sangre; me autoadministré una prueba de coronavirus y luego esperé a que la vacuna saliera de un almacén en frío. Llegaron dos enfermeras y me pusieron la inyección; después de eso, esperé en el consultorio durante 30 minutos para garantizar que no tuviera ningún tipo de reacción alérgica y luego me fui a casa. No soy una persona particularmente valiente y, por lo tanto, esa tal vez haya sido una de las cosas más valientes que he hecho.

Viví en la ciudad de Nueva York en marzo y abril. Vi el hospital temporal en Central Park. Observé con horror cómo se empleaban camiones frigoríficos para lidiar con la saturación en las morgues. Recuerdo las semanas de calles silenciosas que solo interrumpían las sirenas de una ambulancia que llevaba a alguien de urgencia al Hospital Monte Sinaí.

En algún momento, comencé a sentir como si simplemente estuviera esperando mi turno para enfermarme. Estuve un tanto estancada en esos meses horribles, pues pensaba en la muerte de gente que nunca conocí, como la directora de escuela de 36 años, el productor de teatro o la veterinaria de Harlem, y me sentía afligida por sus vidas abreviadas.

En cuanto me enteré de que había ensayos clínicos de vacunas contra la COVID-19, luché para tener la oportunidad de participar en uno de ellos. Llené una solicitud tras otra. Hablé con doctores y más doctores. Supliqué. Tenía que lograrlo. Haber vivido las horas más oscuras de mi ciudad de alguna manera había reordenado mi ADN, me había hecho el tipo de persona que se inscribe en ensayos clínicos. Había algo que podía hacer para detener todo esto.

En el auto de camino a casa del Hospital Yale New Haven sudaba y estaba nerviosa. ¿Había cometido un error enorme? Claro, no tuve una reacción alérgica, pero aún debía estar alerta de 24 a 48 horas por si había otros problemas. Me imaginé en una sala de emergencias: ¿y si tenía algún tipo de reacción atípica? Lo que tuviera esa inyección estaba viajando por mis venas; no había forma de dar marcha atrás. Luego me percaté de que tan solo estaba sufriendo un ataque de ansiedad; sabía qué era y esperé a que se me pasara.

Han pasado más de 48 horas desde que me puse la inyección y no he tenido fiebre, no he sudado, no he padecido escalofríos, no me han dado dolores de cabeza, no me ha dolido el cuello. Tengo un ligero dolor en la parte del brazo que rodea el lugar donde me pusieron la inyección, pero eso es todo. Claro está, hay un 50 por ciento de probabilidad de que haya sido un placebo; no lo sabremos hasta la verificación no cegada del estudio. En este momento, el principal efecto secundario ha sido la increíble sensación de orgullo con la que me estoy paseando.

Soy una persona normal y nada valiente. Ahora, también soy parte de la historia, parte de un pequeño grupo que podría estar protegido contra el virus mortal, o tal vez no, pero cuya experiencia servirá de lección para los demás. Ya no siento como si simplemente estuviera esperando a enfermarme.

En una época de tremenda incertidumbre, tal vez más de la que había sentido en toda mi vida, recomiendo de todo corazón una pequeña dosis de acción. La normalidad llegará mucho más rápido si los estadounidenses se arriesgan y desnudan sus brazos para la ciencia. No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino en cuál ensayo clínico para vacunas te puedes inscribir.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company

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