Opinión: Este sigue siendo el Israel de Benjamín Netanyahu

Los días posteriores a la destitución del primer ministro más longevo de Israel han sido decepcionantes.

Naftalí Bennett tomó protesta como primer ministro y con ello puso fin a los doce años de gobierno de su predecesor, Benjamín Netanyahu, pero este sigue siendo el Israel de Netanyahu. Incluso desde el punto de vista material, Netanyahu sigue viviendo en la residencia oficial del primer ministro en la calle Balfour de Jerusalén. Al día siguiente de que terminó su mandato, seguía recibiendo invitados del extranjero, entre ellos Nikki Haley, quien fungió como embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, y el televangelista John Hagee.

Puede que los partidos de extrema derecha y ultrarreligiosos que respaldan a Netanyahu estén ahora en la oposición, pero siguen siendo su coalición y se congregan en torno a su promesa de derrocar a “este malvado y peligroso gobierno de izquierda” y hacerlo mucho antes de lo que nadie espera.

Mientras tanto, están el conflicto irresoluble con los palestinos y las mismas divisiones dentro de la sociedad israelí. Para que el nuevo gobierno tenga alguna posibilidad realista de sobrevivir, no puede desmantelar por completo el legado de Netanyahu para no deshacer su frágil coalición. No se puede dar marcha atrás a los doce años de su largo gobierno. Además, aunque Bennett y sus colegas no lo admitan de manera abierta, en lo que respecta a algunas cuestiones no quieren que así sea.

Tres de los ocho líderes de los partidos de la nueva coalición, incluido Bennett, son en realidad aún más nacionalistas que Netanyahu, y sus ideologías se oponen a cualquier acuerdo territorial con los palestinos. Los líderes de los otros cinco partidos que, en principio, están a favor de diversas formas de “separación” o de una solución de dos Estados están de acuerdo con dejar para después esas ideas por el momento. Cualquier intento de avanzar en ese sentido destrozaría el nuevo gobierno y abriría la puerta al regreso de Netanyahu.

Netanyahu demostró que Israel no necesita hacer ninguna concesión significativa a los palestinos y que puede dejar de aparentar progreso en un “proceso diplomático” inexistente con ellos y aun así prosperar. El llamado problema palestino, que alguna vez fue una causa célebre de la comunidad internacional, ha quedado relegado al final de la agenda diplomática mundial. Puede que los ojos del mundo estuvieran puestos en Gaza el mes pasado durante los once días de guerra, pero una vez alcanzado el cese al fuego, no tardaron en voltear a otro lado. Después de doce años de Netanyahu, no existe una presión real sobre Israel para poner fin al bloqueo de Gaza o a la ocupación militar de Cisjordania.

Para algunos partidarios de la destitución de Netanyahu, la idea de que la manera de mantener la estabilidad de este gobierno sea continuar parte del legado del ex primer ministro, una ocupación interminable y desigualdad para millones de palestinos, será insoportable. Para otro segmento de la sociedad que abogó por este cambio, el desmantelamiento de otros elementos del legado de Netanyahu es suficiente progreso. Para ambos, la única respuesta es empezar a sanar las divisiones y fortalecer las instituciones democráticas.

El hecho de que el nuevo gobierno haya tomado protesta el 13 de junio tras una votación de confianza de 60 votos a favor y 59 en contra es un testimonio de lo dividido que está el Israel de Netanyahu. Fueron estas divisiones entre judíos y árabes, religiosos y seculares, asquenazíes y mizrajíes, las que Netanyahu aprovechó durante mucho tiempo para ganar las elecciones y construir coaliciones de resentimiento. Marcó a todos sus rivales políticos, incluso a los de derecha, con la temida etiqueta de “izquierdistas”. Ahora, tras la derrota, Netanyahu y los aliados que le quedan intentan presentar al nuevo gobierno, encabezado por un primer ministro nacionalista y religioso, como un grupo de elitistas asquenazíes seculares que odian el judaísmo, un “gobierno de izquierda”.

De hecho, el nuevo gobierno es la coalición más diversa que se ha visto en Israel, pues va desde la derecha nacionalista hasta la izquierda sionista e incluye un partido islamista conservador, algo inédito en el gobierno israelí. Como tal, tiene la oportunidad de avanzar hacia la reversión de la herencia tóxica de Netanyahu solo con demostrar a los ciudadanos israelíes que sus miembros pueden trabajar juntos durante un periodo prolongado. En este gobierno también hay una cantidad considerable de ministros no judíos y mujeres. Pero, por supuesto, su composición no es más asquenazí o secular que la de los anteriores gobiernos de Netanyahu.

El simple hecho de contar con un gabinete que pueda trabajar de manera colegiada, en el que cada miembro se ocupe de las políticas y funciones básicas de su propio ministerio, causará una buena impresión en los israelíes, acostumbrados a que su política esté dominada por la batalla de supervivencia de un solo hombre. Pero para que el nuevo gobierno sobreviva, cada uno de sus elementos dispares tendrá que invertir en el éxito del resto. En otras palabras, los líderes nacionalistas del gobierno tendrán que reconsiderar su retórica y desintoxicar el tono que usan al hablar de la izquierda. Deben convencer a sus partidarios de que todos se benefician de la asociación y la igualdad con los ciudadanos árabes de Israel. Si logran hacerlo, comenzarán el largo proceso de revertir décadas de trabajo de Netanyahu. No será fácil.

Un gobierno formado por partidos pequeños —ninguno más dominante que el otro, pero todos necesarios para hacer caer al gobierno— también dependerá mucho más, en cuanto a estabilidad, de la Knéset en general y del poder judicial, a los que Netanyahu intentó debilitar y marginar.

Sin embargo, la misma precariedad del gobierno significa que el conflicto en curso con los palestinos se dejará de lado por necesidad. La falta de avances significativos en la paz puede ser el legado más duradero de Netanyahu. Ni siquiera la histórica inclusión en la coalición de Raam, un partido que representa a los ciudadanos árabes israelíes, contribuirá a resolver el conflicto palestino. El acuerdo pasa por alto en específico cualquier cuestión nacionalista o de identidad y se centra por completo en las preocupaciones materiales de la comunidad árabe israelí.

La era de Netanyahu todavía no ha terminado, aunque puede estar en su ocaso. No esperen que este gobierno empiece a abordar las cuestiones fundamentales del futuro de Israel. La tarea de gobernar ya es bastante difícil por sí sola.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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