Opinión: 'La idea era ganar', escribe Barack Obama

El expresidente Barack Obama da un discurso en un mitin de campaña de Joe Biden, en ese entonces candidato presidencial demócrata, en Orlando, Florida, el martes 27 de octubre de 2020. (Damon Winter/The New York Times).
El expresidente Barack Obama da un discurso en un mitin de campaña de Joe Biden, en ese entonces candidato presidencial demócrata, en Orlando, Florida, el martes 27 de octubre de 2020. (Damon Winter/The New York Times).

“Toda mi política se basa en el hecho de que somos organismos diminutos que viven en esta pequeña mota que flota en medio del espacio”, me dijo Barack Obama, sentado en su oficina en Washington.

Fui yo quien había introducido la escala cósmica, cuando le pregunté cómo la evidencia de vida extraterrestre cambiaría su política. Pero Obama, en tono filosófico, utilizó la pregunta para delinear su visión de la humanidad. “Las diferencias que tenemos en este planeta son reales”, dijo. “Son profundas. Y causan enormes tragedias, así como alegrías. Pero solo somos un grupo de humanos con dudas y confusiones. Hacemos lo mejor que podemos. Y lo mejor que podemos hacer es tratarnos mejor, porque somos todo lo que tenemos”.

La forma en que Obama navegó las diferencias que tenemos en este planeta es el tema principal de “Una tierra prometida”, el primer volumen de sus memorias presidenciales. Un pasaje en particular se había quedado grabado en mi mente durante semanas. Obama reflexionaba sobre el auge de popularidad del Tea Party, y el vibrante trasfondo racista que lo impulsó. Recuerda el ruido de las discusiones en los programas de noticias por cable que debatían sobre la verdadera naturaleza del Tea Party y la presión que él enfrentó para dictar su veredicto presidencial. Obama admite que su Casa Blanca no quería tener nada que ver con este debate, en parte porque tenía “montones de datos que nos decían que los votantes blancos, incluyendo muchos que me habían apoyado, no reaccionaban bien a los discursos sobre raza”.

A continuación, voy a citar extensamente lo que escribió Obama:

“De manera más práctica, no vi forma de descifrar las intenciones de las personas, en especial dado que las actitudes raciales estaban imbuidas en todos los aspectos de la historia de nuestra nación. ¿Apoyaba este miembro del Tea Party los ‘derechos de los estados’ porque realmente pensaba que era la mejor manera de promover la libertad, o porque seguía resintiendo la manera en que la intervención federal había causado el fin de las leyes Jim Crow, la desegregación y el aumento del poder político negro en el sur? ¿Se oponía esa activista conservadora a cualquier expansión del estado de bienestar social porque creía que debilitaba la iniciativa individual, o porque estaba convencida de que solo beneficiaría a las personas de color que acababan de cruzar la frontera? Cualquier cosa que mi instinto me dijera, cualquier verdad que los libros de historia pudieran sugerir, sabía que no iba a ganar ningún votante tildando a mis oponentes de racistas”.

El poeta Robert Frost dijo la célebre frase: “Un liberal es un hombre de mente demasiado abierta como para tener su propio criterio en un debate”. Esto no es del todo cierto en el caso de Obama, pero es casi cierto en su estilo como autor. “Una tierra prometida”, que cubre la primera mitad de su presidencia, no tiene 700 páginas porque describa muchos eventos sino porque presenta muchas visiones diferentes de Obama y sus motivaciones.

Una y otra vez, Obama intenta dejar claro que sus agresores tienen algo de razón, que su perspectiva está limitada por la experiencia e interés propio. Esto es cierto en sus recuerdos personales, que les dan amplio espacio a las dudas de Michelle Obama sobre su decisión de seguir una carrera política, y es cierto en sus remembranzas políticas, que siempre intentan habitar los argumentos de sus críticos, o al menos sus sentimientos.

Sin embargo, lo que me sorprende de ese pasaje es que se puede ver el idealismo y la actitud calculadora de Obama relucir en un mismo punto. Tras sugerir que las motivaciones de sus críticos del Tea Party eran inescrutables, resuelve la disputa afirmando que la política de todo el asunto era completamente cognoscible. Cualquier cosa que su propio instinto pudiera decirle —cualquier “verdad que los libros de historia pudieran sugerir”— para alertar sobre la presencia de racismo, o incluso señalarlo con serenidad, significaba perder votos, y ni su versión de la esperanza ni la del cambio se verían beneficiadas por la derrota.

En nuestra historia nacional, Obama es retratado como un practicante de una especie de antipolítica, una figura casi ingenuamente optimista que llegó al poder minimizando nuestras divisiones solo para descubrir que el legado de su gobierno había sido devorado por ellas. Sin embargo, su libro es un recordatorio que la historia inversa siempre ha sido igual de cierta: Obama es un político a cabalidad, y debido a que entendía la profundidad de nuestras divisiones las trató con cautela, a veces incluso con temor. En un momento en particular impactante, Obama revela que, durante toda su presidencia, su mayor caída en el apoyo de la población blanca se produjo cuando criticó al oficial de policía blanco que arrestó a Henry Louis Gates Jr., un profesor negro de la Universidad de Harvard, en la entrada de su propia casa. “Fue un apoyo que nunca recuperé por completo”, escribe Obama.

Gran parte de nuestra política no es lo que parece. Contrario a la estética de nuestro debate político actual, existe un profundo optimismo en la política de confrontación de la izquierda moderna y un pesimismo silencioso en la cautela con la que habla Obama. Para hacer la pregunta sin rodeos: ¿Quién cree realmente que Estados Unidos es un país racista? ¿Las voces políticas que expresan ese punto de vista de forma clara porque piensan que a los estadounidenses se les puede retar a que cambien, o las que tratan de evitar incluso insinuarlo porque temen el poder de la reacción negativa?

Cuando mencioné ese pasaje sobre el Tea Party, Obama fue franco al describir su actitud calculadora. “Una de las formas en las que medía la situación era preguntarme: ¿Es más importante para mí decir una verdad histórica básica sobre, digamos, el racismo en Estados Unidos en este momento? ¿O es más importante para mí lograr que se apruebe un proyecto de ley que brinde atención médica a muchas personas que no la tenían antes?”. Obama admite que hubo “un costo psíquico en no decir siempre la verdad”, y con afecto hizo referencia a las parodias de “Key & Peele” sobre Luther, su traductor de ira. Sin embargo, no le preocupa la posibilidad de haberse equivocado al morderse la lengua.

Algo que se me ocurrió mientras conversábamos es que la visión de Obama sobre su propia situación política refleja la realidad actual del Partido Demócrata. Barack Hussein Obama, un hombre negro que se postuló a la presidencia durante la era de la guerra contra el terrorismo, sabía que la situación estaba en su contra. Para poder ganar necesitaba el apoyo de personas propensas a tener dudas sobre él. Tendría que no solo apelar a sus esperanzas, sino también calmar sus temores. Escuchar a Obama decirlo es entender que esos temores no solo eran sobre el hecho de que muchos cambios vinieran demasiado rápido, sino de que aquellos que lucharan contra ese cambio, o simplemente se preocuparan por eso, fueran juzgados o excluidos.

“La gente sabía que era de izquierda en temas como la disparidad racial, la igualdad de género, la comunidad LGBTQ y cosas por el estilo”, me dijo Obama. “Pero creo que quizás la razón por la que tuve una campaña exitosa al sur del estado de Illinois, o Iowa, o lugares como esos, es que la gente nunca llegó a sentir que los estaba juzgando por no haber dado con la respuesta políticamente correcta con la rapidez suficiente, o que de alguna manera eran moralmente sospechosos por haber crecido con valores más tradicionales, y haber creído en ellos”.

Los demócratas también enfrentan un contexto implacable: su coalición tiende a ser joven, urbana y diversa, mientras que los patrones de participación y la geografía electoral de Estados Unidos tienden a favorecer a personas mayores, rurales y blancas. Según FiveThirtyEight, los republicanos mantienen una ventaja de 3,5 puntos en el Colegio Electoral, una ventaja de 5 puntos en el Senado y una ventaja de 2 puntos en la Cámara de Representantes. Incluso después de ganar muchos más votos que los republicanos en 2018 y 2020, los demócratas solo controlan el 50 por ciento del Senado, y tienen una mayoría de apenas cuatro escaños en la Cámara de Representantes. Es probable que pierdan la Cámara Baja y posiblemente el Senado en 2022.

Esta es la asimetría fundamental de la política estadounidense en la actualidad: para poder mantener el poder nacional, los demócratas necesitan obtener el apoyo de votantes de centro derecha; los republicanos no necesitan votantes de centro izquierda. Peor aún, los republicanos controlan las leyes electorales y los procesos de redistribución de distritos en 23 estados, mientras que los demócratas solo controlan 15. El esfuerzo continuo de los republicanos de Texas para inclinar las leyes de votación a su favor, incluso cuando los republicanos a nivel nacional han bloqueado la Ley para el Pueblo y La Ley de Derechos Electorales John Lewis, es testimonio de las consecuencias de ese desequilibrio.

La mayoría de los demócratas que conozco están asustados por la convergencia de su desventaja geográfica y el ataque republicano a la democracia. En mi opinión, tienen razón en estarlo. Su situación es grave, y si el Partido Republicano logra reorientarse en torno a candidatos más competentes, podría llegar a ser catastrófico. Obama ha sostenido que los demócratas del Senado deberían abolir el obstruccionismo y aprobar las leyes necesarias para proteger la democracia estadounidense. Desearía que le prestaran atención sobre eso. Pero en este momento, la agenda democrática de los demócratas está en peligro, y ellos también.

En nuestra conversación, Obama trató, de forma animosa, de sugerir que había un lado positivo en la desventaja estructural de los demócratas. “Eso significa que la política demócrata será diferente a la política republicana”, me dijo. “Ahora bien, la buena noticia es que también creo que eso ha hecho que el Partido Demócrata sea más empático, más considerado, más sabio por necesidad. Tenemos que considerar una gama más amplia de intereses y personas. Y esa es mi visión de cómo Estados Unidos, en última instancia, funciona mejor y perfecciona su unión”.

En otras palabras, el Partido Demócrata, al igual que Obama, se ha visto obligado a adoptar una forma de política más plural debido a sus desventajas geográficas. Las elecciones de 2016 y 2020 así lo demuestran. El Partido Republicano reaccionó a Obama atizando su rabia y postulando a Donald Trump, quien ganó la presidencia a pesar de haber perdido el voto popular. El Partido Demócrata respondió a Trump nominando de manera estratégica al candidato que pensaba que tenía la mejor oportunidad de convencer a los votantes de Trump, Joe Biden, y estuvo peligrosamente cerca de perder la presidencia a pesar de dominar el voto popular.

Hacia el final de nuestra conversación, le pregunté a Obama si todavía creía que se podían modificar las opiniones políticas de las personas a través de políticas públicas. Me respondió con el “¿qué hubiera pasado si…?” central de la última década. “Digamos que Joe Biden o quien se estaba postulando, Hillary Clinton, me hubiera sucedido de inmediato, y de repente la economía hubiera tenido solo un tres por ciento de desempleo. Creo que habríamos consolidado la sensación de que: ‘¡Oh! Estas políticas que Obama implementó en realidad sí funcionaron’”, dijo. “El hecho de que Trump haya interrumpido en esencia la continuación de nuestras políticas, pero aun así se haya beneficiado de la estabilidad y el crecimiento económico que habíamos iniciado, deja a la gente confundida”.

Biden está “en esencia terminando el trabajo”, me dijo Obama. Veremos. Si Joe Biden y los demócratas logran aprobar el proyecto de ley HR 1 y alguna versión del Plan de Empleo Estadounidense y el Plan de Familias Estadounidenses, entonces la estrategia política del gobierno Obama-Biden habrá demostrado su eficacia. Pero si no logran aprobar nada de eso y luego pierden la Cámara de Representantes y el Senado en 2022, ¿qué tan dispuestos estarán los liberales a escuchar sobre las virtudes de más candidatos de la misma línea de Obama? No mucho, sospecho. Las coaliciones son menos satisfactorias a nivel emocional que los enfrentamientos; el pluralismo no es en absoluto tan viral como la división. Los políticos que predican el camino más difícil tienen que ser capaces de cumplir.

Obama sabía esto muy bien. “La idea era ganar”, escribe. “Quería demostrarle a la población negra, a la blanca —a los estadounidenses de todos los colores— que podíamos trascender la vieja lógica, que podíamos convocar a una mayoría trabajadora en torno a una agenda progresista, que podíamos colocar temas como la desigualdad o la falta de oportunidades educativas al centro del debate nacional y luego cumplir con lo prometido”.

Esta es otra forma en que la realidad de nuestra política desafía la estética de nuestros políticos. Los verdaderos agentes de la radicalización demócrata en este momento no son los políticos de izquierda en la Cámara de Representantes sino senadores como Joe Manchin y Kyrsten Sinema, quienes, al permitir el obstruccionismo republicano y preferir su preservación por encima de la protección de la democracia, están poniendo en peligro toda la teoría de la política que afirman apoyar.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company