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Opinión: La historia es clara: las fuerzas militares de Estados Unidos son demasiado grandes

Soldados estadounidenses rumbo a Afganistán en 2010. (Damon Winter/The New York Times).
Soldados estadounidenses rumbo a Afganistán en 2010. (Damon Winter/The New York Times).

EL DOMINIO MILITAR MUNDIAL NO HA ESTADO A LA ALTURA DE LA EXPECTATIVA PARA LOS INTERESES ESTADOUNIDENSES.

Durante gran parte de su historia, Estados Unidos fue un gran país con una pequeña fuerza militar en tiempos de paz. La Segunda Guerra Mundial cambió eso de forma permanente: los líderes estadounidenses decidieron que un país con nuevas obligaciones globales necesitaba una enorme fuerza militar en tiempo de paz, que incluyera, entre otras cosas, un arsenal nuclear y una red mundial de bases. Esperaban que la abrumadora capacidad militar evitara otra guerra mundial, disuadiera a los adversarios y alentara a los países extranjeros a seguir nuestros deseos.

Sin embargo, este dominio militar no ha producido en absoluto los beneficios prometidos. El colapso del gobierno de Afganistán apoyado por Estados Unidos, tras 20 años de esfuerzo y miles de millones de dólares, es tan solo el revés más reciente en un largo historial de fracasos.

La guerra en Afganistán es mucho más que una intervención fallida. Es una cruda evidencia de cuán contraproducente es el dominio militar mundial para los intereses estadounidenses. Esta hegemonía militar ha traído más derrotas que victorias y ha socavado los valores democráticos tanto dentro del país como en el extranjero.

La historia es clara: estaríamos mejor con objetivos militares y estratégicos más modestos y comedidos. La opinión pública estadounidense también parece haberse movido hacia esta dirección. Nuestro país necesita reexaminar el valor del dominio militar.

La dependencia de la fuerza militar ha enredado en repetidas ocasiones a Estados Unidos en conflictos distantes, costosos y prolongados con consecuencias contraproducentes, como en Vietnam, Líbano, Irak, Afganistán y otros lugares. Los líderes estadounidenses han asumido constantemente que la superioridad militar compensará las limitaciones diplomáticas y políticas. Pero, una y otra vez, a pesar de los éxitos en el campo de batalla, nuestras fuerzas militares se han quedado cortas en el logro de los objetivos establecidos.

En la guerra de Corea, la sobreestimación del poder militar estadounidense convenció al presidente Harry Truman de autorizar al ejército a cruzar a Corea del Norte y acercarse a la frontera con China. Esperaba que los soldados estadounidenses pudieran volver a unir la dividida península de Corea, pero en cambio la incursión detonó una guerra más amplia con China y causó el estancamiento del conflicto. Hoy por hoy, tras siete décadas de despliegues militares estadounidenses en la península, el régimen comunista de Corea del Norte está más fuerte que nunca, y tiene un creciente arsenal nuclear.

En Vietnam, los “mejores y más brillantes” expertos en el círculo del presidente Lyndon Johnson le aseguraron que el poder abrumador de Estados Unidos aplastaría la insurgencia y reforzaría las defensas anticomunistas. Pasó lo contrario. La escalada militar estadounidense aumentó la popularidad de la insurgencia y al mismo tiempo hizo que Vietnam del Sur desarrollara una mayor dependencia de Estados Unidos. Tras una ofensiva de parte de Vietnam del Norte en 1975, los aliados capacitados por Estados Unidos colapsaron, de forma muy parecida a cómo lo hicieron los de Afganistán esta semana.

La culpa no es de los soldados, sino de la misión. Las fuerzas militares no son un sustituto de la ardua labor de construir instituciones gubernamentales representativas y eficaces. Las sociedades estables deben tener una base de mecanismos pacíficos de comercio, educación y participación ciudadana.

En todo caso, los antecedentes muestran que una enorme presencia militar distorsiona el desarrollo político, pues lo dirige hacia el combate y la vigilancia, no hacia el desarrollo social. Las ocupaciones militares estadounidenses han funcionado mejor en lugares donde las instituciones gobernantes precedieron la llegada de soldados extranjeros, como en Alemania y Japón después de la Segunda Guerra Mundial.

Los líderes estadounidenses han dependido demasiado de nuestras fuerzas armadas porque son enormes y fáciles de desplegar. Este es el peligro de crear una fuerza tan grande: el presupuesto anual para las fuerzas militares de Estados Unidos ha crecido a una suma descomunal de más de 700.000 millones de dólares, y tenemos mayores probabilidades de utilizarlas que de construir mejores alternativas.

Esto significa que cuando se requieren trabajos no militares en el extranjero como la capacitación de administradores de gobiernos locales, la fuerza militar estadounidense interviene. Otras agencias no tienen la misma capacidad. Enviamos soldados a los lugares donde necesitamos civiles porque son los soldados quienes tienen los recursos. Y ese problema empeora a medida que los militares aprovechan su poder para presionar y obtener aún más dinero del Congreso.

Dentro de nuestro país, el crecimiento de las fuerzas armadas se ha traducido en que la sociedad estadounidense se ha militarizado más. Los departamentos de policía ahora están dotados con equipos militares y de campo de batalla, algunos de ellos excedentes del ejército. Exsoldados se han unido a grupos extremistas violentos que se han multiplicado en la última década. Menos del 10 por ciento de los estadounidenses han servido en las fuerzas militares, pero el 12 por ciento de los imputados en el asalto al Capitolio del 6 de enero tenía experiencia militar.

Por supuesto que las fuerzas militares de Estados Unidos es una de las partes más profesionales y patrióticas de nuestra sociedad. Nuestros líderes uniformados han defendido el Estado de derecho sin cesar, incluso contra un presidente que intentó socavar unas elecciones. El problema proviene de lo infladas que se han vuelto sus organizaciones, y de la frecuencia con que se utilizan de manera indebida.

Debemos ser honestos sobre lo que los militares no pueden hacer. Debemos asignar nuestros recursos a otras organizaciones y agencias que realmente lograrán que nuestro país sea más resistente, próspero y seguro. Nuestro beneficio será volver a ser un gran país con una pequeña fuerza militar en tiempos de paz.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

© 2021 The New York Times Company