Opinión: ¿Y si nuestros hijos están tristes y estresados porque sus padres lo están?

Las conversaciones que mantengo con padres de adolescentes me resultan tan familiares que es deprimente. Tras los saludos de rigor, la conversación suele girar en torno a la salud mental. La hija de alguien está batallando con su imagen corporal. El hijo de alguien más es huraño y lo absorben los videojuegos. Las preocupaciones de los padres de generaciones anteriores (sexo, drogas y rock and roll) fueron sustituidas por un triunvirato nuevo: ansiedad, depresión e ideas suicidas.

Como padre de un adolescente, veo esta realidad todos los días. Es el mensaje que escucho de mis colegas. Así que he seguido con gran interés el debate sobre el aumento de la ansiedad adolescente, en particular el papel de las redes sociales, la secularización y la política en detrimento de nuestros hijos. Pero hay un factor al que no se le ha prestado atención suficiente en el debate sobre los factores externos del sufrimiento adolescente: ¿Y si el llamado también viene de dentro de casa? ¿Y si los padres contribuyen al dolor de sus propios hijos sin saberlo?

Así como las conversaciones de los padres sobre sus hijos resultan tan familiares que es deprimente, sucede lo mismo con las conversaciones de los hijos sobre sus padres. Paso gran parte de mi tiempo visitando campus de universidades, tanto laicas como religiosas, y escucho un sonsonete similar todo el tiempo: “A mis padres les pasó algo”. En ocasiones, (sobre todo en los colegios de élite) cuentan historias de padres obsesionados con la educación de sus hijos; con más frecuencia oigo hablar de padres consumidos por la política; y, en el extremo, escucho historias sobre el impacto de teorías conspirativas de todo tipo. Al igual que los padres se preocupan por la ansiedad y la depresión de sus hijos, estos se preocupan por la salud mental de sus padres.

En primer lugar, tracemos un panorama muy sombrío. En 2021, casi el 60 por ciento de las adolescentes declararon sentir “tristeza persistente”, según escribieron Azeen Ghorayshi y Roni Caryn Rabin en The New York Times. En general, el 44 por ciento de los adolescentes informaron que tenían “sentimientos persistentes de tristeza o desesperanza”, según The Washington Post, lo que supone un aumento respecto al 26 por ciento de 2009. Se trata de cifras conocidas: el aterrador repunte que ha provocado un examen de conciencia a lo largo y ancho de este país.

Pero situemos estas cifras en un contexto sombrío. El mismo año en que, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, por su sigla en inglés), el 44 por ciento de los adolescentes afirmaron que padecían tristeza grave, el 41,5 por ciento de los adultos declararon presentar “síntomas recientes de un trastorno de ansiedad o depresión”, lo que supone un aumento con respecto al de por sí elevado 36,4 por ciento registrado unos meses antes.

Además, aunque los índices de suicidio han aumentado en la población más joven de estadounidenses, siguen estando muy por detrás de los índices de suicidio entre sus padres y abuelos. Las muertes por desesperanza (nombre con el que se conoce a los fallecimientos por suicidio, abuso de drogas o intoxicación etílica) han afectado en especial a los hombres blancos de mediana edad, y las cifras globales son sencillamente asombrosas, sobre todo desde que empezaron a aumentar de manera abrupta en el año 2000.

Aparte de las estadísticas sobre depresión y ansiedad o el sombrío balance de drogadicción y suicidio, hay otros indicadores de que los adultos simplemente no están bien. Por ejemplo, la animosidad partidista no deja de aumentar. La ira y el pesimismo de los adultos están generalizados: una encuesta reciente de NBC News indicó que un 58 por ciento de los votantes registrados encuestados creía que los mejores días de Estados Unidos habían quedado en el pasado.

Cuando pensemos en los niños y las pantallas, pensemos también en la relación entre los adultos y sus televisiones y teléfonos inteligentes. Si ves las noticias por cable (donde los abuelos ven las noticias), verás un discurso dominado por el miedo y la ira. Si pasas un tiempo en la sección política de Twitter (o lees el discurso de las publicaciones políticas en Facebook), verás de inmediato un nivel de ataques violentos y personales que difieren poco del acoso personal más extremo que una persona llega a experimentar en secundaria o preparatoria.

Esto no quiere decir que los padres sean el origen de todo. Estoy abierto a la tesis del teléfono inteligente (y a las de la secularización y la política) como explicación principal de la infelicidad de los adolescentes, pero no estoy convencido de que los chicos vayan a estar bien mientras mamá y papá sufren sus propios problemas profundos. Los padres helicóptero pueden ser asfixiantes por sí mismos, pero tiene que ser incalculablemente peor cuando estos padres están atrapados en el miedo y la ansiedad.

¿Y entonces qué debemos hacer? No pretendo que los padres se sientan aún más angustiados por su propia ansiedad, pero en la medida en que nuestra salud mental se base en factores que escapan a nuestro control inmediato (un punto especialmente destacado cuando consideramos la política nacional), quizá valga la pena plantearse una pregunta sencilla: ¿Cuánto miedo y ansiedad debemos transferir a nuestras vidas y hogares? Olvidemos a los adolescentes por un momento. ¿Nosotros estamos demostrando ser más capaces de manejar la era de la información?

Es una pregunta que me hago con toda sinceridad. Sé que mis experiencias en línea se trasladan a la vida familiar; sé que mi ansiedad puede irradiarse al exterior y afectar a mis hijos. Nuestras propias adicciones (al alcohol o las drogas, sí, pero también a la información y la indignación) pueden devastar a nuestras familias. A menudo pienso en las conmovedoras palabras de un pastor británico llamado Andrew Wilson (que, sí, leí en Twitter): “Una de las cosas que me ha impresionado en mis dos últimas visitas a Estados Unidos ha sido lo dolorosas que se han vuelto las guerras culturales para muchísima gente. En internet, los combatientes parecen disfrutar de la lucha (o incluso monetizarla), pero en el terreno, ves el dolor, la confusión y la fatiga”.

Llegó el momento de darnos cuenta de que nuestro dolor puede transferirse a nuestros hijos, y si queremos curarlos a ellos, ese proceso bien puede empezar por buscar la ayuda que necesitamos para sanar nosotros mismos.

c.2023 The New York Times Company