Opinión: Tenemos que hablar directamente con los grupos armados sobre la violencia sexual

ES CRUCIAL COMPRENDER Y LIDIAR CON LAS CREENCIAS Y VALORES SUBYACENTES QUE IMPULSAN EL COMPORTAMIENTO EN COMBATE

A principios de este año, en la sala de reuniones de la iglesia de una aldea remota, uno de mis colegas de la Cruz Roja habló con unos 20 hombres vestidos con uniformes militares distintos. Eran miembros de uno de los más de 100 grupos armados que se extienden por el este de la República Democrática del Congo. Esta región rica en minerales lleva 30 años asolada por los conflictos.

Consciente del ambiente de la sala y con cuidado de evitar tensiones, mi colega, un congoleño de voz suave cuya identidad mantengo en secreto por su seguridad, abordó con cautela el incómodo tema de la violencia sexual, que ha persistido en la región durante décadas, pero se recrudeció drásticamente al intensificarse los combates en 2023.

“Al principio, negaron que hubiera ocurrido”, me dijo.

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A medida que avanzó la discusión en ese pueblo montañoso, la negación dio paso a la justificación: “Un hombre no puede estar sin una mujer”, opinó un hombre. Otra afirmación aún más preocupante: “Las mujeres lo quieren, solo que no saben cómo pedirlo”. Pero después de un rato, los hombres empezaron a compartir situaciones de la vida real y a debatirlas. Alguien mencionó que la tradición local prohibía tocar a las mujeres al entrar en combate, una frase que mi colega anotó, ya que ofrece una visión de la cultura. Intentaba comprender lo que estos hombres creían sobre la violencia sexual y utilizarlo en sus argumentos contra ella.

La conversación formaba parte de un programa piloto que el Comité Internacional de la Cruz Roja ha estado llevando a cabo para intentar abordar mejor la violencia sexual en los conflictos armados. El año pasado, las Naciones Unidas registraron un aumento del 50 por ciento en los casos verificados de violencia sexual relacionada con los conflictos. Según el CICR, hoy en día hay más de 120 conflictos armados, lo que supone un fuerte aumento con respecto al número que había a principios del milenio. Y cuando estallan nuevas guerras, casi siempre, tras las imágenes de muerte y destrucción vienen truculentas denuncias de violencia sexual.

Hablar de violencia sexual en los conflictos es difícil. Durante siglos, su despiadada crueldad se ha visto difuminada por eufemismos pronunciados en voz baja. Al seno del CICR, las actas de los órganos de decisión solo han mencionado la palabra “violación” cinco veces en 100 años. La violencia sexual, tácita e innominada, con demasiada frecuencia se ha aceptado implícitamente como un subproducto inevitable de la guerra.

Pero no lo es. La violencia sexual es una grave violación del derecho internacional humanitario. El problema es que romper el silencio no es suficiente para prevenirla. La forma en que les hablamos de ella a quienes portan armas es igual de importante.

En los últimos años, el CICR ha establecido alianzas con científicos sociales para estudiar la cultura y el comportamiento de los grupos y las fuerzas armadas mediante el análisis de ejemplos del Ejército de Australia y de Filipinas, de grupos armados de Colombia y del norte de Malí y de pastores de ganado de Sudán del Sur, que han participado en los conflictos armados del país. Los investigadores se dedicaron a estudiar los casos en que los combatientes mostraron respeto por las normas del derecho internacional humanitario a fin de identificar qué influyó en su comportamiento y cómo podrían reproducirse estas influencias para evitar futuras violaciones, incluida la violencia sexual.

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Sus conclusiones fueron claras: no basta confiar únicamente en los marcos legales. Por supuesto, la gente infringe la ley continuamente. Pero los investigadores descubrieron que es menos probable que infrinjan la ley si creen que lo que dice también es lo correcto. Por eso es tan crucial comprender y trabajar con las creencias y valores subyacentes que impulsan el comportamiento en combate.

El año pasado, mis colegas del Congo utilizaron los resultados de este estudio para adaptar la forma en que el CICR les habla a los grupos y las fuerzas armadas sobre la violencia sexual. Empezaron por preguntarles a los grupos armados que estaban en terreno enemigo qué pensaban de la violencia sexual. Para muchos de ellos, tanto hombres como mujeres, se trataba de una transgresión menor.

Lo experimenté de primera mano hace una década en el este del Congo. En una escuela de pueblo con suelo de arena, una docena de hombres, miembros de un grupo armado, estaban sentados en bancos bajos de madera durante una sesión sobre derecho humanitario. Mi colega explicó sus principios en suajili e ilustró sus puntos con ayuda de rotafolios: un combatiente enemigo herido que recibía primeros auxilios tras la rendición. Un campamento militar construido a una distancia segura de las casas de los civiles para evitarles los efectos de un posible ataque.

De repente, el ambiente cambió. La siguiente imagen de la pizarra mostraba a una mujer con el rostro contorsionado por el horror y el cuerpo aplastado contra el suelo por un hombre vestido con uniforme militar. Un profundo silenció envolvió la sala, salpicado de risitas nerviosas. El mensaje no estaba calando.

Desde hace años, los miembros del personal de CICR dedicados a trabajar en conflictos de todo el mundo han ido aprendiendo de estas experiencias para encontrar una forma realista y eficaz de hablar con los grupos y las fuerzas armadas sobre la violencia sexual. Los resultados del estudio nos ayudaron a profundizar en este conocimiento práctico y a comprender mejor por qué algunos mensajes no aterrizaban.

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Esos resultados muestran que, aunque la ley es importante para establecer normas, se necesitan conversaciones más profundas para influir en el comportamiento. ¿Por qué se produce la violencia sexual? ¿En qué piensan los agresores?

Al margen de las sesiones dedicadas que organiza con su equipo mi colega, el especialista del CICR en el Congo, intenta hablar individualmente o en pequeños grupos con los participantes, que van desde comandantes de alto rango hasta soldados y combatientes. Así se entera si un determinado comandante no considera que la violencia sexual sea un problema, lo que crea una cultura de indiferencia que hay que superar. “Las creencias que existen en la comunidad también pueden determinar el nivel de banalización de la violencia sexual”, me explicó.

Una conversación que tuve a principios de año me hizo dolorosamente consciente de cuán tóxicos y omnipresentes pueden ser los prejuicios sobre la violencia sexual, y de que yo no era inmune.

A las afueras de Goma, en una diminuta habitación dentro de un contenedor metálico utilizado como casa de escucha, donde los supervivientes de traumas reciben apoyo psicosocial, un hombre de 57 años hablaba en voz baja sobre el horrible ataque que sufrió a manos de un grupo armado mientras recogía leña. Era la primera vez en muchos años de trabajo en la Cruz Roja que conocía a un superviviente varón.

“¡No soy una mujer! ¿Qué están haciendo?”, me dijo que les gritó a sus agresores. Su respuesta fue escalofriante: “Tírate al suelo y verás lo que pasa”.

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Hizo una pausa y apretujó la gorra que tenía entre las manos. “Nunca había oído que ocurriera esto, que hombres atacaran a hombres de esta manera”.

Dos semanas después, seguía lidiando con las cicatrices físicas y psicológicas del ataque, que le había costado la vida a un amigo. En lo personal, admiraba su valentía. También seguí reflexionando sobre mi reacción inmediata al conocer a un superviviente varón: una mezcla inquietante de sorpresa e incomodidad.

Me invadió el horror cuando me percaté de que yo también me había acostumbrado tanto a la violencia sexual contra las mujeres y las niñas que ya no me escandalizaba. Las súplicas de desesperación de ese hombre —“¡No soy una mujer!”— eran una señal preocupante de la manera en que su comunidad, tras décadas de violencia armada, se había insensibilizado ante la horrible mundanidad de las agresiones sexuales contra las mujeres. Y en los 15 años de mi trabajo como voluntaria en el Congo, la República Centroafricana, Colombia, Nigeria y Sudán del Sur, había interiorizado el mismo prejuicio.

A fin de lidiar con estos prejuicios arraigados, mis colegas del CICR que forman parte del programa piloto hablan del devastador impacto que tiene la violencia sexual en los supervivientes y en comunidades enteras, pero también en los agresores y sus familias.

También hablan del honor, el poder y la responsabilidad que conlleva portar un arma: dices que defiendes la aldea. ¿Qué es la aldea? ¿Las vacas y los árboles? No, son las personas. Tanto si se trata de ejércitos profesionales como de grupos armados descentralizados que viven entre las comunidades, su imagen les importa. Y el sentido del honor no ha dejado de ser un argumento poderoso.

Los primeros resultados del programa piloto son esperanzadores. Antes de estas sesiones, solo el 41 por ciento de los participantes reconocía las consecuencias de la violencia sexual. Después, el 77 por ciento comprendía su profundo impacto. El CICR ha empezado a utilizar este enfoque en otros países en los que trabaja.

“Durante los debates, se abren y empiezan a aportar sus propios argumentos, y sientes cómo empiezan a cambiar de actitud”, compartió mi colega que dirige el programa en el Congo. “Aunque todavía no sea el comportamiento”. Cambiar el comportamiento lleva tiempo, pero iniciar un debate que los invite a reflexionar y pueda hacerlos cambiar de actitud es un primer paso esencial.

Ante la magnitud y el horror de los nuevos informes de violencia sexual que siguen surgiendo de los conflictos en todo el mundo, es fácil caer en el escepticismo y aceptar sin más la idea de que es inevitable. Más bien, debemos seguir trabajando para prevenirla.

Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.

c.2024 The New York Times Company