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Opinión: Elon Musk está construyendo un mundo de ciencia ficción y el resto de nosotros estamos atrapados en él

Elon Musk Elon Musk está construyendo un mundo de ciencia ficción y el resto estamos atrapados en él (Robert Beatty/The New York Times)
Elon Musk Elon Musk está construyendo un mundo de ciencia ficción y el resto estamos atrapados en él (Robert Beatty/The New York Times)

DE MARTE AL METAVERSO, LOS MAGNATES DE LA TECNOLOGÍA ESTÁN FORJANDO UN NUEVO TIPO DE CAPITALISMO: UNA VERSIÓN EXTREMA Y EXTRATERRESTRE.

La última semana de octubre, Bill Gates cumplió 66 años y lo celebró en una cala de la costa de Turquía, trasladando a los invitados desde un yate alquilado hasta un complejo turístico de playa en un helicóptero privado. Entre los invitados, según los informes locales, se encontraba Jeff Bezos (valor neto: 197.000 millones de dólares), quien después de la fiesta voló de vuelta a su propio yate, que no debe confundirse con el “superyate” que está construyendo y cuyo valor asciende a más de 500 millones de dólares.

La persona más rica del mundo, Elon Musk (valor neto: 317.000 millones de dólares), no asistió. Lo más probable es que estuviera en Texas, donde su empresa Space X estaba preparando el lanzamiento de un cohete. Mark Zuckerberg (valor neto: 119.000 millones de dólares) tampoco estuvo allí, pero al día siguiente de la fiesta de Gates, anunció su plan para el metaverso, una realidad virtual en la que, llevando unos auriculares y un equipo que te aísla del mundo real, puedes pasar el día como un avatar haciendo cosas como ir a fiestas en islas remotas del Egeo o subir a un yate o volar en un cohete, como si fueras multimillonario.

El metaverso es a la vez una ilustración y una distracción de un giro más amplio y preocupante en la historia del capitalismo. Los tecnobillonarios del mundo están forjando un nuevo tipo de capitalismo: el muskismo. Musk, a quien le gusta burlarse de sus rivales, se mofó del metaverso de Zuckerberg. Pero desde las misiones a Marte y a la Luna hasta el metaverso, todo es muskismo: capitalismo extremo y extraterrestre, donde los precios de las acciones se rigen menos por las ganancias que por las fantasías de la ciencia ficción.

El término metaverso procede de una novela de ciencia ficción de 1992 escrita por Neal Stephenson, pero la idea es mucho más antigua. Hay una versión de ella, la holocubierta, en “Star Trek”, una serie de televisión con la que Bezos estaba obsesionado de niño; el mes pasado, envió al espacio a William Shatner, el actor que interpretó al Capitán Kirk en la serie original. Después de haber leído historias sobre la creación de mundos en la infancia, los multimillonarios, ahora como adultos, tienen la suficiente riqueza para construirlos. Los demás estamos atrapados en ellos.

Por extraño que parezca, el muskismo, una forma extravagante de capitalismo, se inspira en historias que acusan... al capitalismo. En Amazon Studios, Bezos intentó hacer una adaptación para televisión de la serie de libros, una epopeya espacial llamada La Cultura , del escritor escocés Iain Banks (“un gran favorito personal”); Zuckerberg incluyó un volumen de esta antología en una lista de libros que piensa que todos deberían leer, y, en una ocasión, Musk tuiteó: “Si acaso se lo preguntan, soy un anarquista utópico como los que de manera atinada describe Iain Banks”.

Sin embargo, Banks era un socialista declarado. Y, en una entrevista de 2010, tres años antes de su muerte, describió a los protagonistas de La Cultura como “comunistas hippies con hiperarmas y una profunda desconfianza tanto de la mercadolatría como de la codicia”. También expresó su asombro por el hecho de que alguien pudiera leer en sus libros un fomento del libertinaje del libre mercado, y preguntó: “¿Qué parte de la falta de propiedad privada y la ausencia de dinero en las novelas de La Cultura esta gente no vio?”.

Hay que reconocer que es posible que la afición a la ciencia ficción de estos hombres se deba a la palabrería de los tecnócratas, pero se trata de personas muy inteligentes y da la sensación de que en efecto leyeron esos libros (Gates, filántropo, no está muy involucrado en todo esto. “No me interesa Marte”, dijo el invierno pasado. Leía mucha ciencia ficción de niño, pero en general es cosa del pasado para él, y, he de confesar que en una ocasión incluyó un libro mío en una lista de libros para regalar en las fiestas navideñas, así que quién soy yo para cuestionar su gusto literario). Parece que el muskismo implica una mala interpretación de la lectura.

El muskismo se originó en el Silicon Valley de la década de 1990, cuando Musk abandonó un programa de doctorado en Stanford para crear su primera empresa y luego la segunda, X.com. A medida que la brecha entre ricos y pobres se hacía cada vez más grande, las pretensiones de las empresas emergentes de Silicon Valley se hacían cada vez más grandilocuentes. Google abrió una división de investigación y desarrollo llamada X, cuyo objetivo es “resolver algunos de los problemas más difíciles del mundo”.

Las empresas tecnológicas comenzaron a hablar sobre su misión, y su misión siempre parecía muy exagerada: transformar el futuro del trabajo, conectar a toda la humanidad, hacer del mundo un lugar mejor, salvar el planeta entero. El muskismo es un capitalismo en el que las empresas se preocupan (de manera muy pública y apasionada) por todo tipo de desastres que acaban con el mundo, por la catástrofe demasiado real del cambio climático, pero con mayor frecuencia se preocupan por los misteriosos “riesgos existenciales”, o riesgos x, incluida la extinción de la humanidad, de la que, al parecer, solo los tecnobillonarios pueden salvarnos.

Pero el muskismo también tiene orígenes anteriores, incluso en la propia biografía de Musk. Gran parte del muskismo emana del movimiento tecnocrático que floreció en Norteamérica en la década de 1930, encabezado por el abuelo de Musk, Joshua N. Haldeman, un ferviente anticomunista. Al igual que el muskismo, la tecnocracia se inspiró en la ciencia ficción y se basaba en la convicción de que la tecnología y la ingeniería pueden resolver todos los problemas políticos, sociales y económicos. Los tecnócratas, como se llamaban a sí mismos, no confiaban en la democracia, los políticos, el capitalismo ni la moneda. Además, también se oponían a los nombres de pila: un tecnócrata se presentó en un mitin como “1x1809x56”. El hijo menor de Elon Musk se llamaX Æ A-12.

El abuelo de Musk, un aventurero, trasladó a su familia de Canadá a Sudáfrica en 1950, dos años después del inicio del régimen del apartheid. En la década de 1960, Sudáfrica atrajo a los inmigrantes presentándose como un lujoso paraíso para los blancos, bañado por el sol y hecho a medida. Elon Musk nació en Pretoria en 1971 (para que quede claro, Elon Musk fue un niño del apartheid, no un autor del mismo. Además, abandonó Sudáfrica a los 17 años para evitar ser reclutado por el ejército, lo cual era obligatorio).

En la adolescencia, leyó “Guía del autoestopista galáctico” de Douglas Adams; tiene previsto bautizar el primer cohete de SpaceX a Marte con el nombre de la nave espacial protagonista de la historia, el Corazón de Oro. En esta novela no hay ningún metaverso, pero sí un planeta llamado Magrathea, cuyos habitantes construyen una enorme computadora para hacerle una pregunta sobre “la vida, el universo y Todo”. Transcurridos millones de años, contesta: “Cuarenta y dos”. Musk afirma que el libro le enseñó que: “si puedes formular correctamente la pregunta, entonces la respuesta es la parte fácil”. Pero esa no es la única lección de esta novela que tampoco empezó como un libro. Adams la escribió para BBC Radio 4 y, a partir de 1978, se emitió en todo el mundo, incluso en Pretoria.

“Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de impuestos”, entona el narrador al comienzo de uno de los primeros episodios. “Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al menos nadie que valiera la pena mencionar”. En otras palabras, “Guía del autoestopista” es una extensa y muy, muy divertida crítica de la desigualdad económica, una tradición de la ciencia ficción que se remonta a las distopías de H.G. Wells, un socialista.

La ciencia ficción de los primeros tiempos surgió en una época de imperialismo: las historias sobre viajes a otros mundos por lo general eran historias sobre el Imperio Británico. Como dijo el propio Cecil Rhodes: “Me apoderaría de los planetas si pudiera”. En sus inicios, la mejor ciencia ficción denunciaba el imperialismo. Wells comenzó su novela de 1898, “La Guerra de los Mundos”, en la que los marcianos invaden la Tierra, comentando sobre la expansión colonial británica en Tasmania, escribiendo que los tasmanienses, “a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en una guerra exterminadora de cincuenta años, que emprendieron los inmigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?”. Wells no estaba justificando a los marcianos; estaba acusando a los británicos.

Douglas Adams fue para Sudáfrica lo que H.G. Wells fue para el Imperio Británico. La Asamblea General de la ONU denunció el apartheid por violar el derecho internacional en 1973. Tres años más tarde, la policía abrió fuego contra miles de estudiantes negros durante una protesta en Soweto, una atrocidad de la que informó la BBC a detalle.

Adams escribió “Guía del autoestopista” para la BBC en 1977. En ella arremete en especial contra los megarricos, con sus cohetes de propiedad privada, que establecen colonias en otros planetas. “Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente satisfactorio”, dice el narrador. “O el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto. Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de lujo”.

Justo esto parecería ser lo que pretenden los señores Bezos y Musk, con sus planes para la Luna y Marte, y anexarían los planetas si pudieran. ¿Y Douglas Adams? Escribió “Guía del autoestopista” en una máquina de escribir manual Hermes. Había decorado esa máquina de escribir con una calcomanía. Decía: “FIN AL APARTHEID”.

¿Cómo pudieron estos hombres malinterpretar tanto estos libros? Una pista está en la ciencia ficción que parecen ignorar en gran parte: la nueva ola, el afrofuturismo, la ciencia ficción feminista y poscolonial, la obra de escritores como Margaret Atwood, Vandana Singh, Octavia Butler y Ted Chiang.

Ursula K. LeGuin escribió una vez un ensayo, un réplica a un ensayo de Virginia Woolf, sobre cómo el tema de todas las novelas es el ser humano ordinario, humilde y con defectos. Woolf la llamaba “la señora Brown”. LeGuin pensaba que la ciencia ficción de mediados de siglo (como la de Isaac Asimov y Robert Heinlein, otros dos escritores bastante admirados por Musk y Bezos) se había olvidado de la señora Brown. Le preocupaba que esta versión de la ciencia ficción pareciera estar “atrapada para siempre dentro de nuestras grandes y relucientes naves espaciales, que surcan a toda velocidad la galaxia”, naves que describió como “capaces de contener capitanes heroicos con uniformes negros y plateados” y “capaces de hacer volar en pedazos a otras naves hostiles con sus apocalípticas y holocáusticas pistolas de rayos, y de llevar a montones de colonos de la Tierra a mundos desconocidos”, y, por último, “naves capaces de cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, excepto una: no pueden tener a la señora Brown como su pasajera”.

El futuro imaginado por el muskismo y el metaverso (los mundos reales y virtuales que construyen los tecnobillonarios) tampoco pueden tener en sus filas a la señora Brown. Al interpretar mal la historia y la ficción, ni siquiera puede imaginarla. Creo que alguien debería hacer una calcomanía. Podría decir: “SALGAN DEL METAVERSO”.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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