Opinión: La cumbre climática me tiene muy vigorizado y muy asustado

Activistas del clima protestan frente a la refinería de petróleo Grangemouth en Grangemouth, Escocia, el martes 2 de noviembre de 2021. (Andrew Testa/The New York Times)
Activistas del clima protestan frente a la refinería de petróleo Grangemouth en Grangemouth, Escocia, el martes 2 de noviembre de 2021. (Andrew Testa/The New York Times)

La semana pasada conversé con todo tipo de personas convocadas para la cumbre climática de la ONU en Glasgow y terminé con profundas emociones encontradas.

Tras haber estado en la mayoría de las cumbres climáticas desde la de Bali en 2007, puedo asegurarles que esta tuvo una sensación muy diferente. Me asombró la energía de todos los jóvenes en las calles, quienes exigían que estuviéramos a la altura del desafío del calentamiento global y algunas de las nuevas e increíbles soluciones tecnológicas y de mercado propuestas por innovadores e inversores. Esto no fue como en los viejos tiempos, donde todos esperaban los acuerdos alcanzados por el sacerdocio de los diplomáticos del clima, reunidos a puerta cerrada. Aquí la mayoría estuvo involucrada activamente en las conversaciones, y eso me anima.

Pero en mi opinión, hubo una pregunta que acechó cada promesa que surgía de esta cumbre: luego de ver lo difícil que ha sido para los gobiernos lograr que sus ciudadanos simplemente usen cubrebocas en las tiendas o se vacunen para protegerse, proteger a sus vecinos y sus abuelos de enfermarse o morir por el COVID-19, ¿cómo demonios vamos a lograr que las grandes mayorías trabajen juntas a nivel global y hagan los necesarios sacrificios en sus estilos de vida para amortiguar los efectos cada vez más destructivos del calentamiento global (de los cuales existen tratamientos, pero no vacunas)? Eso es pensamiento mágico y exige una respuesta realista.

A continuación, las notas periodísticas que produjeron esas emociones encontradas:

La calle donde sucedió

Por primera vez, sentí que los delegados adultos dentro de las salas de conferencia les tenían más miedo a los jóvenes en las calles que a sus colegas o la prensa.

Claramente, internet y las redes sociales empoderan de gran manera a los jóvenes, quienes a diario manifiestan ese poder en Glasgow para increpar a los negociadores adultos, quienes sin duda no quieren ser criticados, responsabilizados, humillados o tildados de “líderes bla, bla, bla”, o “blablíderes” que sólo están para el “bla, bla, bla”, como sugieren los carteles que están pegados por todo Glasgow. Momentos previos al inicio de un panel del que formaba parte, me advirtieron que, si manifestantes jóvenes interrumpían la sesión, simplemente los dejara hablar.

Activistas climáticos en la estación central de Glasgow en Glasgow, Escocia, el lunes 1 de noviembre de 2021. Al fondo, se ven pancartas de la cumbre COP26 de las Naciones Unidas. (Andrew Testa/The New York Times)
Activistas climáticos en la estación central de Glasgow en Glasgow, Escocia, el lunes 1 de noviembre de 2021. Al fondo, se ven pancartas de la cumbre COP26 de las Naciones Unidas. (Andrew Testa/The New York Times)

La generación Z —todos aquellos nacidos entre 1997 y 2012 y que crecieron como nativos digitales— es en la actualidad la cohorte de población más grande del mundo, con 2500 millones de personas, y su presencia en la cumbre es palpable.

Ellos saben que ya no existe el “más tarde”, que ese “más tarde” será demasiado tarde y que mantener nuestro rumbo acostumbrado podría calentar el planeta a finales de siglo a niveles en los que ningún “Homo sapiens” ha vivido jamás.

La semana pasada, Greta Thunberg, la activista climática sueca de 18 años, y cientos de jóvenes se reunieron en un parque de Glasgow para una manifestación veloz. Allí, denunciaron a los líderes mundiales con el cántico: “te puedes meter tu crisis climática por el…”.

Vi el video y no pude entender bien la última palabra. Supongo fue “nulo”.

“Estos jóvenes no quieren simplemente comprar tus productos o votar por ti. Quieren realizar acciones contigo”, alegó Molly Voss Fannon, directora ejecutiva del Museo para las Naciones Unidas - UN Live, una organización independiente cuya labor es ayudar a las personas de todo el mundo a descubrir y ejercer su propio poder. “Mi hija mayor, que solo tiene 10 años, fue quien me convenció de volverme vegetariana. Mi hija del medio se postulo hace poco para el consejo estudiantil de su escuela con la plataforma de: ‘Vota por mí porque puedo convencer a mis padres de cualquier cosa’. Criarla es como criar a Al Capone con un corazón de oro”.

Las malas noticias para la generación Z (y para el resto de nosotros)

Buenas noticias, generación Z: ganaron el debate sobre el cambio climático. Y gracias por eso. El discurso de tanto los gobiernos como las empresas ahora gira en torno a: “Lo entendemos. Estamos trabajando en ello”. ¿Las malas noticias? Todavía existe una enorme brecha entre lo que los científicos afirman se necesita en cuanto a reducir de inmediato el uso de carbón, petróleo y el gas que impulsan el calentamiento global y lo que los gobiernos y empresas —y sí, el ciudadano promedio— están dispuestos a hacer si se llega a un punto de “calentamiento o alimento”.

Como señalan los expertos en energía, nunca es buena idea quitarse el cinturón hasta que los tirantes estén bien ajustados. Los gobiernos no dejarán de utilizar combustibles fósiles sucios hasta que haya suficiente energía limpia para remplazarlos. Y eso llevará más tiempo o requerirá sacrificios mucho mayores de los que se están discutiendo en cualquier nivel en la cumbre.

Lee esto, extraído del sitio web de CNBC el 3 de noviembre, y llora: “El suministro global de energías renovables crecerá 35 gigavatios de 2021 a 2022, pero el crecimiento de la demanda mundial llegará a 100 gigavatios durante el mismo periodo […] Los países tendrán que utilizar las fuentes tradicionales de combustible para satisfacer el resto de la demanda […] Ese déficit seguirá aumentando a medida que las economías reabran y se reanuden los viajes”, lo que provocará “fuertes incrementos en los precios del gas natural, el carbón y la electricidad”.

Debemos dejar de engañarnos a nosotros mismos de que podemos tenerlo todo, de que podemos tomar medidas idiotas como cerrar plantas nucleares en Alemania que proporcionaron enormes cantidades de energía limpia, solo para mostrar cuán ecológicos somos, y luego ignorar el hecho de que, sin suficientes energías renovables disponibles, Alemania está ahora volviendo a quemar carbón sucio. Este pavoneo moral es contraproducente.

La energía es un problema de escala. Requiere de una TRANSICIÓN, y eso significa una transición de combustibles fósiles a combustibles más limpios —como el gas natural a la energía nuclear—, luego a la energía eólica y solar y, con el tiempo, a fuentes que todavía ni existen. Aquellos que proponen ignorar esa transición generan el riesgo de producir una enorme reacción negativa contra todo el movimiento ecológico este invierno, si las personas no logran calentar sus hogares o hacer funcionar sus fábricas.

Entonces, ¿estamos condenados?

No, pero este es un buen momento para comenzar a rezar. Oremos para que las tecnologías más la inteligencia artificial puedan cerrar la brecha entre lo que los “Homo sapiens” de hoy están realmente dispuestos a hacer para mitigar el cambio climático y lo que en realidad se necesita. Y oremos para que el “Homo sapiens” comience a comprender que preservar nuestro futuro requerirá casi con toda certeza de algunos sacrificios. Porque justo ahora, sin sacrificios, nuestra única esperanza es diseñar e implementar tecnologías que les permitan a las personas ordinarias hacer cosas extraordinarias a gran escala.

¿Hay algo que yo, que solo soy una persona, pueda hacer?

¡Sí! siembra un árbol —o evita que uno sea talado— a través del apoyo a las comunidades indígenas, cuyos territorios contienen el 50 por ciento de todos los bosques restantes del mundo y el 80 por ciento de los ecosistemas que funcionan de manera más saludable, según Peter Seligmann, cofundador de Nia Tero, una organización que desde hace poco “busca garantizar que los pueblos indígenas tengan el poder económico y la independencia cultural para administrar, apoyar y proteger sus medios de subsistencia y los territorios que llaman hogar”, que también albergan algunos de los mayores tesoros de biodiversidad de la Tierra.

Seligmann (quien es donante del museo de lenguaje de mi esposa) me presentó a Teófilo Kukush, jefe de la nación wampis, un pueblo indígena de unos 15.300 habitantes, que tiene varias generaciones viviendo en su propio territorio: 1.327.760 hectáreas (13.276 kilómetros cuadrados) de principalmente bosques y cuencas hidrográficas en el norte de la Amazonía peruana (cuando escribí en mi libreta “1.327.000” hectáreas para redondear, Kukush señaló la imprecisión de mi número e insistió en que anotara las últimas 760 hectáreas).

Y con razón. A través de un traductor, Kukush explicó en español y en wampis, su lengua indígena, que cada año su región boscosa aún en gran parte intacta —con la que viven una relación de armonía, pues utilizan la rotación de cultivos— absorbe 57 millones de toneladas de CO2 de la atmósfera a través de la fotosíntesis y almacena millones de toneladas de carbono al mantener esos árboles en pie.

Pero al igual que muchas otras comunidades indígenas que controlan los bosques tropicales, los wampis se enfrentan a ataques diarios de depredadores humanos: mineros, taladores, traficantes de partes de animales, traficantes de drogas y agricultores industriales. Nia Tero llevó a Glasgow a los líderes indígenas para destacar su rol crucial.

“Hemos protegido esto por el planeta y por nuestras generaciones futuras, y necesitamos garantizar que esté ahí por siempre”, dijo Kukush, quien era inconfundible con su penacho de colores brillantes hecho de plumas de tucán. “Pero no nos hemos beneficiado ni un centavo. Todos los créditos de carbono van al gobierno y no a nosotros”.

Si estamos buscando algo ordinario que pueda tener un efecto extraordinario, deberíamos proteger a estos protectores de la biodiversidad.

De lo contrario, seremos el desenlace de un mal chiste que circula en Glasgow

Dos planetas están conversando entre ellos. Uno parece una hermosa canica azul y el otro una bola marrón sucia.

“¿Qué diablos te pasó?”, le pregunta el hermoso planeta al marrón.

“Tengo ‘Homo sapiens’”, respondió el planeta marrón.

“No te preocupes”, respondió el planeta azul. “No duran mucho”.

© 2021 The New York Times Company