Anuncios

Opinión: La crisis de identidad estadounidense

Un soldado estadounidense en helicóptero Chinook CH-47 sobrevuela Kabul, la capital de Afganistán, el 2 de mayo de 2021. (Jim Huylebroek/The New York Times)
Un soldado estadounidense en helicóptero Chinook CH-47 sobrevuela Kabul, la capital de Afganistán, el 2 de mayo de 2021. (Jim Huylebroek/The New York Times)

Durante la mayor parte del siglo pasado, la dignidad humana tuvo un aliado: Estados Unidos de América. Somos una nación con grandes defectos y propensa a cometer errores, como cualquier otra, pero Estados Unidos ayudó a derrotar el fascismo y el comunismo y ayudó a sentar las bases de la paz europea, la prosperidad asiática y la propagación de la democracia.

Luego vinieron Irak y Afganistán, y Estados Unidos perdió la fe en sí mismo y en su cometido mundial, como un lanzador que recibe una paliza y ya no confía en lo que es capaz de hacer. En la izquierda, muchos rechazan ahora la idea de que Estados Unidos pueda ser, o sea, un defensor mundial de la democracia y consideran que frases como “la nación indispensable” o la “última esperanza de la Tierra” son ridículas. En la derecha, el caucus que construye el muro ha renunciado a la idea de que el resto del mundo valga la pena.

Muchos en el mundo se han resistido siempre al papel autoproclamado de Estados Unidos como defensor de la democracia. Pero también se han horrorizado, con razón, cuando Estados Unidos se queda de brazos cruzados y permite que el genocidio se apodere de lugares como Ruanda o que regímenes peligrosos amenacen el orden mundial.

Los afganos son los últimos testigos de esta realidad. Los errores de Estados Unidos en Afganistán se han documentado de manera fehaciente. Hemos gastado billones de dólares y hemos perdido a miles de personas. Pero la estrategia de dos décadas de enfrentar a los terroristas, en Afganistán y en otros lugares, ha hecho que el terrorismo global ya no se considere una preocupación importante en la vida cotidiana estadounidense. En los últimos años, una pequeña fuerza de soldados estadounidenses ha ayudado a impedir que algunas de las peores personas de la Tierra se apoderen de una nación de más de 38 millones de habitantes, con relativamente pocas bajas estadounidenses. En 1999, las niñas afganas no asistían a la escuela secundaria. En cuatro años, el seis por ciento se había inscrito y en 2017 la cifra había aumentado a casi el 40 por ciento.

Sin embargo, Estados Unidos, desilusionado consigo mismo, se está retirando. Y es muy posible que esta retirada produzca un retroceso estratégico y un desastre humanitario. Los talibanes se están apoderando del territorio con rapidez. Tal vez no pase mucho tiempo antes de que las niñas afganas reciban un disparo en la cabeza por intentar ir a la escuela. Las agencias de inteligencia ven el armamento de los grupos paramilitares étnicos y les preocupa una guerra civil aún más violenta. También les preocupa que haya una avalancha de refugiados y que los grupos terroristas vuelvan a operar con libertad.

La historia no se detuvo porque Estados Unidos perdió la confianza en sí mismo. Como el presidente Joe Biden señala con justa razón, el mundo se encuentra inmerso en una vasta contienda entre la democracia y los diferentes tipos de autocracia. No es solo una lucha entre sistemas políticos; es una contienda económica, cultural, intelectual y política a la vez, una lucha entre las fuerzas de la modernidad progresista y la reacción.

En las últimas décadas, Estados Unidos y sus aliados han traicionado nuestros valores y cedido ante tiranos en innumerables ocasiones. No obstante, en sus adentros, las potencias liberales irradian un conjunto de ideales vitales: no solo la democracia y el capitalismo, sino también el feminismo, el multiculturalismo, los derechos humanos, el igualitarismo, los derechos LGBTQ y el sueño de la justicia racial. Todas estas cosas están entrelazadas en un paquete progresista donde prevalece la dignidad individual.

Si algo nos ha enseñado el siglo XXI, es que a mucha gente, tanto en el extranjero como en nuestro país, no le gusta ese paquete y siente que su existencia se ve amenazada por él. Los dirigentes de China no son solo autócratas, sino que creen que dirigen un Estado de civilización y están dispuestos a masacrar a las minorías étnicas. Vladímir Putin no es solo un rufián, es un reaccionario cultural. Los talibanes defienden una versión fantástica de la Edad Media.

Esta gente no lidera movimientos de liberación del siglo XX contra el colonialismo y la “hegemonía estadounidense”. Están liderando un Kulturkampf del siglo XXI contra los derechos de las mujeres, los derechos de los homosexuales, los derechos de las minorías, la dignidad individual: todo el paquete progresista.

Sabemos que se trata de una guerra cultural y no de una rivalidad tradicional entre grandes potencias porque la amenaza para cada nación es más interna que externa. La mayor amenaza para Estados Unidos es que los autócratas nacionales, inspirados por un movimiento autoritario global, vuelvan a hacerse con el gobierno estadounidense. La mayor amenaza para China es que los liberales nacionales, inspirados por los ideales liberales globales, amenacen el régimen.

Así, cada civilización intenta atraer a los creyentes a su propia visión. Importa sobremanera cómo nos presentamos en el mundo.

Nunca volveremos a la doctrina Bush. Pero es probable que no nos vaya bien en la batalla por los corazones y las mentes si nos vemos abandonando a nuestros aliados en lugares como Afganistán. Quizá no nos vaya bien si nuestro propio comportamiento empieza a parecerse a la realpolitik de los autócratas. Y quizá tampoco nos vaya bien si no podemos mirarnos al espejo sin sentir una punzada de vergüenza.

Creo que lo que más me desconcierta es el comportamiento de la izquierda estadounidense. Entiendo por qué Donald Trump y otros autócratas estadounidenses se muestran ambivalentes en cuanto al cometido de Estados Unidos en el mundo. Siempre sospecharon del paquete progresista que Estados Unidos ha ayudado a promover.

Pero cada día veo a los progresistas defendiendo los derechos de las mujeres, los derechos LGBTQ y la justicia racial en casa y, sin embargo, defendiendo una política exterior que cede el poder a los talibanes, a Hamás y a otras fuerzas reaccionarias en el extranjero.

Si vamos a luchar contra el autoritarismo de Trump en casa, tenemos que luchar contra las variantes más venenosas del autoritarismo que prosperan en todo el mundo. Eso significa seguir en el campo de batalla.

© 2021 The New York Times Company