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Opinión: Colombia está en crisis. Biden debe presionar por el diálogo

Bogotá, Colombia, 4 de mayo. (Federico Rios para The New York Times)
Bogotá, Colombia, 4 de mayo. (Federico Rios para The New York Times)

LA REPRESIÓN BRUTAL DE LAS PROTESTAS PODRÍA REPRESENTAR UN GOLPE MORTAL PARA LA DEMOCRACIA DEL PAÍS Y PRESAGIAR UN REGRESO A LA GUERRA.

Las noticias provenientes de Colombia son desalentadoras. Dos semanas después del inicio de protestas generalizadas, al menos 42 personas, incluyendo un agente de la policía, han perdido la vida, y el número de víctimas sigue en aumento. Más de 1100 policías y manifestantes han resultado heridos y se cree que al menos 400 personas están desaparecidas, según un grupo local de derechos humanos.

Las protestas empezaron el 28 de abril debido a una reforma tributaria impopular. Liderados por sindicalistas, estudiantes, pequeños agricultores y defensores de derechos de la mujer, comunidades afrocolombianas e indígenas y personas LGBT, los manifestantes ahora están expresando muchos otros reclamos relacionados con la profunda desigualdad económica, el fracaso del gobierno para establecer un acuerdo de paz en 2016 con el grupo guerrillero más grande del país y la violencia contra los líderes sociales. También están denunciando la respuesta de las fuerzas de seguridad en las calles, que ha sido brutal, desproporcionada e indiscriminada.

Colombia no puede darse el lujo de permitir que los enfrentamientos en sus calles se sigan intensificando y Washington necesita ayudarla a encontrar maneras de salir de la crisis. Las demandas tienen que encauzarse en un diálogo real entre los sectores agraviados y el gobierno. Se le debe dar prioridad al diálogo antes de que haya más muertes, antes de que se extinga la posibilidad de resolver las diferencias por la vía pacífica.

Esta es la tercera ola de manifestaciones masivas en el país desde noviembre de 2019. Podría continuar hasta las elecciones presidenciales de mayo de 2022, lo cual haría al país ingobernable. O el presidente Iván Duque podría adoptar el enfoque que tomó el régimen de Nicolás Maduro en la vecina Venezuela y sofocar las protestas con violencia, lo cual daría un golpe posiblemente mortal contra la democracia.

Tras las manifestaciones de noviembre de 2019 en contra de las medidas económicas propuestas, la desigualdad, la corrupción y la violencia policial, Duque accedió a sostener conversaciones formales e insustanciales en el palacio presidencial con el grupo, conformado en su mayoría por líderes sindicales, que organizó las protestas. Los miembros de ese grupo eran hombres blancos y mayores, a diferencia de las personas que estaban en las calles (ahora se está volviendo a señalar que el Comité Nacional del Paro, que está en conversaciones con el presidente, tampoco es representativo de la población en general). Los diálogos de 2019 no lograron avances reales: no hubo ninguna mediación, asesoramiento ni delegación para los grupos de trabajo. Para inicios de 2020, justo cuando el movimiento de protesta estaba recobrando fuerza, la pandemia echó la agenda por tierra.

La mayor parte del liderazgo político y la élite empresarial de Colombia reconoce que el diálogo es la única manera viable de proceder. Pero una gran parte del partido Centro Democrático del presidente Duque, que es conservador con una vena autoritaria-populista, no está de acuerdo.

Duque y su partido no son populares. El índice de aprobación del mandatario es de menos del 35 por ciento. El miembro más influyente del Centro Democrático, el expresidente Álvaro Uribe, tiene un índice de aprobación del 38 por ciento, muy por debajo de los índices sólidos de los que gozó como presidente de 2002 a 2010. El partido enfrenta un camino difícil para mantener el poder cuando Duque termine su presidencia de un periodo en agosto de 2022.

Al igual que otros partidos populistas del mundo, el Centro Democrático de Uribe y Duque ejerce su poder mediante una estrategia que consiste en avivar agresivamente a su base: terratenientes de zonas rurales, un segmento del sector empresarial, conservadores religiosos y colombianos de clase media que exigen que se aplique mano dura contra la delincuencia y los disturbios. Esa estrategia se nutre de la agitación actual, sobre todo del vandalismo o los saqueos que ocurren en los márgenes de marchas que han sido mayormente pacíficas.

Estos episodios de vandalismo les dan más oportunidades a Uribe y a sus colegas para promover la narrativa de “nosotros contra ellos”, y así separar a quienes ellos llaman “gente de bien” de la turba izquierdista. Es un discurso que aprovecharán en la antesala de las elecciones y que no habían logrado arraigar después del histórico acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, conocidas como las FARC, que hoy en día son un partido político.

No obstante, el Centro Democrático parece estar en pie de guerra y Uribe ha estado atribuyendo la culpa de la violencia en las protestas a los “vándalos de las ciudades, políticos de extrema izquierda que estimulan la violencia y hablan de política”. Le preocupa que “este país ha dejado debilitar sus Fuerzas Armadas” y agrega que “hay un estímulo internacional, especialmente de Venezuela, para instalar un régimen aquí similar al venezolano en las elecciones del año entrante”.

Este es el lenguaje del “castrochavismo”, un término que describe el socialismo en Venezuela y Cuba como un enemigo común. Esta perspectiva sostiene que la izquierda ha renunciado al conflicto armado de las guerrillas para asumir una estrategia más dañina —Uribe la llama una “revolución molecular disipada”— que usa incluso la disidencia pacífica como una forma de “guerra híbrida” para socavar el sistema político.

La narrativa de una lucha contra los castrochavistas es atractiva para los ultraconsevadores que se oponen al diálogo y quieren sofocar las protestas. También resuena con las fuerzas de seguridad.

Aquí también entra en juego el racismo. El epicentro de las manifestaciones ha migrado a Cali, la tercera ciudad más grande de Colombia, a donde viajaron desde el campo miles de personas desarmadas de comunidades indígenas para unirse a las protestas. La vicepresidenta del país, Marta Lucía Ramírez, sugirió que los grupos indígenas están siendo financiados por vías ilegales. Ómar Yepes, presidente del Partido Conservador, alineado con el Centro Democrático, despotricó contra estos manifestantes en Twitter, alegando que las organizaciones indígenas “salen de su hábitat natural a perturbar la vida ciudadana”.

Los discursos que promueve el Centro Democrático son peligrosos, pero reconfortan a algunos ciudadanos cuyas dificultades se han agravado durante la pandemia. Se estima que cuatro de cada diez colombianos viven por debajo del umbral de la pobreza, y millones más están en riesgo de sufrir el mismo destino. En las últimas semanas, han muerto más de 400 personas al día por COVID-19, mientras que solo el ocho por ciento de la población ha recibido una dosis de la vacuna.

Lo que Estados Unidos dice y hace —así como lo que calla y deja de hacer— siempre ha tenido mucho peso en Colombia. El gobierno de Joe Biden debe distanciar a su país de líderes como estos tanto con sus palabras como con sus acciones.

El gobierno de Biden también debe distanciar a su país de ciertos elementos de las fuerzas de seguridad de Colombia, sobre todo de su policía antidisturbios, el Escuadrón Móvil Antidisturbios, conocido como Esmad, cuyas tácticas brutales están siendo condenadas por los grupos de derechos humanos. Mientras siga en aumento el número de víctimas, el gobierno estadounidense debe suspender el financiamiento y las ventas que destina a estas fuerzas de seguridad hasta que Colombia restablezca los estándares del orden público que reconoce la comunidad internacional.

Biden debe comprender que no estar de acuerdo con los políticos radicales del Centro Democrático no significa que deba quedarse callado respecto del vandalismo y la violencia que se perpetra en los márgenes de las protestas. Por el contrario, implica tomar partido a favor de los colombianos que entienden que solo un proceso político, que incluya los mecanismos de participación y diálogo establecidos por el acuerdo de paz de 2016, ayudará al país a superar los descomunales retos que le ha dejado la pandemia. Por último, significa que debe proporcionarle a Colombia el medio más eficaz e inmediato para recobrar la esperanza y reactivar su economía: las vacunas.

Al ayudar a Colombia a optar por el diálogo, el gobierno de Biden estaría desarrollando una guía para interactuar con sus homólogos de toda Latinoamérica, donde varios países afectados por el virus se están enfrentando al populismo autoritario en medio de divisiones sociales profundas.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company