Opinión: Después de una cena en el patio, llegó el caos del coronavirus

CUANDO LA PRIMA DE MI ESPOSO DIO POSITIVO, CONVERGIERON TODOS LOS MESES DE ENCABEZADOS ACERCA DE LA PANDEMIA

Comenzó con un mensaje de texto. O quizá fue la llamada telefónica. O quizá es más preciso decir que en realidad comenzó la semana anterior, cuando mi esposo mencionó que su prima S., que vive lejos, vendría a la ciudad y quería venir a cenar en nuestro patio en Hudson, Nueva York, y yo hice una pausa.

“No olvides que mis padres vendrán la próxima semana”, comenté.

Pero para cuando llegó el día de la visita de S., el deseo de normalidad superó las preocupaciones por la seguridad, y ella llegó usando cubrebocas. Pasó el siguiente par de horas en nuestro patio disfrutando la comida tailandesa que trajo de un restaurante y hablando sin cubrebocas. Después se lo puso de nuevo antes de irse.

Eso fue un miércoles. Mis padres llegaron a la ciudad el domingo. Recibimos el mensaje de texto el siguiente martes acerca de que S., que pidió que solo se escribiera su primera inicial, había dado positivo por el coronavirus. Sin que lo supiéramos, se había hecho una prueba dos días antes de comer en nuestro patio y, ahora, más de una semana después, había obtenido los resultados.

En ese momento, todos los meses de encabezados sobre la pandemia convergieron en un solo punto de fuga. Ese era un momento que requería orientación clara y sólida.

Sin embargo, los dos pilares de la respuesta a la COVID-19, las pruebas y el rastreo de contactos, son un desastre bien documentado en Estados Unidos. Hacerlo dependía de nosotros, las diecisiete personas con las que S. había estado en contacto, y las muchas más que habían estado en contacto con nosotros y después con otras personas. En total eran casi 70 personas.

Vale la pena explorar nuestra época como rastreadores ciudadanos de contactos para darse una idea de lo que ocurre en todo el país, y lo que seguirá pasando, y por qué es probable que empeore cuando las escuelas, las iglesias, así como los bares y restaurantes abran y cierren mientras el virus sigue propagándose. Mi familia es blanca y privilegiada; tenemos acceso a médicos, permisos laborales de ausencia por enfermedad y celulares. No puedo imaginar cuánto empeoraría nuestra situación sin esos recursos.

Cuando me enteré de que S. había dado positivo el martes por la tarde, empecé a pensar en todo de inmediato. ¿Pudimos haber contagiado a los demás? Aunque mi esposo, mis hijos y yo probablemente tuvimos COVID-19 durante los primeros días de la pandemia y quizá tengamos inmunidad, la ciencia está lejos de haber llegado a un consenso acerca de cómo funciona la inmunidad o si quienes ya se han enfermado pueden contagiar a otros. Además, habíamos visto a muchas personas después de la visita de S.

Tenemos dos niñeras, Alicia y Tami, que vienen a nuestra casa en momentos distintos del día para cuidar a nuestros hijos pequeños, y ambas viven con personas que tienen sistemas inmunitarios comprometidos. No solo eso, sino que el jueves, un día después de ver a S., un amigo de Brooklyn había venido a almorzar en nuestro patio. Esa noche, habíamos ido al autocinema con dos amigos más: Antonia y Bradley. El viernes, esa misma pareja le pidió a Alice que cuidara a su hijo de 2 años.

Y después, desde luego, vinieron mis padres, ambos de setenta y tantos años. Mi padre tiene diabetes. Ambos han sido muy cuidadosos y, en mi idea errónea de que cenar con la prima de mi esposo al aire libre sin cubrebocas no era un problema, había puesto en peligro su salud.

Pero no solo la suya. La madre de mi niñera, Alice, que también tiene diabetes, trabaja como asistente de una amiga cercana que tiene ochenta y tantos años. Esa amiga vive con una pareja de sesenta y tantos años. Ahora todos están confinados, al igual que otras personas con quienes han estado en contacto cercano. Alicia y su madre de inmediato se hicieron pruebas, al igual que la familia de Antonia, pero los resultados tardarían de cinco a siete días. No obstante, puesto que los síntomas generalmente aparecen en los cuatro o cinco días posteriores a la exposición, optamos por no hacernos la prueba debido al tiempo que toma obtener los resultados.

Al mismo tiempo, mi amiga Antonia hizo lo correcto y avisó a la guardería de su hijo sobre su posible exposición, y de inmediato le prohibieron que regresara a la guardería durante catorce días o hasta obtener un resultado negativo. “Lo siento mucho. El 2020 es el peor año”, le escribí por mensaje de texto con poca convicción.

El día siguiente trajo más confusión. Primero, S. se hizo una segunda prueba, esta vez una que proporciona un resultado rápido, y salió negativa. Tal vez con optimismo, envió un mensaje al grupo el miércoles y dijo que, con base en las pruebas negativas de su familia y la opinión de su médico, era muy posible que la primera prueba fuera un falso positivo.

Después, nuestra hija de 8 meses tuvo fiebre y algo de diarrea. Esos son los síntomas de la mayoría de las enfermedades de la infancia. También son síntomas de COVID-19. Parecía imposible imaginar que ella tuviera la enfermedad, pues se había enfermado con el resto de nuestra familia en marzo, solo que en ese momento no pudimos hacernos la prueba, y a ella no le habíamos hecho una prueba de anticuerpos como la que nos hicimos mi marido y yo más tarde, aunque supusimos que estuvo enferma porque nosotros lo estuvimos.

Así que volvimos a las conversaciones circulares sobre las probabilidades de infección. Mis padres la habían abrazado y besado durante los últimos cuatro días, al igual que nuestras niñeras y, por ende, todos los que estuvieron en contacto con ellas. Mi ráfaga de mensajes de texto comenzó de nuevo.

Durante el caos de Estados Unidos en 2020, nos queda buscar la sabiduría donde podamos. Y debido a los mensajes contradictorios —el presidente que dice una cosa y la mayoría de los expertos en salud pública que dicen algo muy diferente— hemos tenido que seguir nuestros propios lineamientos.

Alicia se hizo la prueba y se quedó en casa. Tami, mi otra niñera, no sintió la necesidad de hacerse la prueba; el riesgo de exposición le pareció pequeño. Mi padre médico pensó que, si se había expuesto, pues, nada podría cambiar eso. Nuestro pediatra suspiró con empatía mientras yo le contaba la historia incoherente y me aconsejó que me enfocara en el tratamiento de mi hija. Sin pruebas rápidas ni precisas, dijo, se veía obligada a dar consejos a ciegas, y estaba atada de manos.

Hoy es jueves. Más mensajes de texto, más preguntas. ¿Acaso mis padres deberían irse inmediatamente o la suerte ya está echada? Les pagaremos a ambas niñeras el resto de la semana, ¿pero por cuánto tiempo después de eso?

Mientras escribo esto, mi madre está llevando a nuestro hijo a dar un paseo por la cuadra. No entrará en contacto con nadie, pero ¿deberíamos estar en estricta cuarentena ahora, sin actividades externas en absoluto? ¿Hasta dónde es paranoia y hasta dónde es un comportamiento razonable? Sé que al revelar lo que hicimos y no hicimos, me estoy abriendo a las críticas por no tomar la ruta más segura en todo momento. Y esa crítica probablemente esté justificada. Sin duda, casi todo eso me está dando vueltas en la cabeza en este momento.

Al mismo tiempo, hay un vacío que debió haberse llenado hace meses. Deberíamos tener rastreadores de contactos, no solo la preocupada prima de mi marido y su teléfono. Deberíamos tener protocolos claros. Deberíamos tener resultados más rápidos de las pruebas. Deberíamos tener... algo.

Podríamos vivir en la fantasía del presidente Donald Trump de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Si S. no se hubiera hecho la prueba, nadie se preocuparía. Pero, como tenemos ese hecho —su prueba inicial resultó positiva— me queda tratar de comprender el significado de otro hecho, que una semana después de que vimos a S., mi bebé tiene fiebre y está enferma del estómago.

Los próximos días estarán llenos de incertidumbre mientras esperamos a que el virus aparezca —o no— en los miembros más vulnerables de mi familia y mis amigos. Hasta que mis padres y las 70 o más personas con las que ahora estamos en contacto mediante mensajes de texto se hayan mantenido sanos durante catorce días, no estará claro si esto fue una falsa alarma o el comienzo de otra historia peor.

A medida que circulen mensajes de texto y llamadas telefónicas una y otra vez con la noticia de más pruebas positivas de coronavirus en todo Estados Unidos, otros enfrentarán situaciones similares de ira, dolor y duda, y algún porcentaje de esas personas terminará en un hospital. Esta primavera, mientras Nueva York encaraba la pandemia, estábamos solos y asustados en nuestro apartamento. Es difícil creer que, unos cinco meses más tarde, todos estamos más o menos en el mismo punto.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company