Opinión: El alzhéimer puede ser un mundo de interminables segundas oportunidades
Todas las semanas visito a mi padre, quien tiene alzhéimer y vive solo. Cuando se lo cuento a la gente, me dicen: “¿Es seguro?”.
“Probablemente no”, respondo. Y luego pienso: ¿acaso la vida es segura?
“No quiere irse de su casa”, les explico. “Intentamos ayudarlo a permanecer allí el mayor tiempo posible”. Dirán: “Lo siento”. Yo diré: “Gracias”. Pero esta es la verdad: estoy disfrutando del alzhéimer de papá.
No siempre fue así. Cuando empezó a tener síntomas, antes de que muriera mi madre, fue duro, por supuesto. Se enfadaba —mucho— con su computadora, con los teleoperadores, consigo mismo, conmigo porque los dos cuidábamos de mamá, y había días en que ambos estaban resentidos por mi ayuda.
No estoy quitándole importancia a una enfermedad terrible, y soy consciente de que en cualquier momento los síntomas de mi padre podrían dar un giro. Pero esto es lo que me gusta del alzhéimer en este momento:
A) Ha olvidado que antes estaba enfadado conmigo y ahora le caigo muy bien porque puedo encontrar cosas como llaves, extractos bancarios, gafas y la sierra de arco que dejó en el bosque.
B) Aunque recuerda que escribí libros, no recuerda que no le interesaban mucho. Cada vez que se lo recuerdo, también se sorprende con alegría de que di clases en la universidad y que imparto un taller de escritura en la biblioteca.
Todo esto me hace sentir muy bien.
C) Repite historias, pero por otro lado, yo puedo contar historias una y otra vez, y él las aprecia cada vez como si fueran nuevas. Para alguien como yo, a quien le encanta contar historias, ¡esto es el paraíso! También es una manera estupenda de trabajar el ritmo y el tempo cómico.
D) Dice cosas graciosas.
“Creo que tengo unos 60 años”, le oí decir por teléfono (tiene 87). “No, no puede ser, porque tengo una hija de 70 que está aquí ahora” (yo tengo 56).
“Una mujer me envió un pastel sin ningún motivo posible que se me ocurriera”, dijo cuando su hermana le envió una caja de bombones por Navidad. “¡Fue muy bonito!”.
También aparecen cosas sorprendentes en su lista de la compra. Entre ellas: hilo dental, púrpura, Netanyahu, sierra de cadena.
E) Como vive en un mundo que no se rige por el tiempo, entrar en casa es como trasladarse a un reino sagrado donde puede ocurrir cualquier cosa y lo único que importa es la persona que tienes delante. Me encanta este lugar. Nada tiene que ser fácticamente cierto. El pasado puede borrarse o reinventarse en cualquier momento. Hay una hermosa fluidez cuando dejas de preocuparte por lo que recuerda o de discutir sobre lo que es real. Cuando alguien viaja a otra tierra, ¿por qué no lo acompañamos?
También me encanta la libertad de hablar con alguien sabiendo que olvidará la mayor parte de lo que le digas. Hay infinitas segundas oportunidades.
En este mundo digo cosas que antes no habría sabido compartir. Cada vez, papá responde completamente desde el corazón.
Esto es probablemente lo que más me gusta del alzhéimer, o al menos la forma en que ha afectado a mi padre. Cuando el cerebro no trabaja tanto, no bloquea la conexión con el corazón. No puedo superar el regalo que esto significa. Cuando papá empezó a olvidar cosas, pensé que lo había perdido. No me imaginaba que tendría más de él que antes.
Hace poco le llevé un tocadiscos y un álbum antiguo de huapangos veracruzanos. Vivió en México a principios de los años sesenta mientras hacía el servicio militar como objetor de conciencia, y fue una de las épocas más felices de su vida. Conoció a mi madre, persiguió máquinas de vapor y se enamoró de aquel país, sobre todo de su música.
Puse el disco. Una explosión de arpa salvaje llenó la casa. Sonaba como la alegría cantándose a sí misma.
Papá estaba callado. Las lágrimas le corrían por la cara.
“No puedes saber lo que esto significa para mí”, dijo.
En realidad, sí lo sabía, o al menos tenía una idea. Sabía que este álbum, una copia de uno que él y mi madre tocaban a menudo, lo inundaría de recuerdos felices.
Pero a medida que avanzaba la noche, y volvíamos a escuchar el disco, decía esto una y otra vez. No puedes saber lo que esto significa para mí. No puedes saber lo que esto significa para mí.
A la sexta vez pensé: quizá no sé lo que esto significa para él. Quizá ni siquiera sé lo que significa para mí poder ofrecerle este regalo: un tocadiscos, a mi padre, quien perdió a la mujer que fue su esposa durante 59 años y ha estado viviendo en la casa que compraron en 1973, durmiendo en la cama que compartían, sin quejarse nunca de estar solo.
Más tarde pensé: “¿Alguna vez sabemos lo que significan realmente para los demás las cosas que hacemos? ¿Le dije alguna vez a mi madre lo mucho que me gustaban los discos que traía a casa? ¿Le dije a mi padre lo feliz que me hacía que le gustara ese regalo?”. No. Fui tímida. Y a veces me pregunto, ¿qué me está ocultando mi memoria? Si no recordara las heridas y los rencores del pasado, ¿cuán ligera e indulgente sería? ¿Todos seríamos más amables con los demás si recordáramos menos? ¿Querríamos a la gente a la que de otro modo no querríamos? ¿Querríamos aún más a la gente a la que sí queremos?
“Gracias”, dijo papá cuando me iba. “Me has ayudado mucho este fin de semana”.
No puedes saber lo que significa para mí pasar este tiempo contigo, pensé pero no lo dije. Aún no tengo alzhéimer, y mi cerebro sigue impidiendo que mi corazón hable del todo.
Pero quizá lo haga la próxima vez que vaya a la casa. Y es posible que mi papá lo olvide.
Y lograré decirlo una y otra vez hasta que las palabras se conviertan en una canción que ambos nos sepamos de memoria.
Rebecca Barry es autora de Later, at the bar y Recipes for a Beautiful Life: A Memoir in Stories. Escribe el boletín
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