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Opinión: Mi año hablando de porno

¿CÓMO HABÍA ACABADO EN LA SALA DE UN OCTOGENARIO HABLANDO DEL “KAMASUTRA”? PERMÍTEME EXPLICARTE.

“¿Y alguna vez surgió el tema de la masturbación femenina, en esas conversaciones con tus amigos?”.

Estaba hablando con un hombre de 82 años, amigo de un amigo, al que le había enviado un correo electrónico para preguntarle si querría reunirse conmigo para hablar sobre porno. Al hablar, me fijé en la facilidad con que las palabras salían de mi boca. Ni siquiera me sonrojé. “¡Vaya!”, pensé, “sí cambiaste!”.

¿Cómo había acabado en la sala de un octogenario hablando sobre el clítoris y el Kamasutra? Permíteme retroceder un poco más.

Una noche de 2020, recibí un mensaje de texto de un hombre que, al menos desde mi punto de vista, no debía intentar iniciar un contacto sexual conmigo. El mensaje decía: “Estoy viendo porno”.

Y ya. Eso fue lo único que dijo, pero aquellas tres palabras bastaron para hacerme caer en picada. Lo que me desconcertó no fue el mensaje en sí, sino que yo no tenía ni idea de cómo interpretarlo.

¿Era una especie de coqueteo? ¿O pretendía incomodarme? ¿O estaba dando señas de su adhesión a un código moral de sinceridad radical? ¿Vivíamos ahora en un mundo en el que esto era como decir: “Estoy viendo fútbol”? No sabía la respuesta.

Cuanto más pensaba en ello —y pensaba mucho—, más me daba cuenta de que no supe cómo interpretar esas palabras porque no sabía qué pensaba sobre el porno, ni sobre cómo lo percibían otras personas. Al crecer en el Reino Unido, me llegaron mensajes muy diferentes al respecto: el porno satisfacía una necesidad humana fundamental; el porno ensalzaba y daba glamur a la violencia sexual contra las mujeres; el porno fomentaba la experimentación y la creatividad sexuales; el porno era de mal gusto; el porno era racista, capacitista y misógino. Nunca había conseguido armonizar esos puntos de vista. Sabía que, aparentemente, había buen porno y mal porno, pero en realidad no estaba muy segura de dónde estaba la diferencia entre ambos, y nunca había mantenido una conversación adecuada y franca sobre ello. Con nadie.

Eso no quiere decir que no lo haya intentado; saqué a relucir el tema en relaciones anteriores con hombres, para intentar salvar el abismo que creía sentir, pero a menudo acabábamos discutiendo o con un silencio sombrío.

Lo cierto es que, por mucho que me atreviera a dar el salto hacia esas conversaciones, enseguida me invadía la sensación de que no sería capaz de soportar que mi pareja consumiera porno, y entonces quería evitar por completo ese tema. (Que el telón cayera tan pronto en esas conversaciones tenía la conveniente consecuencia de que nunca tuviese que contar nada sobre mis propios hábitos).

A medida que me hice mayor, más pasó el porno a ser algo de lo que, sencillamente, no me resultaba cómodo hablar.

Intuía que no era la única persona en esa situación. Sabía que había gente que estaría encantada de hablar en público y en cualquier foro sobre el porno y la masturbación, pero, a juzgar por los destellos de incomodidad que descubrí en los ojos de quienes estaban a mi alrededor cuando surgía el tema, aunque fuese de pasada, en conversaciones literarias con colegas, o de copas con los amigos, la mayoría de las personas con las que me encontraba no entraban en esa categoría.

En vez de dejar que esa percatación resbalara por mi mente consciente, como haría una persona normal, yo me obsesioné. El silencio en torno al tema no me parecía neutral, o elegido, sino algo opresivo, que se me imponía. Quería entender el papel que tiene el porno en la vida de las personas, y para ello necesitaba hablar del tema con ellas; no con la gente de la industria, académicos u otros expertos, sino con legos y analfabetos en el tema como yo. Tendría que preguntarles si lo consumían y cómo lo hacían, y qué pensaban al respecto.

Ahora es difícil saber, con exactitud, cuál fue la mezcla de factores que acabaron sacándome de mi silencio. Seguramente ayudó que fuese el principio de la pandemia, y que pensara que, si todos nos íbamos al diablo, podríamos al menos reinventar nuestra forma de interactuar entre nosotros. A lo largo de más de un año, hablé con 19 personas sobre porno: con algunas, a través de Zoom durante el confinamiento; con otras, en parques y casas cuando se levantaron las restricciones. El grupo era pequeño —compuesto solo por personas que habían respondido a un correo electrónico que envié a muchos amigos y conocidos en busca de participantes—, y no estaba deliberadamente calculado para que fuese muy exhaustivo, pero resultó que mis interlocutores eran de diversas edades, sexualidades, géneros y etnias, con sentimientos hacia el porno que iban desde el cauto optimismo hasta la desesperación.

Mentiría si dijera que no fue incómodo, sobre todo al principio. Al ir a mis primeras charlas sobre porno, me sentía muy nerviosa. Una vez allí, me costaba sacar las palabras, y notaba cómo me sonrojaba. Y hubo momentos bastante agónicos, en los que me topaba con un silencio que no tenía ni idea de cómo llenar, o me rozaba con el abismo que había experimentado con mis parejas.

Sin embargo, con la agonía llegó una especie de euforia: las conversaciones parecían francas y diferentes, un poco como volver a ser adolescentes y hablar por primera vez de cosas que te importaban de verdad, pero de las que no sabías cómo hablar.

Y, una vez que se tomaba impulso, empezaban a revelarse los fascinantes detalles de la vida de las personas: estaba la que acababa de ser madre que veía porno y rezaba para que no sonara el monitor del bebé, un hábito que ocultaba a su marido; el hombre que no vio porno hasta que tuvo 37 años, cuando se bautizó con una maratón de 24 horas; el hombre que contaba anécdotas de personas que veían porno en los ordenadores de la biblioteca pública en la que trabajaba; la mujer que visitaba con frecuencia un club de estriptís virtual con sus compañeras de piso; el hombre que antes se identificaba como exadicto al porno, pero que ahora cuestionaba la utilidad del término.

Hablamos sobre qué significaba para nosotros “buen porno” y “mal porno”. Para la mayoría de mis interlocutores, era fácil definir qué significaba “buen porno” desde el punto de vista de la excitación —“El buen porno no dura más de 20 minutos”, “necesito que haya trama”, “está muy bien cuando se ve la parte de atrás de los testículos del hombre”—, pero muchos apuntaban a lo “bueno” también en algún sentido más general. Por ejemplo, un porno que no se limitara a repetir los mismos temas recurrentes, que incluyera cuerpos diversos y les concediera capacidad de acción. Un porno que mostrara una excitación genuina, y no fingida, o que al menos lo pareciera. Un porno que fuese ético, donde el espectador pueda tener la seguridad de que se había subido a la red con el consentimiento de los actores, y que habían trabajado en unas buenas condiciones.

Y hablamos de las formas en que sentíamos que el porno entraba en nuestras relaciones. A veces era de forma positiva, y nos ayudaba a identificar lo que queremos; pero otras veces nos hacía sentir que teníamos que seguir los mismos guiones manidos y habitar los mismos papeles de siempre.

Imaginaba que, tras hablar tanto de ello, sabría exactamente lo que pensaba, pero cuando acabé, me quedé con más incertidumbre. Más incertidumbre, pero menos tormento. Como quizá era de esperar, mis niveles de vergüenza se redujeron drásticamente, como se evidenció cuando grabé mi decimonovena y última charla, con el hombre de 82 años, sin apenas ruborizarme. Pero también me sentía nuevamente segura en que podría mantener una conversación sobre el porno en una futura relación que no acabara con un estallido o con silencio, y no fui la única.

Durante las conversaciones, los participantes señalaron a menudo lo liberador o lo divertido que era hablar de estas cosas, y lo era. Varios se pusieron en contacto conmigo después para contarme que la experiencia de superar la fase de nuestra común incomodidad les había permitido sacar a colación el tema con sus parejas. Mantener esas conversaciones fue como quitarse un peso de encima, dijeron. Abrió algo en sus relaciones. Les costaba decir exactamente qué, pero les hacía sentirse mejor. Hablaban más de sexo. Se sentían más cercanos.

De lo que me di cuenta con mucha claridad es de que no hablar de algo puede, con el tiempo, fomentar una postura defensiva, donde tiende a florecer la vergüenza. Aunque tengamos poco de qué avergonzarnos. Confesarse puede aliviar esa vergüenza. No se trata tanto del contenido de la confesión —las personas que experimentaron esto no siempre eran las que ocultaban alguna cosa especialmente jugosa, por lo que a mí respecta— como de saber, sin más, que hay un tema del que ya se puede hablar, de que hay una incomodidad menos.

Deberíamos, la mayoría, hablar más sobre porno de lo que hablamos. Por muy intensamente privado que pueda parecer, para bien o para mal, el porno no es algo con lo que interactuamos solo como individuos. Entra en nuestras relaciones; nos moldea. Podemos afrontarlo con la pasividad del silencio, o podemos empezar a hablar —a hablar de verdad— y ver adónde nos lleva.

c.2023 The New York Times Company