Opinión: 2020 fue el año en que murió el reaganismo

Frente al edificio del Capitolio de Estados Unidos, en Washington, el 24 de diciembre de 2020. (Oliver Contreras/The New York Times)
Frente al edificio del Capitolio de Estados Unidos, en Washington, el 24 de diciembre de 2020. (Oliver Contreras/The New York Times)

Quizá las imágenes lo convencieron. Aunque es difícil saber qué aspectos de la realidad logran penetrar la menguante burbuja de Donald Trump (por eso me alegra decir que, después del 20 de enero, no tenderemos que preocuparnos por lo que pase en esa mente nada brillante ni maravillosa), es posible que se haya percatado de la imagen que proyectaba al jugar golf mientras millones de familias en total desesperación se quedaban sin subsidios por desempleo.

Sin importar cuál haya sido el motivo, el domingo por fin firmó un proyecto de ley de asistencia económica que, entre otras medidas, prolongará esas ayudas unos meses. Después de esa decisión, no solo los desempleados dieron un respiro de alivio. En los mercados bursátiles, aumentaron los futuros, que no son un parámetro de éxito económico, pero de cualquier forma son indicadores. Goldman Sachs elevó sus proyecciones de crecimiento económico para 2021.

Así que este año cierra con un recordatorio más de la lección que deberíamos haber aprendido en la primavera: en épocas de crisis, es bueno que el gobierno ayude a la gente que pasa dificultades, y no solo es algo bueno para quienes reciben esos beneficios, sino para toda la nación. Expresado con una frase un poco distinta, 2020 fue el año en que murió el reaganismo.

Cuando hablo de reaganismo, me refiero a una actitud que va más allá de la economía vudú, según la cual los recortes fiscales tienen poderes mágicos capaces de resolver todo tipo de problemas. Después de todo, nadie cree ese aforismo, salvo unos cuantos charlatanes y excéntricos y todo el Partido Republicano.

Más bien, me refiero a un concepto más amplio: la convicción de que ayudar a quienes lo necesitan siempre es contraproducente, que la única manera de mejorar la vida del ciudadano común y corriente es hacer más ricos a los ricos y esperar a que los beneficios se filtren hacia las clases bajas. Esta noción quedó encapsulada en la famosa frase de Ronald Reagan que afirma que las palabras más aterradoras son: “Soy del gobierno y vengo a ayudar”.

Pues bien, en 2020 el gobierno vino a ayudar y eso fue lo que hizo.

Es cierto que algunos apoyaban políticas basadas en el efecto de filtración, incluso en plena pandemia. Trump intentó en repetidas ocasiones impulsar recortes a los impuestos sobre nómina, que por definición no representarían ninguna ayuda directa para los desempleados, e incluso intentó (sin éxito) recortar la recaudación de impuestos con una orden ejecutiva.

Por cierto, el nuevo paquete de recuperación sí incluye un recorte fiscal multimillonario para las comidas de negocios, como si los almuerzos con tres martinis fueran la respuesta a la depresión causada por la pandemia.

El rechazo al estilo Reagan de la ayuda a los necesitados también se mantuvo. Algunos políticos y economistas seguían insistiendo, contra toda evidencia, en que ayudar a los trabajadores desempleados de hecho generaba desempleo, pues hacía que se mostraran renuentes a aceptar ofertas de trabajo.

Sin embargo, en general (y sorprendentemente hasta cierto punto), la política económica estadounidense en realidad respondió muy bien a las necesidades reales de una nación que se vio forzada a suspender actividades a causa de un virus mortal. La asistencia para los desempleados y los préstamos a las empresas que podían condonarse si se utilizaban para mantener la nómina contuvieron el sufrimiento. En cuanto al envío directo de cheques a la mayoría de los adultos, aunque no fue la política mejor orientada, sí estimuló los ingresos personales.

Estas acciones intervencionistas del gobierno funcionaron. Con todo y que la suspensión de actividades produjo la desaparición temporal de 22 millones de empleos, los índices de pobreza en realidad bajaron mientras se distribuyó la asistencia.

Además, no surgió alguna desventaja evidente. Como ya he dicho, no hubo ninguna señal de que ayudar a los desempleados los desalentara de aceptar empleos cuando los había. Más aún, el repunte en el empleo visto entre abril y julio, cuando 9 millones de estadounidenses volvieron a trabajar, se dio mientras todavía se ofrecían beneficios más generosos.

Los enormes créditos asumidos por el gobierno tampoco tuvieron las consecuencias desastrosas que los gruñones del déficit no paran de predecir. Las tasas de interés siguen bajas y la inflación se quedó inmóvil.

Así que el gobierno vino a ayudar y de verdad lo hizo. El único problema fue que suspendió la ayuda muy pronto. Los beneficios extraordinarios deberían haber continuado mientras el coronavirus seguía fuera de control. La disposición bipartidista para aprobar un segundo paquete de rescate y el hecho de que Trump haya accedido, aunque renuente, a firmar esa legislación, es un reconocimiento tácito de que así debería haber sido.

De hecho, parte de la ayuda entregada en 2020 debería continuar incluso después de que se generalice la vacunación. La lección de la primavera pasada fue que, si se aplican programas gubernamentales con financiamiento adecuado, es posible reducir en gran medida la pobreza. ¿Por qué olvidar esa lección en cuanto termine la pandemia?

Ahora bien, cuando digo que el reaganismo murió en 2020 no quiero decir que los sospechosos habituales dejarán de repetir sus vaticinios usuales. La economía vudú está demasiado arraigada en el Partido Republicano moderno (y les resulta muy útil a los donadores multimillonarios que desean obtener recortes fiscales) como para que unos cuantos hechos inconvenientes hagan que se esfume.

La oposición a ayudar a los desempleados y a los pobres nunca se basó en pruebas, sino que se originó por una mezcla de elitismo y hostilidad racial. Así que no dejaremos de escuchar la cantaleta sobre los poderes milagrosos de los recortes fiscales y las calamidades del Estado benefactor.

No obstante, aunque el reaganismo no desaparezca, ahora más que nunca será un reaganismo zombi, una doctrina que debería haber perecido al enfrentarse con la realidad, pero que a pesar de todo sigue deambulando por ahí y se dedica a devorar el cerebro de algunos políticos.

Porque la lección del 2020 es que, cuando estamos en crisis, y en cierta medida incluso en tiempos más propicios, el gobierno puede hacer mucho para mejorar la vida de las personas. Nada debe causarnos más temor que un gobierno que se niega a cumplir su trabajo.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company