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El océano es el nuevo confín de la agricultura

Cultivadores de algas cosechan algas cerca de la isla de Soando, Corea del Sur, el 25 de marzo de 2022. (Chang W. Lee/The New York Times)
Cultivadores de algas cosechan algas cerca de la isla de Soando, Corea del Sur, el 25 de marzo de 2022. (Chang W. Lee/The New York Times)

Desde hace siglos ha sido un tesoro de las cocinas de Asia pero olvidado en casi todo el resto del mundo: esos listones relucientes de alga marina que se doblegan y florecen entre las olas del océano.

Hoy las algas marinas de repente se han convertido en un producto básico mundial. Está atrayendo inversiones nuevas y un propósito renovado en todo tipo de lugares inexplorados debido a su potencial de frenar algunos de los peligros de la era moderna, entre ellos el cambio climático.

En Londres, una empresa emergente está fabricando un sustituto del plástico a partir de algas marinas. En Australia y Hawái, otros se apresuran a cultivar algas que, si se usan para alimentar al ganado, pueden reducir el metano de los eructos de las vacas. Los investigadores están estudiando cuánto dióxido de carbono pueden capturar las granjas de algas, ya que los inversionistas las consideran una fuente nueva de créditos de carbono para que los contaminadores compensen sus emisiones de gases de efecto invernadero.

Y en Corea del Sur, uno de los países productores de algas más consolidados del mundo, los agricultores luchan por satisfacer la creciente demanda de exportación.

Lo que era sobre todo una industria asiática relativamente pequeña es ahora codiciada por Occidente. Más allá de Corea del Sur, han surgido nuevas explotaciones en Maine, las Islas Feroe, Australia e incluso el Mar del Norte. A escala mundial, la producción de algas ha crecido casi un 75 por ciento en la última década. El interés va mucho más allá del uso tradicional en la cocina.

Pero aunque sus defensores las ven como un cultivo milagroso para un planeta que se está calentado, a otros les preocupa que el afán por cultivar el océano reproduzca algunos de los mismos efectos nocivos de la agricultura terrestre, pues se desconoce cómo afectarían a los ecosistemas marinos las granjas de algas, sobre todo las que se encuentran lejos de la costa.

Trabajadores procesan algas en una fábrica de Wando-gun, Corea del Sur, el 24 de marzo de 2022. (Chang W. Lee/The New York Times)
Trabajadores procesan algas en una fábrica de Wando-gun, Corea del Sur, el 24 de marzo de 2022. (Chang W. Lee/The New York Times)

“Los promotores de las algas creen que las algas son la cura para todo, que son la panacea mágica para los problemas climáticos”, afirma David Koweek, científico jefe de Ocean Visions, un consorcio de organizaciones de investigación que estudian las intervenciones de origen oceánico para la crisis climática. “Los antagonistas a las algas piensan que las mismas están completamente sobrevaloradas”.

Hay otro problema. Las algas mismas están sufriendo el impacto del cambio climático, sobre todo en Asia.

“El agua está demasiado caliente”, dice Sung-kil Shin, agricultor de algas de tercera generación, mientras lleva su barca a puerto una mañana en la isla de Soando, al sur de Corea del Sur, donde las algas se cultivan desde hace mucho tiempo.

‘Plástico’ de algas

Pierre Paslier se ganaba la vida diseñando envases de plástico para cosméticos. Para él era como “alquilar mi cerebro a un gran contaminador de plástico”.

Paslier quería dejarlo. Quería crear envases que procedieran de la naturaleza y desaparecieran en ella rápidamente. Con un amigo de la universidad, Rodrigo García González, creó una empresa llamada NotPla, abreviatura de “not plastic” (no plástico).

Trabajando en un almacén del este de Londres, diseñaron una bolsita comestible para beber agua, hecha de algas y otros extractos de plantas: para beber el contenido, basta con meterse la bolsita en la boca. Diseñaron otra a la que se le puede meter ketchup y una tercera para cosméticos.

También empezaron a fabricar un recubrimiento a base de algas para cajas de cartón de comida para llevar. Just Eat, una aplicación británica de reparto de comida a domicilio, empezó a utilizarlo en algunos de sus pedidos, como durante la fase final de la Eurocopa femenina de fútbol celebrada en julio en el estadio de Wembley.

Sigue siendo un producto de nicho. El revestimiento de algas, diseñado para contenedores domésticos de compostaje, es bastante más caro que el revestimiento de plástico que se usa hoy en día en la mayoría de las cajas de comida para llevar hechas de papel.

Pero Paslier mira al futuro. La Unión Europea tiene una ley nueva que restringe el plástico de un solo uso. También se está negociando un tratado mundial sobre los plásticos.

Forrajeadoras del pasado

A la luz gris del amanecer, Soon-ok Goh, una mujer delgada de 71 años, nadaba sin hacer ruido en las aguas poco profundas de Gijang, en la costa sur de Corea del Sur. Llevaba los pies enfundados en aletas amarillas y un traje de neopreno que cubría su delgada y pequeña figura. Salió a la superficie durante unos segundos, dio un largo respiro que sonó casi como un silbido en la tranquilidad de la mañana, y volvió a sumergirse alzando las aletas amarillas.

Goh es una de las últimas practicantes de un oficio en extinción. Desde finales del siglo VII, las mujeres como ella buscan algas salvajes y otros mariscos en las frías aguas de la península coreana.

Esta mañana, con un pequeño cuchillo de mango rosa en la mano, cortaba brillantes cintas de algas marinas de color café verdoso llamadas miyeok. Arrancó caracoles de mar que se aferraban a las rocas, dos tipos de pepinos de mar y un puñado de erizos de mar devoradores de algas.

Todo fue a parar a su saco.

En décadas pasadas, cuando no había dinero para comprar arroz, uno podía ir al mar y encontrar algas, explicó Hye Kyung Jeong, historiadora de la alimentación de la Universidad Hoseo de Seúl, Corea del Sur. “Las algas ayudaban a la gente a sobrevivir durante las hambrunas”, explica.

No es la primera vez que las algas ayudan a evitar una crisis.

Una carrera armamentista babosa

La nueva frontera de la producción de algas está más allá de Asia.

Steve Meller, un empresario estadounidense afincado en Australia, cultiva algas marinas en tanques de cristal gigantes en tierra firme. En concreto, un alga roja autóctona del mar, llamada asparagopsis, que rodea Australia y que las empresas ganaderas y lácteas tienen en la mira como un medio para cumplir sus objetivos climáticos.

Según varios estudios independientes, espolvorear asparagopsis en el pienso del ganado puede reducir el metano de sus eructos entre un 82 por ciento y un 98 por ciento. Los eructos del ganado son una fuente considerable de metano, un potente gas de efecto invernadero.

“Supongo que la carrera está en marcha para conseguir el primer suministro comercial del mundo”, afirma Meller. “La demanda es enorme”.

Su empresa, llamada CH4, por la fórmula química del metano, compite por llevar la asparagopsis al buche de las vacas. Al menos otras dos empresas australianas, Sea Forest y Rumin8, están en la carrera de conseguir algas para el ganado. También Symbrosia y Blue Ocean Barns, ambas de Hawái.

Fonterra, productor neozelandés de productos lácteos, ha iniciado ensayos comerciales de este suplemento de algas, y Ben & Jerry’s planea hacer los suyos en breve. Danone, el gigante lácteo mundial, ha invertido en una empresa emergente de asparagopsis.

Aún no está claro si las algas lograrán reducir el metano del ganado. En Estados Unidos, hay otro obstáculo que superar: la aprobación reglamentaria.

No obstante, esto podría ser clave para que las industrias cárnica y láctea cumplan sus objetivos climáticos. Según los investigadores, las emisiones procedentes únicamente de los sistemas alimentarios, sobre todo de la carne y los productos lácteos, podrían elevar la temperatura media mundial en un grado centígrado a finales de siglo, superando así el umbral de un calentamiento global relativamente seguro.

Presiones climáticas

Las aves marinas se zambullen y graznan alrededor del puerto pesquero de Soando, una isla del extremo sur de Corea del Sur, mientras el barco de Shin llega con la cosecha de la mañana.

Shin, de 44 años, lleva 20 surcando estas aguas y ha visto al cambio climático trastornar su oficio. Él recoge una especie de alga roja llamada pyropia, que crece en aguas de baja temperatura. Por eso se aleja cada vez más de la costa en busca de olas frías.

A mediados de abril, dice Shin, el agua ya no está tan fría como le gusta a la pyropia. Su rendimiento se ha resentido. “La gente quiere más algas”, dice. “Pero no hay más algas”.

Desde 1968, las aguas donde Shin explota sus cultivos se han calentado 1,4 grados centígrados, ligeramente por encima de la media mundial. Por eso los científicos surcoreanos se apresuran a criar cepas que puedan prosperar en aguas más cálidas.

Las granjas de algas están muy lejos de las plantaciones de maíz y trigo que constituyen los monocultivos terrestres. Pero, aunque suponen nuevas oportunidades, también conllevan riesgos ecológicos, muchos de ellos desconocidos.

Es posible que bloqueen la luz solar a las criaturas que la necesitan debajo del agua. Podrían esparcir boyas de plástico en el mar, que ya sufre por demasiado plástico. Podrían dejar sus detritos vegetales en el fondo del mar, alterando el ecosistema marino.

“Hay que llevarlo a cabo con mucho cuidado”, afirma Scott Pillias, doctorando en economía que estudia los sistemas marinos en la Universidad de Queensland. “No debemos esperar que las algas nos salven”.

c.2023 The New York Times Company