¿Qué obtienen a cambio los protectores de las turberas en Congo?

El tronco de un árbol que fue talado sin permiso, cerca de Lokolama, en la República Democrática del Congo el 17 de octubre de 2021. (Nanna Heitmann/The New York Times)
El tronco de un árbol que fue talado sin permiso, cerca de Lokolama, en la República Democrática del Congo el 17 de octubre de 2021. (Nanna Heitmann/The New York Times)

El anciano estaba furioso.

“Me amenazaron con un arma”, exclamó, agitando su bastón frente a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo. “¡Querían dispararme!”.

Encorvado y recargado casi por completo en ese bastón, Joseph Bonkile Engobo, de 84 años, se movió con sorprendente rapidez entre las casas de rafia y más allá de la iglesia de barro de Lokolama, adentrándose en lo profundo del bosque. Dos colegas y yo acompañamos a Engobo, un chef tradicional conocido por todos como Papá Joseph, hasta la escena del presunto crimen.

Papá Joseph se detuvo en un claro del bosque. Era octubre, la temporada de lluvias en Lokolama, su aldea en la República Democrática del Congo, y el calor húmedo del mediodía había empezado a intensificarse. Con su bastón, señaló una maraña de hojas y lianas. Más allá de la enredadera, a la orilla de un pantano, estaban los restos de un árbol gigante.

En este mismo lugar, cuatro días antes, Papá Joseph se había topado con un leñador que estaba talando algunos de los árboles más grandes y valiosos de Lokolama, afirmó. Sabía que el leñador se llamaba Guy y que este le había pagado a un poblado vecino por el derecho de serruchar sus árboles en busca de madera. Pero hasta donde sabía Papá Joseph, nadie en Lokolama había autorizado tales servicios. Cuando confrontó a Guy al respecto, el leñador sacó una pistola.

Afortunadamente para Papá Joseph, un cazador que andaba cerca escuchó el enfrentamiento, llegó corriendo y se puso frente al arma, rogándole al hombre que dejara vivir a Papá Joseph. Guy guardó su revólver y se fue.

En toda su existencia, jamás había pasado algo similar en Lokolama, según afirmó Papá Joseph. Pero él estaba convencido de saber por qué sucedía ahora.

Humo de madera quemada para producir carbón cerca de la aldea de Mpeka, en la República Democrática del Congo, el 27 de octubre de 2021. (Nanna Heitmann/The New York Times)
Humo de madera quemada para producir carbón cerca de la aldea de Mpeka, en la República Democrática del Congo, el 27 de octubre de 2021. (Nanna Heitmann/The New York Times)

“Es por las turberas”, nos dijo.

Lokolama, hogar de unas cuantas decenas de familias en lo profundo de la selva lluviosa del África ecuatorial, se ubica en un claro de bosque por donde atraviesa una carretera accidentada. A medida que te adentras en el terreno, la tierra se vuelve lodo y pantano. Hace cinco años, investigadores extranjeros llegaron a Lokolama y pidieron permiso para analizar el lodo. Los investigadores les dijeron a los aldeanos que parte del lodo de esos pantanos era solo lodo, pero otra parte —indistinguible del fango normal a simple vista— era especial. Lo llamaron turba y dijeron que contenía un poder extraordinario.

El poder de la turba es la eficiencia con que almacena el carbono. Las ciénagas, los pantanos fangosos y otras turberas conforman el tres por ciento de la superficie terrestre, pero almacenan dos veces más carbono del que conservan todos los bosques del mundo. Resultó que los humedales de Lokolama eran parte de la red de turberas tropicales más grande del planeta, que cubre más de 142,449 kilómetros cuadrados de África central y almacena más de 30.000 millones de toneladas de carbono. Esta vasta turbera ha permanecido relativamente intacta, hasta ahora.

Pero si se abriera ese depósito de carbono, podría tener consecuencias catastróficas para el planeta. Esas turberas han almacenado el equivalente en carbono a 20 años de emisiones de combustibles fósiles de Estados Unidos.

En Lokolama, las turberas estaban rodeadas de pantanos, lo cual dificultaba el transporte de los árboles talados. Pero incluso cortar árboles cerca de ahí implicaba un riesgo, pues podría empezar a exponer al área a una explotación forestal más intensa.

Desde la perspectiva de un aldeano, vender un árbol puede ser una de las pocas maneras de conseguir dinero. Pero los habitantes de Lokolama aceptaron cumplir los deseos de los investigadores y mantener los árboles a salvo. Intentarían proteger la turba, aunque no estuvieran seguros del beneficio que esto tenía para ellos.

Sin embargo, toda esta atención sobre el lodo de Lokolama al parecer afectó las relaciones con sus vecinos de Penzele, un poblado situado al lado de Lokolama. Mientras que los forasteros decían que la turba solo tenía valor si permanecía en el suelo, para las personas de esta región, el interés repentino sugería que alguien ganaría dinero de la misma. Penzele tenía casi el mismo nivel de pobreza que Lokolama. ¿Por qué Lokolama tenía derecho a la turba y Penzele no?

Papá Joseph sabía quién había traído a Guy, el leñador, porque a este se le había escapado un nombre. Era un nombre curioso, pero Papá Joseph lo conocía bien: Tout Va Bien, cuyo nombre real era Joseph Lombo Bokanga. Era el hombre más rico de Penzele, con una cerca alrededor de su propiedad, una antena parabólica y un enorme jardín de altas plantas de mandioca. Tenía un bigote delgado, apenas visible, y su barriga un tanto prominente sugería que comía bien, o eso decía la gente.

Papá Joseph dijo que se le había escuchado a Tout Va Bien presumir que tenía un mapa que comprobaba que Penzele era la propietaria de las turberas, y no Lokolama.

Guy reconoció que había talado los árboles de Lokolama y admitió que tenía un arma, pero negó haberla apuntado hacia Papá Joseph.

Después de ese altercado, la tensión entre las aldeas de pronto aumentó. Papá Joseph recibió un citatorio que pareció confirmar lo que más temía. Un representante del gobierno local solicitaba su presencia. Había sido acusado de ocupar un terreno de manera ilegal y de amenazar de muerte a alguien. Amenaza de muerte, se indignó, ¡cuando la pistola se la habían apuntado a él!

Pero Papá Joseph no se acobardó tan fácilmente. Planeaba apelar a las autoridades de la provincia de Équateur.

Él sabía lo grave que era la situación. La propia existencia de Lokolama estaba en peligro. La acusación de que los residentes de Lokolama estaban ocupando su propia aldea de manera ilegal significaba que corrían el riesgo de ser expulsados de su tierra. Entonces, todos los árboles del bosque —y las turberas de fama mundial— le pertenecerían a Penzele.

Entoku

Allá por 2012, algunos científicos británicos y congoleses analizaron imágenes satelitales de la cuenca del Congo. Vieron áreas que parecían estar anegadas todo el año y que contenían árboles de madera dura o un cierto tipo de palmera. Estos eran indicios emocionantes de que una turba existía debajo. Greta Dargie , geógrafa que en aquel entonces trabajaba en su doctorado en la Universidad de Leeds, empezó a planear un viaje a la cuenca del Congo para confirmar sus sospechas.

En 2017, tras cinco años de vadear por los pantanos y revisar mediciones, Dargie y los otros investigadores publicaron sus hallazgos en la revista científica Nature. Habían encontrado un depósito enorme de carbono que atravesaba los dos Congos: la República Democrática del Congo, donde los investigadores habían iniciado su búsqueda, y su inmenso vecino, el Congo.

Fue un hallazgo increíble de turberas que hasta el momento no se habían mapeado, y que desde entonces se han descrito como un tesoro único que contenía más carbono que el bosque tropical que se elevaba sobre ellas. Pero la turba solo es valiosa como depósito de carbono si permanece en el suelo, intacta.

Los investigadores querían seguir estudiando las turberas, pero los científicos británicos no podían solo llegar a la selva congolesa con sus botas de caucho y sus instrumentos, y esperar que les permitieran seguir explorando. Necesitaban la autorización de las comunidades como Lokolama, sin mencionar su orientación. Así que reclutaron a un estudiante de Biología de una universidad de la República Democrática del Congo para que les ayudara a navegar por el terreno físico y cultural.

El estudiante, Ovide Emba, vivía con su madre y sus hermanos en Mbandaka, una ciudad ribereña con edificios belgas deteriorados de la época colonial y 1 millón de habitantes.

Emba no tardó en convertirse en un miembro importante del equipo de investigadores. Aprendió a medir la profundidad de la turba cada 250 metros y a medir el metano y el gas carbónico que la turba producía para determinar si estaba en proceso de descomposición. Aprendió a extraer semicilíndros perfectos de muestras suaves y oscuras para transportarlas al Reino Unido, donde se mediría el carbono. Decidió escribir su tesis universitaria sobre el tema, con lo que se convirtió en el primer estudiante de turba en la historia de la República Democrática del Congo.

En octubre del año pasado, mientras Emba le daba los toques finales a su tesis, nuestro pequeño equipo llegó a Mbandaka para informar sobre las turberas. Yo venía con Nanna Heitmann , una fotógrafa germano-rusa, y Caleb Kabanda , un periodista congolés. Le habíamos pedido a Emba que nos mostrara cómo tomaba muestras de gas, y él nos llevó a la turbera de Lokolama, una de las áreas sobre las que estaba escribiendo su tesis.

La travesía hacia las turberas ya era demasiado extenuante para Papá Joseph, pero Yomi Bonyele, el cazador que dijo ser quien se había puesto frente al arma de Guy, vino con nosotros, junto con cinco mujeres que planeaban mostrarnos sus técnicas de pesca. Una de ellas era una mujer amable llamada Therese Bokinga, a quien Emba se refería como su “mamá de la aldea”.

Los aldeanos apenas habían aprendido la palabra “turbera” de Emba y los otros investigadores. Ellos tenían un nombre distinto para los humedales, los conocían como Entoku.

Entoku, según los aldeanos, significaba “el gran lodo donde las personas desaparecen”. Presentían que era un lugar sobrenatural donde la presencia de los ancestros era palpable.

Una de las mujeres, vestida con pantalones ceñidos de mezclilla y una cubeta roja en la mano, se zambulló en un estanque rodeado de turberas. Chapoteó por el agua, haciendo a un lado las enredaderas y sumergiéndose para atar pequeños ganchos a las raíces de los árboles bajo el agua. En unos pocos minutos, ya había atrapado tres peces bagre. Bokinga colocó hojas caídas de palmera en una pequeña isla rodeada de pantano y en uno de los entornos más húmedos que se puedan imaginar encendió una diminuta fogata. Las cinco mujeres se sentaron en torno a ella, y comieron delicadamente con los dedos el pescado asado.

Hasta hace poco, las turberas solían usarse con frecuencia de esa manera, según nos dijo Papá Joseph. “Íbamos ahí a pescar”, relató. “Recolectábamos hongos ahí. Colocábamos trampas para atrapar jabalíes, tortugas, antílopes, monos, puercoespines, pangolines y serpientes”.

Ya no es así. No desde que les dijeron que debían protegerlas. “Nos cuentan sobre el cambio climático”, comentó Papá Joseph, en referencia a los investigadores que habían visitado el territorio. “Dicen que las turberas absorben el calor para almacenarlo bajo tierra. Si las destruimos, será un desastre. El mundo va a explotar”. Con este escenario en mente, y sin certeza de qué querían decir las delegaciones de científicos, funcionarios y activistas cuando hablaban de “proteger” la turba, los ancianos les ordenaron a los aldeanos que se mantuvieran alejados del Entoku, excepto en ocasiones especiales como una visita de Emba. Pescar ahí era un lujo poco común.

Dargie lamentó los malentendidos que le siguieron al descubrimiento de las turberas en África central. Me aseguró que los investigadores no pretendían prohibirle el acceso al bosque a los aldeanos, cuya pesca y caza no era un riesgo importante para la turba. El temor de los investigadores tenía más que ver con las empresas madereras y el desarrollo a gran escala.

Además, explicar las cualidades especiales de la turba fue todo un reto. La ciencia por sí sola era difícil de explicar, pero los años de explotación por parte de los extranjeros hacían que la gente sospechara de sus motivaciones.

Sin embargo, esta tarea tampoco fue fácil para Emba. No encontraba cómo explicar el concepto de gases invisibles, pero posiblemente devastadores, enterrados en el lodo. Una amiga de Bokinga lo comprendió desde una perspectiva inusual.

El Entoku absorbe todos los espíritus, buenos y malos, dijo la amiga de Bokinga. Emba dijo que era una manera tradicional de ver las cosas y que podría utilizarla en sus futuras explicaciones.

La carretera

La primera vez que aparecieron extraños blancos en Lokolama fue hace casi un siglo, según coincidieron Papá Joseph y los ancianos de la aldea. La vida cambió de la noche a la mañana. Leopoldo II, el rey belga, había tomado una amplia franja de África central como su feudo personal en 1885. Por medio de los infames distintivos de su reinado, látigos de piel de hipopótamo y asesinatos casuales en masa, hizo una fortuna.

En 1922, los belgas y sus intermediarios congoleses llegaron a Lokolama y obligaron a los aldeanos, entre ellos el abuelo de Papá Joseph, a construir una carretera.

Después, llegaban leñadores por la carretera. Aunque la deforestación jamás ha alcanzado a los niveles de la Amazonía, la agricultura, la producción de carbón y la tala ilegal condujeron a un aumento de deforestación del nueve por ciento en 2020. Y en julio pasado, el gobierno suspendió una moratoria a la tala industrial, lo cual suscitó temores de que los intereses bien financiados pronto pudieran causar estragos profundos. Los madereros llegan en cantidades cada vez mayores por la carretera que atraviesa Lokolama y Penzele, y traen consigo sierras eléctricas cuyos zumbidos resuenan por todo el bosque. Algunos tienen los permisos correctos, muchos no.

La carretera a Lokolama trajo lo bueno con lo malo. Le permitió a la gente transportar las presas que cazaba y las cosechas que cultivaba al mercado. Los profesores también llegaban por ahí, a impartir la tan codiciada educación a los niños de la aldea. Más o menos en la misma época en que los investigadores de la turba se abrieron paso por la carretera desde Mbandaka, también lo hicieron otras personas, que ofrecían algo nuevo: ayuda para conseguir la propiedad legal de su tierra.

Antes de 2016, los bosques que rodeaban Lokolama y Penzele le pertenecían al Estado congolés. Pero luego la ley se modificó a fin de permitir que las comunidades forestales solicitaran las escrituras de las tierras que habían ocupado desde hace varias generaciones, hasta alrededor de 517 kilómetros cuadrados cada uno. Varios estudios han demostrado que, cuando las comunidades cuentan con los derechos legales sobre sus tierras y la protección del gobierno, la deforestación se reduce de manera significativa.

Representantes de organizaciones ambientales llegaron por la carretera y les informaron a las aldeas sobre sus derechos territoriales. Uno de los primeros pasos que una aldea debe dar para solicitar la propiedad es elaborar un mapa. En Lokolama y Penzele, las organizaciones ambientales se ofrecieron a ayudarles. Greenpeace designó a una organización local para que elaborara un mapa de Lokolama. Y el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés) elaboró el de Penzele. Ambas aldeas obtuvieron su título de propiedad.

Al principio, nadie mencionó que los dos mapas se traslapaban. Pero cuando Lokolama empezó a recibir visitas de una delegación tras otra que le informaba sobre el valor de las turberas, Tout Va Bien proclamó que el mapa de Penzele era prueba de que su aldea era dueña de las turberas.

Papá Joseph y otros ancianos de Lokolama sostuvieron que el WWF había cometido errores en la elaboración del mapa, y que solo había consultado a la gente de Penzele. En una entrevista realizada en Mbandaka, los representantes del WWF negaron esto rotundamente. El WWF y la organización designada por Greenpeace afirman haber consultado a ambas aldeas en el proceso de elaboración de los mapas.

Ambas aldeas consideraban que la turba era valiosa, así que se disputaban su propiedad.

‘Todos van a morir’

En Penzele, un grupo de ancianos de la aldea estaba sentado bajo un refugio de rafia a la espera de una tormenta mientras el cielo rugía. Las turberas le pertenecían a Penzele, no a Lokolama; ese consenso estaba claro, pero la naturaleza exacta de las turberas no era tan fácil de definir.

Alguien mencionó hojas, otro mencionó diamantes. ¿Acaso “turba” era otra palabra para referirse al bosque?

Un hombre con una cadena de oro, barba tupida y el doble de cintura que la mayoría de los aldeanos se sentó en una silla de plástico. Se trataba de Guy Mampuya, el leñador que Papá Joseph acusó de haberlo amenazado con una pistola. Vivía en Mbandaka, pero moraba en Penzele, mientras talaba árboles.

“Turberas, turberas”, dijo. “Todos hablan sobre las turberas, pero en realidad nadie entiende qué son”.

Había un hombre que sí entendía las turberas, afirmaron los ancianos.

Como si lo hubieran invocado, surgió de entre los árboles un hombre de media estatura, con sombrero de paja, empapado por la lluvia. Sus cejas eran expresivas y extrañamente uniformes, como si se las hubiera pintado con un rotulador.

Era Tout Va Bien.

“La turba es un ecosistema”, aclaró. “Es una especie de lodo. Las flores y las hojas caen y no se pudren sino hasta dentro de muchos años. No todos los bosques palustres son turberas. Estas absorben la contaminación del aire y la almacenan dentro de la humedad”.

“En términos ambientales, capturan el carbono, y filtran el agua que desemboca en el río Congo. Estabilizan el clima. En términos económicos, tienen un impacto: producen muchos animales, peces y árboles. En su interior, también albergan espíritus; de ahí adquirimos nuestro poder ancestral”.

“Las turberas de la cuenca del Congo son los pulmones del mundo. La gente dice que, si el mundo existe, es porque Congo respira. Y Congo respira de la provincia de Équateur, y sobre todo donde hay turberas, en particular en Penzele”.

Al igual que a Lokolama, se le ordenó a Penzele proteger las turberas. Y, según afirmó Tout Va Bien, la supervivencia de Penzele también dependía de esas turberas.

A Penzele le va un poco mejor que a Lokolama, pero sigue siendo una aldea pobre. A los habitantes de ambos territorios les hacían falta elementos básicos: techos firmes, botas y electricidad.

Las aldeas y sus necesidades nunca habían atraído la atención del exterior. Ahora, tenían la atención, pero estaba enfocada en el lodo, no en la gente. Aun así, Tout Va Bien vio una manera de sacar a Penzele de la pobreza en el interés mundial por mantener el carbono en el suelo. Ahora tenían una ventaja.

“Si talamos los árboles, las turberas soltaran su carbono, y eso destruirá el mundo”, advirtió. “Entonces, si no los talamos, ¿qué podemos esperar que nos dé el mundo a cambio?”.

Me recordó a algo que había dicho Papá Joseph unos días antes. Había preguntado si se le pagaría algo a Lokolama por proteger las turberas. Y luego, para entretener a la multitud de aldeanos que nos rodeaba, esbozó una sonrisa sagaz, como si estuviera en medio de una negociación.

Si no le pagaban a Lokolama, “vamos a destruirlas y todos van a morir”, sentenció.

Ambas aldeas —y otras de la región— sentían como si personas mucho más acomodadas les estuvieran pidiendo que hicieran sacrificios para proteger las turberas. Entonces, ¿quién debería pagar?

Tout Va Bien tenía algunas sugerencias.

“Como pueden ver, aquí no tenemos nada que contamine”, indicó, señalando las casas de arcilla, bambú y paja, algunas sin puertas.

“Los británicos, los franceses, los belgas, los italianos, los chinos, los japoneses, los estadounidenses, todos ellos contaminan”, destacó. “Y ellos son los que tienen que pagar”.

‘No tenemos el dinero para proteger las turberas’

Papá Joseph se bajó de la motocicleta y se dejó caer sobre una silla de plástico frente a la iglesia de Lokolama. Acababa de regresar de Mbandaka, y su rostro delataba su decepción. Había acudido a la agencia gubernamental pertinente, la Coordinación Provincial de Desarrollo Sustentable y Medioambiente, para ver si Guy tenía un permiso para talar en el área, y a la oficina de la fiscalía, para abrir una investigación sobre la tala de árboles en Lokolama y la amenaza armada de la que fue víctima. Pero ningún funcionario se dignó a ayudarlo.

Los funcionarios del medioambiente le pidieron el equivalente a 140 dólares, relató, solo para revisar si Guy tenía los documentos correctos. El fiscal se rehusó a enviar a alguien a investigar a Lokolama a menos que Papá Joseph desembolsara 80 dólares.

“No tenemos el dinero para proteger las turberas”, afirmó Papá Joseph. “No es nuestra culpa. Queremos protegerlas, pero no tenemos los medios”.

Papá Joseph escuchó que se había visto a Guy, el leñador, por las oficinas del gobierno en Mbandaka. Papá Joseph desconfiaba de las intenciones de Guy, y resultó que sus sospechas estaban justificadas. Para nuestra sorpresa, Guy aceptó darnos una entrevista en Mbandaka.

Guy reconoció que la autoridad ambiental lo había llamado. Querían que presentara toda clase de documentos. No les entregó ninguno. “¿Cuánto quieren para acabar con todo esto?”, les preguntó. Les pagó el monto solicitado de 200 dólares.

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