Los niños de la guerra iraquí crecieron, pero algunas heridas no sanan

Mohammed Hassan Jawad Jassim, que quedó ciego durante las protestas de 2019, con su mujer y sus hijos en Bagdad, el 12 de febrero de 2023. (João Silva/The New York Times)
Mohammed Hassan Jawad Jassim, que quedó ciego durante las protestas de 2019, con su mujer y sus hijos en Bagdad, el 12 de febrero de 2023. (João Silva/The New York Times)

BAGDAD — El ruido sordo de la explosión de una bomba en un auto y, a continuación, un silbido de llamas que interrumpe los deberes; el estruendo de una bomba colocada al borde de la carretera y, segundos después, el estallido de cristales que despiertan a las familias; la puerta de un departamento que se abre de una patada en mitad de la noche y alguien grita en un idioma extranjero; la detonación de las balas que pasan zumbando en un tiroteo y el estruendo de las puertas que se cierran cuando los adultos arrastran a los niños al interior.

Durante seis años, en la guerra iniciada por Estados Unidos en 2003 y el conflicto sectario que originó, esta fue la banda sonora de la vida en Irak, y sobre todo para los menores de 26 años: casi 23 millones de personas, casi la mitad de la población. El trauma era un hecho cotidiano. Las pérdidas afectaban a casi todas las familias.

Ahora, especialmente en Bagdad, muchos jóvenes quieren seguir adelante. Las ciudades se han recuperado un poco de los años de guerra, y los jóvenes iraquíes más acomodados frecuentan cafeterías, van a centros comerciales y asisten a conciertos en vivo. Aun así, la mayoría de las conversaciones giran en torno a un pariente muerto, familiares desplazados o dudas persistentes sobre el futuro de Irak.

Las guerras dejan cicatrices incluso cuando las personas sobreviven con sus cuerpos intactos. El zumbido metálico de los helicópteros, el destello de las bengalas, el olor a quemado tras las bombas, el sabor del miedo, el dolor de algo perdido... todo ello perdura mucho después de que cesan los combates.

“La guerra nos arrebató la infancia”, afirmó Noor Nabih, de 26 años, cuya madre resultó herida en el fuego cruzado de un convoy estadounidense que pasaba por allí y luego volvió a salir gravemente herida por la explosión de una bomba.

Joao Silva, fotógrafo de The New York Times, y Alissa J. Rubin, corresponsal sénior, hablaron hace poco con jóvenes iraquíes en Bagdad sobre sus vidas, su opinión sobre la invasión estadounidense y el estado de su país. A continuación, algunas de sus historias.

Mohammed Hassan Jawad Jassim, que quedó ciego durante las protestas de 2019, en su casa con su madre, en Bagdad, el 12 de febrero de 2023. (João Silva/The New York Times)
Mohammed Hassan Jawad Jassim, que quedó ciego durante las protestas de 2019, en su casa con su madre, en Bagdad, el 12 de febrero de 2023. (João Silva/The New York Times)

‘Estaba tan asustado que me tiré al suelo’.

Mohammed Hassan Jawad Jassim, 25 años

Mohammed tenía 5 años en el momento de la invasión. Cada explosión lo sobresaltaba. La primera vez que vio a un vehículo estadounidense estrellarse contra una bomba colocada al borde de la carretera, aseguró que la explosión lo hizo vibrar; luego vino una lluvia de balas.

“Estaba tan asustado que me tiré al suelo y pegué la cara a la carretera”, relató.

Poco después, los soldados estadounidenses empezaron a llamar a la puerta de la familia en busca de milicianos musulmanes chiíes leales al clérigo anti-Estados Unidos Muqtada al-Sadr. “Tenía miedo de que dispararan”, recordó.

Con diecisiete hermanas y hermanos, y un padre que apenas podía ganarse la vida trabajando en un taller mecánico, Mohammed no podía concentrarse en la escuela, y abandonó los estudios después del segundo grado. “Pensaba en la muerte”, aseguró. “A veces, me ataba una venda a los ojos y me sentaba en una habitación oscura”.

Cuando tenía 21 años, nació su hija, Tabarak, y él quería conseguir un trabajo en el gobierno, pero no tenía contactos de políticos que pudieran ayudarle. Indignado, se unió a las protestas juveniles de 2019 contra la corrupción gubernamental y la presencia iraní en Irak, conocidas en el mundo árabe como la revolución de octubre.

En su primer día en las protestas, un bote de gas lacrimógeno le explotó en la cara sacándole un ojo de la órbita y dañándole el otro. Su mundo se oscureció.

Ahora su hija tiene 4 años; también tiene un hijo de 1 año, Adam.

“Mi único deseo es recuperar la vista para poder ver a mis hijos”, afirmó. “Adam vino al mundo después de que me golpearon, así que nunca lo he visto”.

‘Todo era hermoso hasta que le dispararon a Hussain’.

Dalia Mazin Sedeeq Al Hatim, 24 años, y Hussain Sarmad Kadhim Al Bayati, 26 años.

Dalia, de 24 años, y Hussain, de 26, se conocieron en el hospital donde ambos eran farmacéuticos. Hussain tardó solo un mes en saber que quería casarse con Dalia y Dalia en sentir lo mismo por Hussain.

Tenían mucho en común. Ambos procedían de familias que valoraban la educación; ambos habían crecido con los sonidos de la guerra. Dalia recordaba estar viendo el canal de dibujos animados Nickelodeon cuando las bombas empezaron a caer sobre Bagdad; Hussain recordaba las ventanas reventadas por la explosión de una bomba.

Las familias de ambos huyeron a Siria cuando la guerra se acercó demasiado. El conductor del autobús escolar de Dalia desapareció durante los enfrentamientos sectarios y más tarde apareció muerto, y lo mismo le ocurrió al conductor del autobús escolar del hermano de Hussain.

Su única diferencia —Dalia es musulmana suní y Hussain musulmán chií— no les importaba, aunque sabían que a otros sí. “Aunque nuestra secta pudiera ser un obstáculo, acordamos que no lo sería”, explicó Hussain.

“El día que le propuse matrimonio a Dalia, mi padre insistió en que le dijera a la familia de Dalia que soy chií para que quedara claro y la familia de Dalia no se sorprendiera algún día”, contó. “Me dijeron: ‘No nos importa de qué secta seas. Nos importa que quieras a nuestra hija y que ella te quiera a ti’”.

Incluso antes del día de su boda, el 18 de febrero, la violencia que forma parte de la vida cotidiana los afectó. Hussain fue apuñalado y baleado durante un atraco mientras trabajaba en el turno de noche en una farmacia.

“Todo era hermoso hasta que le dispararon a Hussain y volvimos a recordar la realidad de Bagdad”, señaló Dalia.

Ahora esperan tener “salud y seguridad”, dijo Hussain.

‘Quise que mi padre se sintiera orgulloso de mí en el más allá’.

Hamza Amer Chamis, 24 años

Hamza, de 24 años, creció con el Ejército en la sangre. Su padre había sido coronel cuando Sadam Husein estaba en el poder, y se reincorporó al Ejército iraquí, que los estadounidenses disolvieron en un principio, tras su reconstitución. Entabló lazos con los soldados estadounidenses con los que trabajó, y accedió al rango de general.

“Mi sueño, mi pasión por ser oficial, empezó a los 12 años”, recordó Hamza. “En nuestro colegio había una fiesta de disfraces, y mi padre me dio su uniforme con su rango y sus colores para que me lo pusiera. Fue algo grandioso, y al día siguiente le dije: ‘Quiero llegar a ser como tú’”.

Pero la familia era vista como traidores por algunos de los antiguos compañeros militares de su padre, quienes se habían unido a los insurgentes que luchaban contra el Ejército estadounidense. Un grupo de militantes intentó secuestrar al hermano mayor de Hamza. Luego, en 2014, el padre de Hamza fue asesinado mientras luchaba en Ambar contra el nuevo flagelo del país, el grupo Estado Islámico.

Desde entonces, narró, quise “que mi padre se sintiera orgulloso de mí en el más allá y sentir que hice algo por él, así como él me crio y me apoyó a mí”.

Hamza se graduó entre los mejores promedios de su generación en la escuela militar y se convirtió en el teniente más joven de la historia del Ejército iraquí después de 2003. Su primera misión: luchar contra los restos del Estado Islámico, los mismos militantes que mataron a su padre.

Ahora es oficial encargado de la seguridad del Mando Conjunto, que incluye a los altos mandos de las fuerzas armadas iraquíes. Su sueño es alcanzar el mismo rango que su padre.

c.2023 The New York Times Company