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Nacidos en la Intifada

Jerusalén/Gaza, 6 nov(EFE).- Tienen entre 15 y 20 años, y crecieron separados por un muro que nació con ellos. De un lado, son los que van al frente en las protestas; del otro, los que las confrontan: son los hijos de la Segunda Intifada. Apenas la recuerdan, pero, dos décadas después, aún define su cotidianidad.

Hace poco más de 17 años, la madre de Natal Habil estaba embarazada. Trabajaba como vendedora de material médico y, aunque vivía en Jerusalén Este, pasaba mucho tiempo en Cisjordania. Para entrar, debía cruzar puestos de control militares israelíes, donde se produjeron muchos de los sangrientos enfrentamientos armados de ese turbulento período. Sabía que podía recibir un balazo o una pedrada, pero no tenía más alternativa que pasar a pie.

Testigo de la violencia desde el vientre de su madre. Así se ve esta joven palestina, aunque solo sabe de aquella época lo que le han contado.

“Miedo”. Esa es la palabra que le viene a la cabeza al israelí Shimon Stahi cuando piensa en la Intifada. Miedo a caminar por la calle, a dejar que los niños salieran a jugar. Miedo a los desconocidos y miedo a los palestinos. Él no recuerda los más de cien atentados suicidas, los autobuses en llamas ni las personas desmembradas, pero sabe muy bien que el miedo marcó la realidad en la que creció.

Mientras Natal y Shimon daban sus primeros pasos en este mundo, la violencia seguía en aumento. Para cuando tenían dos años, en octubre de 2005, ya habían muerto más de 4.000 de las casi 6.000 personas que fallecieron durante este conflicto (según cifras de la ONU, que van hasta 2007).

Hoy tienen 17 y forman parte de una generación de jóvenes muy distinta a la que luchó en aquella Intifada, cuyas secuelas, aunque naturalizadas, les siguen acompañando.

LAS HUELLAS DEL CONFLICTO

Veinte años después del inicio de aquel conflicto, Natal, a la que le falta poco para acabar Secundaria y que no tiene relación alguna con la política, cruza sola los puestos de control, hoy incrustados en el enorme muro de separación construido por Israel para frenar los ataques de aquella Intifada.

Recuerda una infancia sin poder visitar a sus abuelos en Gaza -bloqueada desde 2007- y las incontables veces que, desde el asiento de atrás del coche familiar, presenció cómo su padre debía bajarse para ser cacheado e interrogado por soldados israelíes.

Veinte años después, el miedo que describe Shimon, a punto a comenzar su servicio militar obligatorio, sigue patente en los en los escáneres de rayos X de las estaciones de autobuses, en los escoltas armados que acompañan las excursiones escolares o en los cacheos aleatorios a jóvenes palestinos, entre una larga lista de medidas de seguridad que forman parte de la vida cotidiana de unos y otros.

Como Natal y Shimon, hay cientos de miles de jóvenes de esta generación que no recuerdan el olor a sangre en las calles, el polvo de los escombros ni la frustración del fallido proceso de paz, pero saben muy bien lo que es crecer entre las ruinas psicológicas de aquel conflicto.

Una de ellas es Inbar Vardi, israelí de 19 años, a quien le resulta habitual abrir su bolsa para que un guardia de seguridad, en la entrada del centro comercial de su barrio, verifique que no lleva armas o explosivos.

De no haber sido por la Intifada, su vida habría sido distinta y tendría menos conciencia política, dice esta joven, que estudió en una de las pocas escuelas mixtas de judíos y árabes y que logró ser declarada exenta de servir en el Ejército al declararse pacifista.

El conflicto, opina, no se resolverá hasta que no acabe la ocupación israelí de los palestinos, quienes tarde o temprano, cree, protagonizarán un nuevo levantamiento violento para acabar con la "opresión de su pueblo".

Evyatar Aharonot, de 17 años y ansioso por ser reclutado y servir en una unidad de combate para "luchar por Israel", tampoco se inmuta cuando le toca desviarse en su camino a casa porque un paquete sospechoso obligó a cerrar una calle para que la Policía lo detone de forma controlada.

El muro levantado por Israel logró obstaculizar los atentados, pero también funciona como una barrera entre dos pueblos a los que no se permite conocerse y cuyos jóvenes evidencian un odio que se cuece a fuego lento, no solo por la violencia, sino por el prejuicio y la desinformación sobre el otro, cada vez más deshumanizado.

Los únicos israelíes que conoce Cristina Shomali, de 19 años, portan grandes armas, viajan en vehículos blindados y llevan uniforme: son los soldados y policías de fronteras que ha visto en protestas o puestos de control militares.

"Ellos pueden tener su propio Estado, pero no con nosotros y no en esta tierra", Para ella, solo hay una solución: "Un estado único, el Estado de Palestina".

Su propuesta, que no nació de su generación, habría resultado más marginal en los años noventa, cuando aún flotaba en el aire la esperanza de la paz generada por los Acuerdos de Oslo.

“LA RESISTENCIA”

Si de realidades modificadas por la Intifada se trata, la Franja de Gaza es el ejemplo más claro.

Su aeropuerto, inaugurado en 1998, fue cerrado por Israel con el comienzo del conflicto y bombardeado un año más tarde, en 2001.

Luego vino el endurecimiento de las restricciones a circular por tierra, incluido el cierre casi total de la frontera, y en 2006, tras la evacuación el año anterior de los últimos asentamientos israelíes y la posterior victoria del movimiento islamista Hamás en las urnas, se desató un conflicto feroz entre facciones palestinas enemistadas.

Este culminó con un gobierno de facto de Hamás en el enclave y el posterior bloqueo impuesto por Israel, que se mantiene hasta hoy y que controla de forma casi exclusiva (a excepción del paso de Rafah con Egipto) la entrada y salida de bienes y personas de la franja, un enclave superpoblado con dos millones de habitantes donde escasean la electricidad, el agua potable y la libertad en casi todas sus formas.

En este contexto crecieron Omar Abu Mhawish y Abdul Nasser Awad.

El primer cohete que recuerda Abdul fue a sus ocho años, en la primera guerra con Israel pos-Intifada, y aún tiene fresco el ruido de los cristales de las ventanas al explotar. Los vidrios de Gaza siguieron explotando durante las sangrientas guerras de 2012 y 2014, y durante los recurrentes picos de tensión de los últimos años.

"Cuelgo mis certificados en la pared para ver lo que he logrado siendo un joven palestino sitiado, pese a la división, a los cortes de energía, a la falta de oportunidades laborales, al desempleo, la pobreza y al sufrimiento", dice, entre el enfado y el orgullo, este joven de 20 años, estudiante de Informática y que aún se debate entre intentar emigrar o involucrarse en la actividad política.

A Omar su padre le contó que durante la Intifada "los judíos imponían toques de queda y entraban a los campos cuando querían para arrestar gente" y que la violencia de las tropas israelíes solo se detuvo cuando, a fuerza de "ataques de la resistencia", debieron evacuar las colonias.

Hoy, eso que denomina "resistencia" está muy presente en la vida de este joven de 18 años, residente del campo de refugiados de Al Mugazi y muy activo en las masivas protestas de 2018 y 2019 junto a la divisoria con Israel, conocidas como las Marchas del Retorno y que dejaron un saldo de más de 273 palestinos muertos y 16.000 heridos, en enfrentamientos con el Ejército israelí, que registró una víctima mortal.

Todos los viernes se reunía con amigos, vecinos y familiares, y se dirigía a la frontera, donde por primera vez vio a un israelí "de verdad y no en televisión" y donde algunos se manifestaban pacíficamente mientras otros intentaban dañar la valla, lanzaban piedras y hasta disparaban a los soldados israelíes apostados del otro lado, que respondían con disparos y medios de dispersión de masas.

"Continuaremos resistiendo de todas las formas, con piedras, con balas y con misiles, hasta que regresemos a nuestra tierra y termine la ocupación", avisa sin titubear.

LA EMPATÍA DEL ENEMIGO

Del otro lado de estas piedras, balas y misiles, hay gente como Lirán (nombre ficticio para proteger su identidad), un soldado israelí de 21 años que sirve actualmente en una unidad de combate y cuya labor incluye dispersar protestas palestinas: "Si tuviera que matar a alguien para salvar a un israelí, lo haría sin pensar", dice.

El miedo, cuenta, solo aparece las primeras veces, y cede rápidamente frente a la protección del grupo: "Yo siento que si estoy con mis amigos, no hay nada que nos pueda parar".

Según su experiencia en el terreno, "un 95% de los palestinos sufre a causa de un 5% que hace estupideces", señala en referencia a las hostilidades contra civiles o fuerzas de seguridad israelíes.

"A ese 95% lo tenemos que controlar y lo tenemos como sospechoso, aunque no haya hecho nada", dice, casi lamentándose, y reconoce: "Yo a veces estoy allí parado y entiendo el enojo que esa gente tiene hacia mí. Naces y vives desde pequeño con un muro y en una situación de desventaja y, encima, ves soldados que te controlan porque tienen miedo de que hagas algo".

Noam (también nombre ficticio) tiene 20 años y, aunque no sirve en una unidad de combate sino en una de élite, ha tenido contacto frecuente con palestinos, principalmente en Cisjordania.

"Es una experiencia surrealista", describe sobre su servicio militar. "No es fácil, no es particularmente divertido, pero en cierta forma le aporta sentido a tu vida y te permite sentir que estás haciendo algo importante".

"Aunque hay gente que ama servir en el Ejército", opina, "en líneas generales nadie quiere pasar dos años y medio de su vida lidiando con esto".

"La gente muchas veces no se da cuenta que estamos hablando de niños de 19 años", la mayoría de los cuales, aunque comprometidos con su misión, "solo piensa en irse a Tailandia", el tradicional viaje que hacen cuando terminan los dos o tres años de servicio.

De una u otra forma, la Segunda Intifada dejó una marca en Natal, en Shimon, en Inbar, en Evyatar, en Cristina, en Abdul, en Omar, en Lirán y en Noam.

Una marca que no es del todo visible para su generación pero que está ahí, latiendo, y es mucho más que un relato familiar, que un recuerdo borroso que coincide con una fecha en el documento.

Es la carga de la historia que llevarán sobre sus hombros durante su transitar por este conflicto, en el que dejarán una nueva marca que definirá el futuro de sus hijos y sobre la que se contarán nuevas historias, tal vez de paz e igualdad, tal vez de conflicto e inequidad.

Pablo Duer y Joan Mas Autonell

(c) Agencia EFE