'Aquí todo el mundo está solo'

Mukesh Diwakar y su familia en su casa de Nueva Delhi, el 21 de mayo de 2021. (Atul Loke/The New York Times)
Mukesh Diwakar y su familia en su casa de Nueva Delhi, el 21 de mayo de 2021. (Atul Loke/The New York Times)

Asha iluminaba el vecindario. La mujer de 54 años, que insistía en la llamaran por un solo nombre, cuidó a los vecinos cuando enfermaron. Plantó árboles en toda la manzana. Era amiga de casi todo el mundo en el mercado local.

Cuando el COVID-19 arrasó con el suburbio de Asha en Nueva Delhi, Nangli Vihar, el número de muertos no batió ningún récord. El vecindario no es el más pobre, ni el más afectado, ni el más poblado de la ciudad. Podría haber sido cualquier calle de Nueva Delhi.

No obstante, cuando el virus brincó de una casa a otra, hizo algo más que matar. Puesto que los hospitales estaban saturados y el gobierno estaba en gran medida ausente, el miedo comenzó a extenderse. La gente cerró sus puertas y rompió con muchas de las relaciones que conforman un vecindario.

Ahora, Nueva Delhi empieza a reabrirse tras sufrir uno de los brotes más letales del mundo. Pasamos una semana con los residentes muy unidos de unas cuantas cuadras de Nangli Vihar mientras empiezan a superar el miedo y a salir del aislamiento… y con frecuencia después de una pérdida tremenda.

Cuando Asha enfermó el mes pasado, su hijo, Pankaj Rajput, gastó unas 400.000 rupias, o más de 5000 dólares, en su tratamiento. Consiguió una cama de hospital, oxígeno, medicamentos y plasma, de los que a menudo pagó precios de mercado negro al doble o triple del precio habitual. Su desesperación era demasiado común en una época en la que los hospitales estaban repletos.

Había recibido la primera dosis de la vacuna casi tres semanas antes, pero los médicos de un hospital cercano no pudieron salvarla.

Ahora, mientras cuida el querido huerto de su madre, Rajput dijo que se sintió abandonado por sus vecinos cuando ella se enfermó. “En lugar de ayudar, la gente se metió a su casa y cerró las puertas”.

Dayanand Kaushik, un sacerdote hindú que ha supervisado las cremaciones en el vecindario de Nangli Vihar de Nueva Delhi durante los últimos 22 años, en el recinto de cremación, el 24 de mayo de 2021. (Atul Loke/The New York Times)
Dayanand Kaushik, un sacerdote hindú que ha supervisado las cremaciones en el vecindario de Nangli Vihar de Nueva Delhi durante los últimos 22 años, en el recinto de cremación, el 24 de mayo de 2021. (Atul Loke/The New York Times)

Mientras la enfermedad y la muerte se apoderaban del vecindario, mucha gente se quedó sola. La ciudad se cerró. La ayuda del gobierno era escasa. Los trabajadores migrantes que perdieron sus empleos se fueron a sus pueblos a cientos de kilómetros de distancia. Ya no podían pagar el alquiler ni comprar alimentos.

Akhilesh Kumar Sharma, carpintero y trabajador migrante del estado del norte de Uttar Pradesh, se ofreció a ayudar. Sharma empezó a hacer entregas frecuentes de alimentos y medicinas a una familia enferma de Nangli Vihar.

“No sé por qué estoy haciendo esto”, dijo. “También le tengo miedo al virus, pero si no puedo ayudar a alguien, ¿de qué sirve esta vida?”.

Sharma recuerda los peores días, hace apenas unas semanas.

La gente respiraba con dificultad dentro de sus casas. Decenas de cadáveres aparecían uno tras otro en las calles. Los habitantes enfermos hacían fila frente al consultorio de un médico junto a su tienda.

“Pensé: ‘¿Qué le está pasando al mundo? La gente está muriendo como pajaritos”, dijo Sharma. “Todo el mundo estaba asustado. Era como si de repente esta gente fuera intocable”.

El estigma

Al final de la calle, Shanno vende ollas de barro. Cobra unos 80 centavos por una olla grande y 40 por una pequeña. Ella también ha sentido la frialdad de sus vecinos, algunos de los cuales la han acusado de propagar la enfermedad.

Muchas personas se niegan a salir a la calle por miedo a contagiarse del virus, pero Shanno, quien solo tiene un nombre, está desesperada por conseguir ingresos. Ha seguido abriendo su tienda todos los días.

“Tengo miedo incluso de pedir ayuda”, afirmó Shanno, de 70 años. “Dicen: ‘La vieja nos contagiará de coronavirus’”.

El estigma que rodea al COVID-19 es una de las muchas razones por las que los expertos aseguran que las estadísticas oficiales de India subestiman enormemente el número de muertes. Algunas personas evitan hacerse la prueba por miedo a la vergüenza que conlleva un resultado positivo.

Cuando un miembro de la familia muere, las familias en duelo suelen ocultar los síntomas de COVID-19 o el diagnóstico en las cremaciones y entierros.

Dayanand Kaushik es un sacerdote hindú que ha supervisado las cremaciones en el vecindario durante los últimos 22 años. Su teléfono suena constantemente. Reza sus oraciones y prepara un cuerpo según los rituales hindúes, con flores y agua bendita del Ganges.

En abril, Kaushik trabajaba 20 horas al día, ya que cada vez aparecían más cuerpos en el crematorio. Los cuerpos se duplicaron, luego se triplicaron. Un día, Kaushik y sus colegas cremaron 22 cuerpos.

Algunos días tuvo que rechazar a los familiares en duelo y pedirles que trajeran el cuerpo al día siguiente. En otras ocasiones, descubrió cadáveres arrojados frente a su puerta por personas que temían contagiarse del virus.

Mucha gente miente respecto a los síntomas, comentó. “Dicen: ‘Se murió de asma, de un infarto o de cáncer’”.

Los familiares se negaron a llevar a sus parientes enfermos a los hospitales, dijo Kaushik, por temor a no poder verlos una vez ingresaran. En lugar de eso, trataban a sus familiares enfermos en casa. De todos modos, la mayoría de los hospitales estaban saturados.

“Estoy desamparado. Ellos están desamparados”, dijo. “Si no los incinero, ¿quién lo hará? Mi corazón me dice que debo hacer todo lo posible para que el alma abandone el cuerpo”.

Los inicios de la actividad

El vecindario, más o menos desolado durante el día, ahora cobra vida durante las tardes de mercado de los martes y viernes. Los carros iluminados con luces de neón venden de todo, desde ropa interior hasta pantuflas y verduras.

Durante el resto de la semana, la mayoría de las tiendas del vecindario bajan las cortinas por el cierre. Solo en una plaza urbana hay más de una decena: la ferretería local, un estudio fotográfico, la papelería que también vendía cometas.

No obstante, también hay menos compradores. Las ventas del negocio de productos lácteos, la principal fuente de ingresos de muchos habitantes de Nangli Vihar, se han reducido a la mitad.

Meera Devi, de 28 años, ha estado vendiendo verduras en el mercado callejero desde que perdió su trabajo como guardia de seguridad el año pasado, cuando la aparición del coronavirus llevó al gobierno a imponer un cierre nacional.

Frustrada tras una noche reciente y difícil tratando de vender sus productos, les dio de comer a las vacas más de 15 kilos de calabazas; pero no piensa detenerse. “¿Qué si no le tengo miedo al virus?”, dijo. “¡Estoy muy asustada! Pero no tengo otra opción”.

Calle arriba, el Royal Book Depot vende cuadernos, bolígrafos y carpetas de arillos. Ajay Pal Singh, el propietario, y toda su familia se contagiaron de COVID-19 en abril. Unas semanas después, su vecino de al lado, Ajit Jain, enfermó de gravedad.

Casi una semana más tarde, cuando Jain recibía el alta del hospital, su familia no pudo encontrar a nadie que condujera su coche para llevarlo a casa. Ajay Singh, casi recuperado, se ofreció como voluntario. “Pensé: ‘¿Por qué no puedo ayudar a alguien?’”.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company