‘Todos están muertos’. La lucha por los derechos de los pueblos indígenas en la Amazonia peruana | Opinión

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Tenía 21 años cuando mi padre fue asesinado.

Todos sabíamos quién lo había hecho. Llevaba años intentando conseguir un título de propiedad para Saweto, nuestra aldea asheninka en la Amazonia peruana. Papá y algunos de los otros líderes de la aldea habían presentado una denuncia contra los madereros, que habían estado invadiendo nuestras tierras y cortando nuestros árboles.

Los madereros no dejaban de amenazarlos. Les dijeron lo que iban a hacer.

La última vez que vi a mi padre vino a visitarme a mi granja, a dos horas de camino desde su casa. Para entonces, llevaba cinco años viviendo con mi esposo. Teníamos tres hijos.

Estaba en el campo plantando yuca cuando apareció papá. Iba a reunirse con otros activistas. Ese día estaba de buen humor. Me dijo que íbamos a conseguir el título de propiedad de la tierra. Mientras se alejaba, le oí gritar para sí mismo, con alegría.

Sabía que el trabajo que estaba haciendo era importante. Siempre apoyé a mi padre. Los pueblos indígenas necesitamos algo que llamemos nuestro: nuestro propio territorio, donde podamos vivir bien, sin dañar los bosques. No podíamos permitir que nos quitaran todo. No era justo.

Pero yo tenía miedo.

Solo quedaban sus huesos

Unos días después, recibí otra visita, esta vez de mi hermana Adela. Estaba desayunando cuando me dijo que habían matado a papá.

“¿De qué estás hablando?”, le dije. “Regresará a casa el viernes”.

Pero supe que era verdad cuando bajé al pueblo y vi a la gente reunida. Las cuatro viudas estaban acurrucadas. Se lamentaban. Cuando me vieron me dijeron: “Están muertos, están todos muertos junto al río, y los carroñeros se están comiendo sus cuerpos”.

La policía tardó ocho días en acudir a investigar. En ese momento, solo quedaban sus huesos.

Fui a Pucallpa –la capital de la región– para exigir que los fiscales abrieran un caso. Pucallpa estaba a tres días de viaje en barco desde Saweto. Era un mundo diferente al que yo conocía. Era una ciudad.

En el campo, se puede ir a cazar. Puedes caminar libremente. Pero la ciudad es ruidosa, y hay mucha gente. Sabía que los asesinos seguían libres, así que allá donde iba me preguntaba si estarían entre la gente que me rodeaba. ¿Intentaría esa persona hacerme daño? ¿Y esa otra?

Me dije que me quedaría en Pucallpa hasta que se hiciera justicia. Pero no pensé que la justicia tardaría tanto. Por eso pido a la comunidad internacional que preste atención al juicio por homicidio de los madereros responsables. H

Han pasado siete años, y el juicio apenas empieza ahora. La vida se complicó; mi esposo no entendía porqué tenía que quedarme en la ciudad. Él quería que volviera a casa, pero yo no podía regresar sin que se hiciera justicia. Nos separamos.

Lo más duro del asesinato de mi padre es que nunca encontraron su cuerpo. Identificaron los restos de los otros, pero el cuerpo de mi padre fue completamente arrastrado por el río. Así que nunca podré aceptar del todo que está muerto. Una parte de mí siempre cree que está vivo, y que uno de estos días lo veré en el viaje de tres días en barco entre Pucallpa y Saweto. Y por eso siempre lo busco. Porque es imposible creer que esté muerto. Apenas tenía 44 años. Y siempre estaba tan sano. Nunca lo vi enfermo.

Durante años, el fiscal tuvo evidencia sobre quiénes cometieron estos asesinatos. Hubo testigos que vieron a los asesinos seguir a sus víctimas el día que desaparecieron. Pero los asesinos siguen viviendo libres, por lo que la injusticia sigue en el aire a mi alrededor. Y mientras estén libres, sigo viviendo con miedo, porque pudieran secuestrar a mis hijos. Pudieran matarnos.

Aún más peligroso

Echo de menos Saweto. La última vez que estuve allí, el año pasado, todos tenían miedo. Me contaron que ha llegado gente extraña al territorio, nuevos invasores, que quieren cortar nuestros árboles y plantar coca. Es una nueva mafia. Esta parece aún más peligrosa.

Pero sigo echando de menos mi hogar. Me encanta estar cerca del río. Es tan hermoso allí. Los asheninka creen en la Madre Tierra. Y cuando caminas por el bosque, te sientes como si estuvieras dentro de ella. Te sientes protegido. El sonido de los pájaros, la luz de la tarde... son cosas que la gente de la ciudad no entiende.

Incluso los científicos saben que somos los mejores guardianes de la naturaleza, porque creemos que las plantas tienen alma, igual que las personas. Por eso las protegemos tanto. Porque cuando se cortan plantas, hay que pedir permiso al lugar. No puedes coger de la Tierra sin más. Hay que pedirle permiso.

Diana Ríos es una líder asháninka que pertenece a la comunidad nativa de Alto Tamaya Saweto, ubicada en la Amazonia peruana en la frontera con Brasil.