Moldavia, en el foco de la guerra híbrida de Putin, forcejea con Moscú para afianzar su carrera a la UE
CHISINAU.— Parece una excursión en un día soleado. Pero el pequeño grupo, una veintena de hombres y mujeres mayores, pasea su protesta contra el gobierno proeuropeo de Maia Sandu por las calles de Chisinau. “Europa, si apoyas a Maia Sandu también apoyas… silenciar a la oposición y bloquear medios independientes”, dice el lema estampado en inglés en sus camisetas grises. Frente a ellos, banderas europeas y moldavas adornan las calles de la capital, engalanada para recibir la cumbre de la Comunidad Política Europea, el pasado jueves. El grupo de jubilados forma una más de las ruidosas manifestaciones contra el gobierno que, desde el año pasado, se han intensificado. Muchos de sus asistentes reciben dinero de los partidos de la oposición por asistir, según han revelado varias investigaciones de los medios moldavos. El gobierno cree que son un elemento más de las fuerzas afines o ligadas a Rusia para tratar de desestabilizar a Moldavia en una suerte de guerra híbrida que busca descarrilar sus aspiraciones de entrar en la UE.
Moldavia, de 2,6 millones de habitantes, un país mermado por la emigración y de los más pobres de Europa, recibió el estatus de candidato para entrar en el club comunitario hace un año, junto a su vecina Ucrania, en una decisión acelerada por la guerra lanzada por Vladimir Putin. En los últimos tiempos, este pequeño Estado, que desde su independencia de la antigua Unión Soviética había actuado como una especie de amortiguador entre Rusia y Occidente y fue alternando gobiernos prorrusos y proeuropeos, ha maniobrado para deshacerse de los tentáculos del Kremlin, que mantiene unos 1500 soldados en Transnistria, una región autoproclamada independiente en la década de 1990 y dirigida por políticos respaldados por Moscú.
Para tratar de mantener al país en su órbita, Rusia ha empleado tradicionalmente múltiples herramientas a su alcance, explica Galiya Ibragimova, analista en el Instituto Carnegie. Desde el arma energética —aprovechando la enorme dependencia del gas ruso, la compañía estatal Gazprom subió los precios cuando el gobierno pro-UE llegó al poder— hasta campañas de desinformación y propaganda. Y también las relaciones del Kremlin con la oposición prorrusa. Tras la invasión a gran escala del país vecino, con el que comparte más de un millar de kilómetros de frontera, el régimen de Putin sigue tratando de que Moldavia no se convierta en ese Occidente colectivo y “antirruso”, señala Ibragimova en un análisis esta semana.
En febrero, el gobierno de Sandu aseguró que había desbaratado un golpe de Estado orquestado por el Kremlin, ayudado por “provocadores” para instalar un Ejecutivo títere afín a Moscú. También afirmó que Rusia estaba tratando de trasladar mercenarios al país. El Kremlin negó tajantemente las acusaciones. En otoño, cuando empezó a despuntar el frío y el país lidiaba contra el aumento del precio de los alimentos y asumía la llegada de refugiados ucranios —es uno de los países de mayor acogida—, Rusia volvió a apretar la llave del gas como chantaje. Eso, unido a los constantes bombardeos a la infraestructura energética ucrania, llevó a Moldavia a sufrir grandes apagones y restricciones.
Se volvieron a apagar todas las luces de los edificios públicos, se bajaron las calefacciones y se engrosaron las colas para comprar combustible, cuenta Cosmin Dragea, de 78 años, en el centro de Chisinau. “Las élites de Moscú han cambiado poco. Siguen queriendo tenernos bajo su bota”, afirma este antiguo profesor de matemáticas. Hace una semana, Dragea marchó junto a sus hijas y sus nietos adolescentes en la manifestación pro-europea que recorrió las calles de la capital. Decenas de miles de personas. Una de las mayores de la historia reciente del país.
Influencia electoral
Moscú, además, ha sembrado una lluvia de millones entre políticos afines y también trata de influir en las elecciones, afirma una fuente de inteligencia occidental conectada con Moldavia. Uno de esos políticos, apunta, es el empresario Ilan Shor, que huyó de Moldavia y, en abril, fue condenado por fraude y blanqueo de capitales. Shor está ahora en Israel, pero mantiene su partido político, que conserva seis escaños en el Parlamento moldavo (de 101) y que hace unas semanas ganó en las elecciones de la región autónoma de Gagauzia, uno de los enclaves de mayoría de sentimiento afín a Rusia, a donde siguen llegando, por ejemplo, los canales de televisión de la órbita del Kremlin. En el resto del territorio predominan las simpatías con las sanciones de la UE a Moscú y la lucha contra la propaganda rusa y el discurso de odio hacia Ucrania.
Y ese es un elemento que —unido al discurso contra el gobierno central y el descontento social por la inflación de más de un 30%— es “fundamental” para mantener el anclaje, afirma Piotr, analista y periodista local, en un bucólico restaurante de las afueras de Comrat, la tranquila capital de Gagauzia, donde muchos rechazan hablar abiertamente de política. Y mucho menos de la guerra de Rusia en Ucrania. “Solo queremos paz”, murmura agitando la cabeza Olga, una de las pensionistas que reparten el periódico del partido de Shor en la avenida principal de Comrat. Olga se queja de “discriminación” por parte del Ejecutivo de Sandu contra la región, con herencia turca y de mayoría de habla rusa.
La UE ha sancionado a Ilan Shor y a otras siete personas, entre otras razones, por financiar a los manifestantes. Shor, dice Bruselas, “es responsable de acciones que menoscaban y amenazan la soberanía y la independencia de Moldavia, así como la democracia, el Estado de derecho, la estabilidad y la seguridad”. En octubre, la policía moldava allanó las oficinas del partido del empresario y vehículos y residencias relacionadas con su partido, y se incautó de 20 grandes bolsas de plástico llenas de lei, la moneda local, por valor de unos 91.000 euros. La Fiscalía cree que se usaban para pagar las protestas —algo que no es ilegal y el partido ha reconocido, alegando que es una cantidad “mínima”— y otras actividades destinadas a derrocar el gobierno. El departamento del Tesoro de Estados Unidos ha sancionado este lunes a otras siete personas por sus vínculos con la inteligencia rusa para desestabilizar el país.
El partido de Shor, que ha liderado algunas de las mayores protestas contra el gobierno, y el del principal opositor, el expresidente Igor Dodón (de 2016 a 2020), también afín a Moscú, han capitalizado en las manifestaciones los principales problemas sociales y económicos del país. Pero, desde la invasión, Moldavia se ha movido para desembarazarse de la enorme losa que supone depender del gas del Kremlin. Ahora tiene proveedores alternativos —incluidos Grecia y Rumania— y recorre la vía hacia la integración de la UE de la mano de programas europeos.
La semana pasada, coincidiendo con la visita de casi medio centenar de líderes europeos para la cumbre de la Comunidad Política Europea, el evento más importante del país en su historia reciente y un espaldarazo al gobierno de Sandu, la Comision Europea anunció un paquete de ayuda de 1600 millones de euros, planes de sostén energético y acuerdos para reducir el precio del roaming telefónico.
Este mes, el gobierno de Sandu, una antigua economista del Banco Mundial que asegura que volvió a su país para luchar contra la corrupción, ha anunciado por primera vez que dejará de importar gas ruso. La presidenta se ha puesto como meta la adhesión de Moldavia a la UE para 2030. Aunque algunos creen que, además de la larga lista de reformas que tiene por delante, la sintonía con Moscú en algunos de sus territorios puede suponer un problema.
El polvorín de Transnistria
Una de esas conexiones con Rusia es Transnistria, la región de la ribera del río Dniéster, reconocida como parte de Moldavia por la comunidad internacional (también por Moscú) que se proclamó independiente en 1990 y, 33 años después, sigue atrapada en la Guerra Fría. El pequeño territorio, controlado por el oligarca Viktor Gushan y su holding empresarial Sheriff —que posee desde el club de fútbol del mismo nombre y relevancia internacional hasta una cadena de supermercados, una empresa de telecomunicaciones o un banco—, parece vivir en una realidad paralela.
Cuando a solo unos pocos kilómetros Ucrania resiste a la invasión rusa, en Tiraspol, familias con sus hijos pasean bajo el sol de junio por el parque de Catalina la Grande (emperatriz de Rusia entre 1762 y 1796) y por la avenida 25 de octubre, en honor a la Revolución de Octubre. En los edificios oficiales importantes, como el de Gobernación, una mole de estilo soviético, se alza la bandera rusa junto a la de Transnistria.
Con los primeros compases de la invasión y todavía ahora —Moldavia continúa bajo estado de emergencia— muchos ojos miraron hacia Transnistria. Allí sigue, desde el final de la guerra de 1992, que segó un millar de vidas, un contingente de unos 1500 pacificadores rusos que custodian también un viejo polvorín de armas de la II Guerra Mundial. Los soldados son, no obstante, una mayoría de hombres locales con pasaporte ruso y poca instrucción que patrullan por zonas estratégicas y mantienen puntos de control. Como uno junto al río, por donde corretea un grupo de críos con las caras pintadas de acuarela.
Algunos suelen describir Transnistria como un parque temático de la época soviética, con sus estatuas de Lenin presidiendo las plazas y su propia moneda (que también se llama rublo). Un lugar donde no funcionan las tarjetas de crédito internacionales y no hay grandes cadenas de tiendas, como H&M, sino pequeñas boutiques locales sucedáneas, como H&A.
Pero lo cierto es que Tiraspol, adornada con flores, con el césped perfectamente arreglado y en la que no se ve un solo papel en el suelo, es un lugar opaco, donde se ha erradicado toda oposición política y la mayoría de los que han tratado de llevar los vientos del cambio han sido arrestados por los servicios secretos (que, como en la época soviética, cuando Transnistria era una región industrial y rica, se llama KGB), cuenta en voz baja Yelena, una joven contable.
El gobierno de Tiraspol, sin embargo, no ha vuelto a poner sobre la mesa la idea de hacer otro referéndum para sondear su independencia y, desde que empezó la guerra al otro lado de la frontera (desde entonces cerrada), parece menos partidario que nunca de tocar el statu quo, aunque, hace unas semanas, un comité parlamentario ruso reclamó que se reforzara el contingente ruso en la zona, algo que no solo escalaría la tensión sino que también sería enormemente complicado en términos logísticos.
Para el ministro de Exteriores de Moldavia, Nicu Popescu, Transnistria no será, sin embargo, un impedimento para el ingreso del país en la UE. “Por más de una década, hemos tratado de conectar con los ciudadanos que viven en la región y creo que finalmente terminarán por ver los beneficios de la integración europea”, asegura Popescu tras una presentación en un moderno centro cultural de la capital, financiado con fondos europeos. “Hemos logrado algunos cambios para consolidar la democracia en una región muy difícil. Moldavia esta en una posición peligrosa en un momento peligroso de la historia del continente europeo”, dice. “Pero no estamos solos”, remarca.
El pequeño país, que ha crecido en valor estratégico por su localización, encajado entre Rumania (miembro de la OTAN y la UE) y Ucrania, tendrá elecciones el año que viene. Serán una prueba para el gobierno, que no solo tiene que satisfacer a la ciudadanía, sino también demostrar a Bruselas que va por la vía adecuada con reformas económicas, del sistema de justicia y medidas anticorrupción.
En 2022, amplió sus exportaciones hacia el Oeste y más del 50% de la diáspora trabaja en países de la UE. Hace unas semanas, el Ejecutivo, además, anunció que abandonará la Asamblea Interparlamentaria de Estados Independientes (liderada por Rusia y compuesto por algunos países de la antigua URSS) y, a principios de año, descartó la denominación del idioma oficial como “moldavo”, al considerar que es el nombre que se dio al rumano —la lengua que habla la mayoría— en la época soviética. Los lazos con Rusia se van difuminando y se afianzan los vínculos con la UE. Más del 60% de la ciudadanía quiere unirse a la Unión, según las últimas encuestas. La aprobación de Rusia ha caído de casi el 40% al 30%.
El viraje a la UE, pese a los intentos de Rusia, parece inevitable, remarca Alina Munteanu. La abogada cree que Moldavia solo tendrá un futuro brillante dentro de la Unión. “Algunos ven solo ventajas económicas en el acceso, pero cada vez se trata más de un asunto cultural y de valores. A mí, aunque el ruso es mi idioma principal, no me une nada con Rusia”, insiste. “Y menos después de la invasión de Ucrania”, asevera la mujer de 38 años mientras sorbe un café helado en un pequeño bar de la capital. Munteanu, sin embargo, reconoce que mantiene acaloradas discusiones sobre la UE con su abuelo. “Él tiene miedo a los cambios”. Pero porque son cambios, no porque el pasado fuera mejor”, remata.
Por María R. Sahuquillo