Migrar a los 71 años: “Si no hubiera escapado de madrugada, la pandilla ya me hubiera asesinado”
Aquella mañana, el hondureño Walter se percató rápidamente de que el muchacho que entró a su negocio no era un joven cualquiera.
“Enciéndelo, te van a llamar”.
Sobre el mostrador, el adolescente parco en palabras dejó un teléfono sencillo, de color negro, y salió por la puerta caminando con la misma tranquilidad con la que entró al local.
A los minutos, el celular comenzó a sonar rompiendo el silencio en el que se había quedado congelado Walter.
“¿Aló?”, preguntó, con las pulsaciones a mil y la boca seca.
“Mirá, perro —cuenta el hombre que le respondió otra voz juvenil, agresiva—. Ya sabemos todo de vos y de tu familia. Nos tenés que pagar la mitad de la plata que sacás, ¿okey? O si no, ya sabés lo que te va a pasar”.
Con las piernas aún temblorosas, Walter dejó perplejo el celular sobre la mesa.
Al otro lado, ya solo se escuchaba un ruido sucio.
El pandillero había cortado la llamada.
***
La tarde del día siguiente, Walter vio entrar de nuevo al adolescente de rostro aún lampiño con la misma sonrisa arrogante. Venía a cobrar el “impuesto” para la Mara, le anunció con la cotidianidad de quien dice que va a pasar a recoger el pan o las tortillas.
El hombre de 71 años abrió la caja registradora y entregó la mitad de sus ingresos del día.
No tenía otra salida.
—En Honduras, da igual que sea la Mara Salvatrucha 13 o el Barrio 18; ellos no respetan nada, las edades tampoco —dice mesándose una barba de chivo plateada que le nace de la barbilla y se extiende por el bigote y las mejillas—. Les da igual que seas un niño, un muchacho o un viejo como yo. Solo te respetan la vida si les das su buena plata.
Ahora, a unas semanas de distancia, apoyado en la pared de una pequeña clínica al interior de un albergue localizado en algún punto de la frontera sur —del que se pide no revelar su ubicación, así como tampoco la identidad real de los migrantes—, Walter explica que estuvo pagando el “impuesto” durante tres meses. Tiempo en el que, todos los días, trabajó prácticamente para sostener a la Mara que lo amenazaba, igual que muchas otras personas en su colonia que sufrían en silencio la misma suerte.
—El problema empezó cuando el negocio bajó mucho. A diario me fui quedando sin existencias y los ingresos eran cada vez menores. Y, claro, el extorsionador no perdona —dibuja una sonrisa trémula en los labios, al tiempo que se ajusta sobre la nariz unos lentes de aumento que le dan un aire de profesor veterano—. Y si vos no les pagás… pues te dan cuello, como dicen acá los mexicanos. Te dan piso, pues.
A continuación, tras ajustarse sobre la frente una gorra del Real Madrid, equipo de futbol español del que repite cada vez que tiene oportunidad que es “aficionado a morir” desde los tiempos del goleador mexicano Hugo Sánchez, Walter asegura que recuerda con nitidez que tomó la decisión de huir el pasado 30 de agosto, exactamente al 10 para las 3:00 de la madrugada.
A esa hora se despertó.
—Esa noche yo me fui para la cama sin pensar en venir para acá, ni nada —cuenta alzando ambas manos al aire, como si estuviera contando a su nieto una ocurrencia de lo más divertida.
Pero el insomnio lo desveló y empezó a darle vueltas a la cabeza. Acto seguido, se levantó producto de un impulso. Se vistió. Buscó una vieja “valija” que puso sobre la cama para llenarla con un par de mudas, unas playeras y algo más de ropa. Luego tomó un taxi y, aprovechando el amparo de la noche, se dispuso a huir a escondidas de la Mara, con el consabido riesgo de que lo descubrieran y castigaran por ello, pues en Honduras nadie puede escapar de la colonia sin su permiso. Y mucho menos, sin haber pagado antes por ese derecho.
A la mañana siguiente, a eso del mediodía, otro mensaje de texto entró a su celular.
“Papi, ahí le dejé el desayuno en el micro”.
Era su hija, que se llevó el susto de su vida cuando, en la noche, fue a visitar a Walter y no lo encontró en la casa.
—Yo no le conté a nadie que iba a migrar, ni a mi hija siquiera. Por eso hasta denuncia por desaparición puso —dice ahora rascándose los pelos que le sobresalen de la nuca, como quien ofrece tímidamente disculpas por una travesura grave—. Y como yo era patrocinador de un equipo de futbol femenino y tengo muchos amigos periodistas, pues esa noticia se reprodujo hasta en los Estados Unidos. Allí, muchas de mis jugadoras que emigraron para allá la vieron y dos de ellas me llamaron por teléfono estando yo acá, en el albergue en México.
Y en ese momento, su hija se llevó el otro gran susto de su vida al enterarse de que su padre, con 71 años, había decidido escapar en silencio de la Mara para tratar de migrar sin documentos por Centroamérica y México.
Cuando su familia al fin supo de él, Walter ya había vivido un maratón de caminatas, noches a la intemperie, buses de tercera y pagos de extorsiones por goteo que lo fueron desangrando con cada kilómetro tan solo para llegar a la frontera sur, cuando la distancia hasta el Río Bravo en el norte es todavía de más de 2 mil kilómetros. Unos kilómetros, además, que están minados por el crimen organizado, especialmente en estados como Tabasco, Veracruz o Tamaulipas, en la ruta migratoria del golfo, la más corta, y por retenes de migración, soldados y policías de todos los colores: tan solo desde la frontera sur hasta el albergue, este medio contabilizó para esta crónica al menos cuatro de esos retenes, incluyendo uno de la fiscalía estatal que, a pesar de que por ley está impedida para solicitar a ningún ciudadano documentos migratorios, también hace labores de contención.
—En Guatemala, cada retén, mínimo, son 100 quetzales para la policía (unos 250 pesos mexicanos). Y eso que yo iba legalmente en ese país. Le decía al policía: “Oye, hermano, pero yo pasé legalmente por la garita de Corinto. ¿Por qué me estás pidiendo dinero?” —cuenta Walter, se encoge de hombros y cruza enojado los brazos—. Pero ellos solo me decían: “Mirá, abuelo, acá ese papel no sirve de nada. Tenés que pagar si querés pasar”.
Walter continúa.
—Yo nunca había emigrado antes. Ahí me di cuenta de que este camino es así y que tenés que venir pagando mochadas a cada rato—. Y pues yo traía mi dinerito acá guardado para este camino —agrega llevándose la mano a la bolsa del pantalón, con la inocencia y la vulnerabilidad del niño que se queja porque le robaron las golosinas—. Pero… así como lo traía, así me lo quitaron entre los policías y los maleantes.
***
Walter no aparenta sus más de 70 años. Es de estatura media y complexión robusta. Camina erguido y con paso firme. Viste gorra, una playera roja deportiva, unos pants y unos tenis en buen estado. Viendo a la distancia cómo gesticula con las manos cuando platica con otros migrantes del albergue, parece el director técnico de un equipo de futbol dando instrucciones a su delantero.
—Yo aún me siento fuerte y con mucha energía —responde con ambos brazos puestos en jarra en la cintura, de la que sobresale una discreta barriga, cuando se le pregunta cómo se le ocurrió migrar a esa edad—. Además, no me quedaba de otra —añade llevándose la mano a la nuca por donde le sobresalen mechones grises de pelo encrespado—. Me tuve que escapar de madrugada, porque si no lo hubiera hecho… la Mara ya me hubiera dado muerte por no pagarles la cuota. No estaría ahora mismo acá platicando con vos.
En el cuello, Walter luce una llamativa cadena de oro y en la muñeca derecha lleva un reloj que también parece de oro. En un contexto de violencia como en el que se encuentra —con migrantes como Kevin, de 25 años, quien denuncia que en la misma puerta del albergue hay un “halcón” de un cártel de la droga que le exige 3 mil dólares para llevarlo traficado a la fuerza a la frontera norte— tales lucimientos parecerían una temeridad, incluso dentro del refugio.
Pero Walter, tal vez fruto del desconocimiento —es la primera vez que migra— o de la candidez —admite que no sabe mentir cuando le piden dinero en los retenes—, o quizá por el aplomo que dan los años, asegura no tener miedo al camino.
Tras atravesar Guatemala como parte del largo trayecto hacia el norte, el hondureño llegó a bordo de “un busito” a la porosa frontera mexicana. Ahí mismo, en un punto sin vigilancia en mitad de la nada, el chofer de la combi le indicó que lo estaría esperando “un muchacho” arriba de una moto.
Nada más verlo, el joven le pidió 4 mil 200 pesos para llevarlo hasta la puerta del albergue, a unos 50 kilómetros de distancia —por un trayecto de más de 200 kilómetros, un autobús ordinario cobra menos de 200 pesos— . Walter trató de regatear para bajar el costo a 3 mil, pero obtuvo una negativa tajante como respuesta.
—Me dijo que no, porque tenía que pagar a la maña y también al banderante.
El “banderante” es otro muchacho que va en otra moto vigilando que en el trayecto no se topen con los muchos retenes del Instituto Nacional de Migración, la policía o la Guardia Nacional.
Finalmente, el muchacho colocó la maleta en la parte delantera de la moto para iniciar la marcha hacia el albergue, hasta que, a los pocos minutos, el “banderante” alertó de la presencia de uniformados.
“¡Que viene la migra!”, gritó.
Entonces, la moto se desvió rápidamente y se metió por un camino de terracería para despistarlos.
Poco después, llegaron al pueblo, a la entrada solitaria donde un taxi estaba con el motor prendido.
“Órale, bájate, bájate”, lo apuró el joven, para luego tirarle la maleta al suelo de mala forma y exigirle la mitad del pago pendiente.
“¡Apúrate, abuelo, chingada madre, que va a venir la migra!”.
Con el temor y los nervios aflojándole las piernas, como cuando aquel día le marcó un marero para exigirle el “impuesto”, Walter no alcanzó a reclamar por qué lo estaba dejando en un punto que no era el albergue.
A continuación, subió al taxi, cuyo chofer, nada más cerrar las puertas, ya le estaba exigiendo otro pago de 200 pesos por un trayecto de apenas 25.
El hombre le entregó el dinero. De 10 mil lempiras con las que salió de su casa en Honduras, poco más de 8 mil pesos mexicanos, solo le restaban en el bolsillo 100 pesos. Y apenas estaba muy al inicio de la frontera sur.
—Le dije al taxista: “Mirá, hermano, ya el de la moto te dio tu parte. Y la carrera que vas a hacer es ahí no más. ¡Está bien cerca, míralo! —exclama con los ojos bien abiertos atrás de los lentes recordando el momento—. Y pues el señor se apiadó de mí, gracias a Dios —concluye Walter aliviado, con la sonrisa de quien cree que logró un gran deal—. En lugar de 200, solo me cobró 100 pesos y luego me dejó en la puerta del albergue.
Esa noche, al menos, pudo dormir de nuevo bajo un techo antes de continuar con la odisea de migrar a los 71 años.
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