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¿Se merece Paret una exposición en el Museo del Prado?

<span class="caption">'Carlos III comiendo ante su corte', de Luis Paret, hacia 1775.</span> <span class="attribution"><a class="link " href="https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/carlos-iii-comiendo-ante-su-corte/65e40f49-bc90-4d3b-b5f2-69f6285fd9c3" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Museo Nacional del Prado;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Museo Nacional del Prado</a></span>

El pasado mes de mayo se inauguró en el Museo Nacional del Prado una exposición dedicada a Luis Paret. Es un acto de valentía: los visitantes suelen acudir a exposiciones de artistas “con tirón”, como Velázquez, el Bosco o Dalí. Pero ¿quién sabe quién fue Paret?

Se le conoce tan poco que casi todos los titulares dedicados a la exposición, por buscar algo más conocido, hacían referencia a Goya: “El Prado rescata a Paret, el ‘olvidado’ pintor de la ‘vida paralela’ con Goya” (Europa Press); “Paret, el ‘Watteau español’ eclipsado por Goya, por primera vez en el Prado” (El Independiente); “España vista por los ojos de Paret (y más allá de Goya)” (El Mundo).

La muestra sobre Paret es una apuesta fuerte del Prado, y el museo está, como dicen los jugadores empedernidos, “yendo con todo”. ¿Que no se conoce a Paret? Pues aprovechemos para cambiar eso. Así ha lanzado iniciativas tan geniales como publicar un vídeo en el que el propio Paret cuenta su vida o colocar en Madrid un panel enorme con la Cebra pintada por el artista.

¿Y por qué tanto empeño? Porque si solo se conoce a Goya, el siglo XVIII español no puede entenderse. Es necesario completar el panorama de la época con otros artistas. Y, puestos a recuperar el siglo XVIII español, Paret es un artista fascinante. Cosmopolita, culto, elegante y algo gamberro, la suya es una de esas figuras que, cuando se conocen, no se olvidan.

Cerca del lujo y la realeza

Luis Paret y Alcázar nació en Madrid en 1746. Su padre, Pablo Paret, de origen francés, era ayuda de cámara del duque de Uceda. Su madre, María del Pilar Alcázar, era sirvienta en diversas casas, generalmente de familias nobles. Esto será una constante en la vida de Luis: conocerá la riqueza, la nobleza, el lujo y el esplendor, pero él nunca será rico ni noble.

Ya desde pequeño, sus padres vieron que Luis era un niño excepcionalmente inteligente. Probablemente gracias a sus contactos con la nobleza, lograron que el niño tuviese una exquisita educación. Paret llegó a hablar francés, español e italiano, pero también latín y griego, era lector voraz y alcanzó una cultura exquisita y refinada. Mostró también talento dibujando y entró como alumno en la Real Academia de San Fernando con solo 10 años, ganando a los 13 uno de los premios en los concursos.

Algo en su desenvoltura y sus maneras hizo que llamara la atención del hermano pequeño del rey Carlos III, el infante don Luis. Este debió pensar que el muchacho prometía pero necesitaba algo más de formación. Y le envió a Roma durante tres años, a su costa, para aprender a dibujar.

A la vuelta, su estilo se había afianzado, con una preferencia por el gusto francés que adquirió con Charles de la Traverse, quien fue su maestro en Madrid. Con este bagaje, empezó a realizar, al servicio de Don Luis, sus obras más alegres, de fiestas, teatros y máscaras.

Un travieso en Madrid

Hasta 1775, el año en que todo se rompió. Carlos III descubrió que Paret había ayudado al infante a buscar mujeres con las que compartir “noches de bohemia y de ilusión”. El rey, encolerizado, le arrojó fuera del país. Hasta 1789, durante casi 15 años, Paret vivió exiliado en Puerto Rico y, posteriormente, en Bilbao. Cuando, ya con 43 años, pudo regresar a Madrid, otros pintores habían logrado el prestigio y la fama. El brillante porvenir de Paret se había oscurecido.

Paret trató de hacerse un nombre como pintor de paisajes, labor que ya había empezado en Bilbao, y en parte lo logró. Gracias a él, el panorama pictórico español se llenó de azulados puertos, costas, mares y pescadores, llenos de gracia y delicadeza.

También realizó retratos de su familia: de su esposa, también de origen francés, con la que se había casado antes de ir a Puerto Rico, y sus dos preciosas hijitas.

Uno puede pensar que, tras esto, Paret se esforzaría por ser una persona modélica y no causar problemas. Pero a Paret le podía su espíritu travieso y rebelde. En Bilbao se descubrió que poseía una edición prohibida de La Celestina. En realidad, no era algo que Paret mantuviese oculto: entre otras cosas, se conserva al menos una acuarela suya que representa precisamente a la Celestina.

Aun así, en 1791 fue denunciado a la Inquisición de Logroño e interrogaron a sus amigos de Bilbao al respecto. Sin embargo, la Inquisición acabó centrando el debate en si la obra debía o no prohibirse y el pintor pasó a un segundo plano. Paret, cuando vio alejarse el riesgo, hizo para un amigo un tablero de mesa decorativo con páginas de libros. Y, supongo que con una sonrisa traviesa, entre esos libros inmortalizó la Celestina. Si alguien quería ocultarla, él la puso a la vista de todos.

La pintura como ancla

En 1799, con solo 54 años, Paret falleció por tuberculosis. Poco antes de morir firmó una declaración asegurando que estaba en situación de pobreza, lo cual se ha interpretado como un reflejo de sus dificultades que tuvo para hacerse con encargos y ganar dinero.

Pero parece que fue una última pillería por parte del pintor. Declarándose pobre se ahorraba que su familia pagara los impuestos asociados al traspaso de bienes. Años después de su muerte, su viuda fue recopilando los bienes familiares, juntando una pequeña fortuna. Genio y figura…

Pero, por atractiva que sea la figura de Paret, ¿no es un pintor demasiado amanerado e insustancial? ¿Es lo que necesitamos en esta época tan turbulenta en que nos encontramos hoy en día? Se puede responder a esa pregunta con este Autorretrato de Paret.

Si nos fijamos en esta pintura, hay mucho en común entre Paret y el naufragio. El color de sus vestiduras es como el de la mar bravía, la ondulación de sus ropas coincide con las olas llenas de movimiento, el claroscuro del mar se refleja en el claroscuro de su tela. Paret llevaba ya años viajando, nómada, inestable, llevado por las circunstancias, como el barco agitado por el mar. Y en el lugar donde un barco tiene el ancla él tiene una carpeta.

La carpeta está llena de papeles y asoman dibujos a sanguina, probablemente obras que le han acompañado de un lugar a otro. Ese objeto es lo estable en su vida, lo que ha perdurado cuando todo cambiaba a su alrededor. Y, como Paret no puede dejar de ser el dandy elegante que siempre ha sido, la carpeta se cierra con una preciosa cinta rosa. Incluso en sus circunstancias más difíciles, Paret se las arreglaba para seguir siendo Paret.

Por eso, si alguien piensa que no es una buena época para dedicar una exposición al etéreo, elegante y ligero Paret, no puede estar más equivocado. Paret no es Goya, es cierto, no desciende igual a los abismos más tenebrosos del alma humana.

Pero Paret nos dice que el arte siempre será el ancla que nos mantenga a flote en las tempestades. Que en medio de borrascas como las que nos ha tocado vivir podemos aferrarnos a algún manojo de obras de arte que nos mantenga a salvo.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Myriam Ferreira no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.