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Cuando las medidas sanitarias son inaplicables: la COVID-19 en un asentamiento de Ecatepec

Isidra López Cruz tiene 64 años y cumple las medidas de prevención contra la COVID-19 cuando las circunstancias lo permiten.

No tiene agua corriente y la recoge en cubos de unos tambos apilados frente a su domicilio, una precaria estructura de tabicón y techo de lámina.

Se queda en casa a regañadientes. Antes salía a vender al tianguis, pero ahora, protesta, no la dejan. En una comunidad pobre como la suya, el confinamiento no es una medida de prevención sanitaria. Uno se queda en casa cuando no puede salir a trabajar.

Si enfermara por coronavirus, le sería difícil mantener un aislamiento. Más de 30 personas viven en el interior de su vivienda, entre hijos y nietos, que se dividen en varios cuartos.

El domicilio está en uno asentamiento irregular ubicado junto a la vía del tren en San Miguel Xalostoc, Ecatepec, Estado de México. Hace tres días le dijeron a Isidra que su hijo César, que vive en una colonia cercana, podía haberse contagiado. Según le explicó, le ardía la garganta y le dolía le cabeza. Por eso los doctores lo mandaron a casa justo un día después de que el hombre la visitó para celebrar su cumpleaños.

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“Me besó y me abrazó, pero yo me siento bien, así que será una gripa”, dice la mujer.

Isidra López Cruz durante el confinamiento a causa del desempleo provocado por la pandemia Covid -19. Foto: Carlo Echegoyen.

A falta de prueba médica el diagnóstico de César era de “posible coronavirus”. La receta: quedarse en casa y avisar a sus familiares, que también deberían guardar cuarentena. O, al menos, vigilar los síntomas.

No se puede quedar uno confinado si eso implica no salir a trabajar. Si no se trabaja no se come. Y aunque el virus pueda dar miedo, el hambre es más real.

Dice Isidra que hambre no han pasado. Que Gabriel, el esposo de su hija Paloma, sale todos los días a trabajar con un camión de la limpieza para que no les falte de nada. Pero ya se escucha que se despide a gente. Así que mejor confiar en que el virus pasó de largo y seguir con las rutinas.

“La situación es complicada por la cuestión económica. Esta difícil porque no hay trabajo. No podemos andar libremente por la calle por el coronavirus”, explica la mujer, decepcionada.

Isidra es de baja estatura y decidida, con una forma de hablar segura y carismática. Tiene sentido del humor y se le nota que está acostumbrada a cargar en sus espaldas con la vida de la gente.

Ella, junto a su esposo Sabino, fallecido hace dos meses, fueron los fundadores de este asentamiento popular hace casi un cuarto de siglo. Levantaron la primera casa a orillas de la vía del tren en San Miguel Xalostoc, casi en el límite con la Ciudad de México. Como no tenían dinero para rentar pero sí muchos chamacos que podían ayudar en la construcción, se instalaron irregularmente en un baldío federal, a escasos dos metros del ferrocarril.

La ley no lo permite, dice que hay que dejar al menos 15 metros desde el eje, pero la necesidad eligió por ellos. El terreno tampoco es suyo y siempre está la amenaza del desalojo.

Pero el tiempo consolida hasta las construcciones más provisionales y la comunidad fue creciendo hasta las 876 viviendas que forman el asentamiento.

“El asentamiento popular es una de las manifestaciones más crudas de la pobreza y desigualdad”, dice Juan Pablo Chávez Navarro, director de la oficina en Ciudad de México de Techo, una ONG que trabaja con comunidades en situación de marginación. Llevan desde 2010 con proyectos en la zona, como arreglar unos juegos para niños o instalar unas lámparas que den un poco de seguridad en uno de los municipios con más feminicidios del país.

Ahora observa con preocupación el impacto de la crisis en la economía. Además, advierte de los riesgos que la precariedad genera en medio de la pandemia.

Un niño del asentamiento juega en las vías del tren. Foto: Carlo Echegoyen.

“Los espacios son bastante pequeños. En una casa viven muchas veces más de dos núcleos familiares, de cuatro a ocho personas habitando el mismo espacio”, lamenta Chávez Navarro.

Si los habitantes del asentamiento eran vulnerables antes del coronavirus ahora lo son más. La falta de servicios básicos dificulta la prevención de la COVID-19. La crisis provocada por la pandemia los precariza más de lo que estaban.

“Hasta ahorita no hemos tenido ningún caso, alguien que se haya contagiado. Estamos bien, normal. Salimos a la calle con nuestro cubrebocas, aunque nos recomendaron no salir para no contagiarnos”, explica Isidra.

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Pasan unos minutos del mediodía del miércoles, 20 de mayo. Un tren acaba de atravesar el asentamiento. Algunas veces vienen en sus vagones migrantes centroamericanos despistados que no saben que se dirige hacia Puebla, que “la Bestia” hacia Estados Unidos hay que tomarla en otro punto.

Alrededor de las vías hay un enjambre de niños que llevan dos meses sin poder ir a clases y que se han convertido en los dueños del territorio, como salidos de “El señor de las moscas”.

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En la escuela les mandan las tareas por internet, pero no todos los hogares tienen computadora, ni siquiera dinero para los datos del celular con los que descargarse los ejercicios. En las casas, hombres y mujeres que antes trabajaban pero que han visto cómo la pandemia cortaba por completo sus ingresos. La enfermedad no se ve, pero la escasez golpea.

Si en este asentamiento preguntas por el coronavirus todos te responden que su verdadero problema es que no tienen trabajo.

La pandemia ha arrasado con los empleos, en su mayoría precarios. Muchos salían a vender en los tianguis, pero se han cancelado para evitar contagios. Otros trabajaban en obras que se han suspendido hasta nuevo aviso. Los más afortunados, los que conservan la chamba, son los que soportan la carga familiar.

Ecatepec es el segundo municipio que ha detectado más casos de COVID-19 en el Estado de México: mil 400 contagios y 145 fallecimientos según las cifras ofrecidas el martes por la Secretaría de Salud.

Aquí la epidemia que más preocupa es la de la pobreza. Según datos de 2018 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), 720 mil personas, cerca del 40% de la población del municipio, sufría escasez, y 290 mil, pobreza extrema.

Ganar lo justo para tortillas y sopa

“Aquí somos quince en un cuarto chiquito. Aquí se duerme mi hijo, su esposa y mi nieto. Aquí otro hijo con su esposa y los niños. Allá otro hijo y yo duermo aquí”. Gloria Macedonio de Jesús muestra el lugar en el que pasan la noche los 15 integrantes de su familia. Es un pequeño cuartito de unos nueve metros de largo y dos de ancho forrado por plásticos para que cuando llueve no se moje el interior. “Nada más para dormir”, explica.

Gloria Macedonio de Jesús explica la manera en la que duermen ella y los otros 10 integrantes de su familia. Foto: Carlo Echegoyen.

Otro lugar en el que sería imposible aislarse si el coronavirus tiene la mala idea de cazar a alguien de la familia.

En esta casa todo el que tiene edad para salir a vender tiene que hacerlo. El problema es que no hay clientes ni lugar en el que buscarlos.

Antes vendían plantas por los tianguis. Ahora las plantas están en sus bolsas de plástico a las puertas de la casita precaria en la que se hacinan Gloria y sus hijos.

La mujer, originaria de Oaxaca, tiene arrugas que le cuartean la piel y un cabello larguísimo. Arregla las plantas mientras se protege del sol junto su hijo, su nuera y dos nietos en una pequeñísima sombra en el exterior de la casa. Están acostumbrados a las estrecheces.

Dice que la última vez que salió a hacer negocio se embolsó 150 pesos, a los que había que descontar los 50 del desplazamiento. “Tan siquiera nos alcanza para la comida, tortilla y sopa comemos”, dice.

Historias similares se escuchan en todo el asentamiento. Familias que antes tenían poco y ahora tienen menos pero que, al final, sobreviven.

Lo explica Juana Rodríguez, que antes vendía sombrillas por los tianguis y que lleva dos meses sin ingresos. Su esposo trabaja como albañil y estuvo dos semanas sin trabajo. A mediados de mayo, cuando la curva de contagios estaba en su punto álgido, le volvieron a llamar. Y allá que fue, mucho más preocupado de que no le diesen el empleo que de poder enfermar.

“Hay veces que no alcanza. Que no había para comprar comida y solamente mi familia me mandaba”, dice Juana.

La crisis también les alcanzó en Oaxaca y ahora no hay para nadie.

Para la mujer, la culpa es del gobierno por mantener cerrados los negocios. “Esto nos perjudica a todos. Estamos encerrados y de todos modos hay enfermedades. Nosotros vamos al día. Estamos muy mal”, asegura.

Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga y en casa de Juana eso significa que siempre hay frijoles, arroz, pollo o verduras.

“Hambre no hemos pasado. Aunque estamos muy perjudicados y nadie nos apoya”, asegura.

Juana Rodríguez cuenta que el reparto de agua se hace cada semana mediante pipas que envía el ayuntamiento de Ecatepec. Foto: Carlo Echegoyen.

Desde que comenzó la pandemia, este asentamiento no ha visto ayudas de ningún tipo. Y eso que forman parte del sector más vulnerable, según reconoce Gabriel Salazar, director del área de comunicación social de la alcaldía de Ecatepec.

Asegura el funcionario que a partir de hoy está previsto el reparto de despensas y kits de limpieza. Más de 130 mil paquetes de productos básicos como arroz, frijol y agua que cuestan 300 pesos cada uno y adquiridos en mercados locales.

Según el vocero, el gran riesgo al que se enfrenta ahora Ecatepec es la escasez de agua. Denuncia que el gobierno del Estado de México, dirigido por Alfredo Del Mazo, les ha recortado 518 millones de litros de agua que llegaban desde el tanque ubicado en Cerro Gordo.

Por ahora el asentamiento de Xalostoc no se ha visto golpeada por este problema. Pero es el municipio el que llena los tambos cada ocho días. Así que Salazar avisa que esta agua también podría estar en riesgo.

En pleno auge de los contagios, la alcaldía de Ecatepec ha suspendido 308 durante una semana. “Lamentablemente no hay conciencia del ciudadano para acatar la medida”, dice.

En el asentamiento responden: no es que se expongan al contagio por gusto, es que si no van al tianguis a vender igual esa noche no cenan.

Para atender la falta de empleos, asegura el funcionario que la alcaldía tiene previsto lanzar 30 mil empleos públicos dentro de un plan de inversión de 190 millones de pesos en programas sociales.

Pero falta tiempo para que esos empleos lleguen a gente como Elio Omato, de 38 años, albañil que lleva un mes sin trabajo. Antes tenía su jornal en una constructora en el municipio de Cuautitlán Izcalli, también en el estado de México. “Pararon la obra, nos descansaron a todos y sin sueldo”, lamenta.

En su casa solo viven tres personas: su esposa, su hijo y él. Para pasar la semana disponen de un monto variable, entre 300 y 600 pesos, dependiendo de su esposa trabaje uno o dos días limpiando un domicilio en la Ciudad de México.

Como no tiene trabajo, el hombre pasa el tiempo tratando de buscarse la vida en el asentamiento.

Cuando no hay nada que hacer surgen las preocupaciones. Que si no hay trabajo. Que si cuándo terminará el confinamiento decretado por el gobierno y podrán regresar a sus puestos. Que si alguien vendrá para dar alguna ayuda.

Aquí la COVID-19 da respeto, pero se habla de ella como de algo muy lejano. Nadie duda de su existencia, pero la ubican en otro planeta, aunque este pueda ubicarse a tres calles de distancia. En el asentamiento también muere la gente, pero siempre es de otra cosa. Tampoco la gente habla demasiado sobre sus propias tragedias. Y esto lleva a la extensión de los rumores. La desinformación es otro de los daños colaterales del coronavirus.

Por ejemplo, aparece en la conversación el caso de un señor que falleció en su casa hará un mes más o menos. Refrescos sobre la mesa que la escasez de cerveza también afecta a Ecatepec. Y especulaciones sobre qué pudo ocurrir con aquel hombre al que todo el mundo conocía y que murió a finales de abril.

“Nosotros supimos que tuvo síntomas, que tuvo mucha tos y temperatura”, dice un joven.

“Pero se hubieran contagiado sus hijos y ellos no enfermaron”, rebate una mujer.

“Yo supe que estaba malo de la tos”, insiste otro hombre.

“Velaron el cuerpo. Hasta fuimos. No nos ha pasado nada, así que será otra cosa”, argumenta la señora. “Ahí fue el velorio. Él murió en su casa y ahí hicieron todos los trámites. Ya no se llevaron el cuerpo al hospital ni le hicieron autopsia, no más lo embalsamaron y se lo llevaron a su pueblo”.

“Ahí se nos quedó la duda, pero no sé, ni soy quién para decir nada”, agrega el primero.

“Un contagiadero que hubiera habido”, dice la señora.

César, el hijo de Isidra, ya se encuentra mejor. Dicen los médicos que el viernes le darán el alta. Y en casa de la mujer nadie ha enfermado. Así que las preocupaciones se dirigen hacia el bolsillo. Todos los días hay que comer. Y hay que seguir echándole ganas mientras confían en que la enfermedad siga lejos.

El domingo se celebró un velorio en la calle Cristóbal Colón, la primera situada junto a la entrada del asentamiento. Causa de la muerte: posible COVID-19.

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