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¿Puede una mala persona ser buena profesional?

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Estoy convencida de que muchas de las personas que están leyendo estas líneas se han hecho esta pregunta en alguna ocasión. Es más, puede que haya sido tema de conversación con personas cercanas. Probablemente, cada quien haya dado una respuesta inmediata al formularla. Para mí, la respuesta es no. Una mala persona no puede ser buena profesional. Voy a argumentar por qué.

Punto de partida

Empezaré explicando desde dónde voy a hablar. Soy profesora de Ética en la Universidad de Deusto desde hace más de 20 años. Nuestra universidad, al menos desde los años 90 del siglo pasado, imparte formación en ética en todas sus titulaciones.

A lo largo de mi trayectoria profesional he impartido esta materia en diferentes titulaciones: Humanidades-Empresa, Administración y Dirección de Empresas, Psicopedagogía, Secretariado y Turismo… Desde la implantación de los grados la asignatura lleva el nombre de Ética cívica y profesional. Las reflexiones que voy a compartir aquí las he ido elaborando a lo largo de esta trayectoria.

‘Lo que es’ versus ‘lo que debe de ser’

En clase siempre hay que insistir en que, por un lado, está la realidad, lo que es, pero que el discurso de la ética es el de lo que debe ser. Busca aquellos principios y normas que sean universales, válidos para todas las personas y también exigibles a todas las personas.

Hace muchos años asumí un lema que trato de cumplir y transmitir, aunque no siempre es fácil llevarlo a la práctica: “El bien es bien, aunque nadie lo haga; el mal es mal, aunque todos lo practiquen”. Y es que el ser humano es capaz de justificar prácticamente cualquier cosa, aunque no todas las razones tienen el mismo valor. “El primer paso para hacer lo correcto es distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, pero hay otro paso que es más complicado, elegir lo correcto” (Echaniz, 2021).

Xabier Etxebarria, catedrático emérito y director del Aula de Ética de mi universidad hasta su jubilación, escribió un artículo con un sugerente título, El pardillo moral, en el que señalaba que muchas veces lo que nos molesta de quien no sigue las normas no es solo la injusticia de su conducta, sino también la envidia “por sentirse incapaz de hacer lo que este hizo”.

Nos recordaba que la injusticia del carota lo es por partida doble: “A nivel individual, porque nos roba un tiempo, o una oportunidad, o unos méritos, o un trabajo personal. Pero también a nivel colectivo, porque la generalización de su conducta, la multiplicación de sus pequeñas dominaciones, afecta negativamente de modo relevante a la convivencia en su conjunto”.

Asimismo, instaba a desarrollar dos virtudes importantes para acabar con la mencionada injusticia: la solidaridad y la valentía. Carotas existirán siempre, en todos los ámbitos de la vida, pero en lugar de ensalzarlos socialmente podemos contribuir a que sean la excepción y no la norma. Por un lado, eligiendo lo correcto ante los dilemas personales y profesionales que enfrentemos; por otro, reprobando a quien va en contra del bien común. Y esto siempre es más fácil hacerlo cuando se cuenta con el apoyo y respaldo de otras personas.

Sobre la doble moral

Hay un interesante artículo en el que su autor, Saul W. Gellerman, se preguntaba qué lleva a personas consideradas buenas en el ámbito personal a cometer acciones no éticas en el ámbito profesional. En su análisis llega a la conclusión de que detrás de esos hechos hay una o varias de las siguientes racionalizaciones:

  1. La acción no es realmente ilegal o inmoral.

  2. Es lo mejor para el individuo o la empresa.

  3. Nunca se descubrirá.

  4. Dado que beneficia a la empresa, esta lo aprobará.

También podríamos añadir una razón que escucho habitualmente: “Todo el mundo lo hace”.

Recuerdo que hace años, en una reunión de profesorado de ética, uno de los asistentes comentaba que alguna vez se había planteado realizar como práctica en clase una lista de conductas incorrectas y dos columnas con los siguientes encabezados: “¿Lo harías si sabes que no te van a descubrir?”, “¿Por cuánto dinero realizarías esta acción?”.

La verdad es que asusta un poco pensar en qué podría resultar de un ejercicio así. Esto apoya la idea que ya hemos comentado de que no siempre es fácil elegir lo correcto. Y más si hay dinero o intereses por medio, o si sabemos que podemos salir impunes.

Normalmente la corrupción no comienza a gran escala. Empieza por cosas pequeñas que reportan beneficios y no son sancionadas. Además, muchas veces valoramos muy negativamente las acciones corruptas de otras personas, pero somos más benevolentes con las propias o cercanas. Jiménez González y García Galindo, hablando de por qué existe la corrupción política (pero podría extenderse a otros ámbitos) destacan tres factores:

  • La educación (a mejor sistema educativo menor corrupción).

  • La transparencia (la rendición de cuentas es fundamental).

  • Las sanciones (judiciales y sociales para evitar la impunidad).

Solución: repensar el éxito

Para conseguir buenos profesionales buenos, además de más educación, más transparencia y más sanciones, me gustaría introducir otro elemento: como individuos y como sociedad debemos replantearnos qué es el éxito.

Howard Gardner, investigador y profesor de la Universidad de Harvard, conocido por la formulación de la Teoría de las Inteligencias Múltiples, afirma que, después de 40 años de investigación, ha cambiado su perspectiva de lo que significa tener éxito (TEDx Talks, 2015).

Inicialmente hubiera dicho que es una cuestión de inteligencia (entendida como ingenio) y trabajo duro (perseverancia y determinación). Sin embargo, su teoría formula que hay distintas inteligencias (más allá de la lingüística y la lógico-matemática, que son las que tradicionalmente ha valorado el sistema educativo). Y sólo con trabajo duro no basta: tiene que estar enfocado a ser buena persona, buen trabajador o trabajadora (lo que exige excelencia, compromiso y ética, véase The Good Project) y buen ciudadano o ciudadana.

No permitamos que las malas personas sean modelos de actuación en ningún ámbito. De no hacerlo, las consecuencias las sufriremos todos y todas.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Arantza Echaniz Barrondo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.