‘Mi madre sufre demencia, pero siento como si fuera a volverme loca’

—¿DÓNDE estoy?

—Estás en tu habitación, en mi casa.

Hemos tenido esta conversación cada 15 minutos, todos los días, durante el último año y medio.

Angelina, mi madre, de 98 años, fue alguna vez una de esas mujeres a las que las personas describen como una fuerza de la naturaleza. Fue una madre soltera y trabajadora antes de que esto fuera relevante, y era como Helen Bishop de Mad Men, envidiada y despreciada por las Betty Drapers de mi vecindario. Ella es la mujer que comenzó a trabajar como operadora en la oficina de teléfonos y se jubiló como ejecutiva; la mujer que se convirtió en la matriarca de mi familia tras la muerte de mi abuela; un miembro de la generación de la Segunda Guerra Mundial que siempre tuvo como guía a su sentido común.

Hace diez años comenzó a quejarse de “confusión”, aunque nunca pudo precisar sobre qué se sentía confundida. Hace cinco años fue claro que ya no podía manejar el dinero, así que yo le hacía las compras y me hacía cargo de pagar sus facturas. Hace tres años también tuvimos que descartar la cocina, y yo me encargaba de darle sus tres comidas. (Dado que para llegar a su apartamento en Manhattan solo tenía que cruzar la calle, esto no me representaba ninguna molestia). Hace un año y medio, tras sufrir una enfermedad en la vesícula biliar y pasar seis semanas en un centro de rehabilitación, mi esposo Neil me hizo enfrentar mi negación del hecho de que mi madre ya no era quien había sido pronunciando tres sencillas palabras: “Ya es hora”.

Y así fue como Angelina se mudó con nosotros a la recámara vacía de mi hijo Luke, de 26 años, y actualmente ingeniero eléctrico que vive por su cuenta desde hace mucho tiempo.

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Tomé la decisión de no ingresarla en un hogar de residencia asistida debido a lo que vi mientras estuvo en rehabilitación: ningún abuso, sino un descuido benigno que se volvía cada vez más grande, a pesar de las mejores intenciones de los cuidadores. Las agotadas enfermeras y ayudantes simplemente no podían atender a cada llamado en el momento en que sonaba la campanilla, y los pacientes tenían que esperar para ir al baño o satisfacer alguna otra necesidad básica; los alimentos se distribuían en una sola tanda a todo un piso, por lo que muchas veces ya se habían enfriado cuando llegaban a su destino; muchos pacientes gritaban el nombre de un ser querido y eran ignorados con la esperanza de que se cansaron y se durmieran.

Terminé pasando el día entero junto a la cama de mi madre, tratando de hacer mi trabajo en mi computadora portátil mientras trataba de suplir las deficiencias del personal; a veces sentía que tenían que pagarme un sueldo. Y francamente, no solo era más seguro y cómodo para Angelina que viviera con nosotros; también era más fácil para mí, ya que me ahorraba el traslado al hogar de residencia y el tener que salir corriendo a comprar alimentos satisfactorios para ella.

Desde que está aquí, mi madre duerme mucho. Cuando está despierta y lúcida todavía podemos charlar un poco, y en la hora de la comida ella se alimenta sola. Pero necesita ayuda para vestirse y bañarse, y dado que no puede quedarse sola, siempre que tengo que salir, Neil o Meg, mi hija de 23 años, se hacen cargo de todo.

Mucha gente me elogia y me alienta por haber llevado a mi madre a vivir conmigo, pero no creo merecer tales halagos. Hago lo que necesito hacer. Ella me cuidó, y cuando Luke nació, se mudó desde otro distrito para ayudarme con el fin de que no me convirtiera en una “Sra. X” al estilo de El diario de una niñera.

NO ES COMO CUIDAR A UN NIÑO

Varios familiares comprensivos me dicen lo mal que se sienten por mí, pues tengo tantas cosas que hacer. Pero lo que nadie parece entender es que darle a mi madre sus alimentos (los cuales tengo que preparar para mí y mi familia de todos modos), llevarla a sus citas con el médico, ayudarla a vestirse, mantenerme atenta mientras está en la ducha, nada de esto es un gran problema para mí. Empujarla en su silla de ruedas cuando salimos me deja un poquito cansada de cuando en cuando, pero tenemos a nuestra disposición un servicio llamado Wheelchair Taxi (taxi en silla de ruedas), que es como Uber, pero los autos pueden transportar también la silla de ruedas.

Lo que en realidad está volviéndome loca es ver el deterioro de alguien a quien no solo amo con todo mi corazón, sino que también extraño terriblemente. “Es como cuidar a un niño”, me dijo una vecina bienintencionada. No. No es así. Los niños tienen toda una vida por delante. Uno cuida a los niños con la intención de que algún día salgan al mundo y puedan cuidar de ellos mismos. Con un padre o una madre ancianos la vida va quedando atrás; lo que queda por delante es la muerte. Básicamente, lo que hacemos es mantenerlos cómodos y contentos hasta que llegue el momento.

Y aquí no hay atajos ni soluciones fáciles, al menos no para mí. Una de mis familiares, creyendo que descubría el hilo negro, me dijo que debería contratar a un asistente. Neil y yo habíamos hablado largo y tendido sobre el asunto. Mi madre nunca fue una persona muy sociable y mantenía su círculo muy cerrado, únicamente con los miembros de la familia y una amiga muy cercana, con la que compartió una relación de 50 años (más que la mayoría de los matrimonios) hasta que ella murió, hace casi diez años. Un extraño en la casa representaría para ella (y para mí) más problemas que soluciones.

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Recientemente, dos primos que viven en otro estado se sintieron tan consternados por mi falta de sueño debido a que Angelina se despierta sobresaltada en la noche y necesita que la tranquilice diciéndole que está segura, que me ofrecieron venir a casa para darme un día para que pudiera “ir a comer, hacerme la manicura o ir al salón de belleza”. Les expliqué que agradecía su preocupación y sus buenas intenciones, pero sí quisiera hacer cualquiera de esas cosas, de nueva cuenta, Neil, Meg y Luke, cuando sus actividades se lo permitieran, podrían cubrirme.

Lo que necesito es un mago que me traiga de vuelta a la persona a la que conocí; aquella mujer que discutía conmigo casi por cualquier cosa era la primera a quien llamaba para ir a ver una película como El diablo viste a la moda o la que se convertía en mi estilista cuando Neil y yo teníamos algún evento social o laboral al que asistir.

Y ya que Merlín no va a aparecer pronto, y para evitar que mi tristeza se transforme en depresión, me pongo mi cubrebocas y salgo. No necesito mucho para sentirme mejor: solo un poco de aire fresco y movimiento. Por fortuna, Nueva York es una ciudad para caminar, así que trato de salir por lo menos media hora cada día, pero los sábados, a veces yo sola y frecuentemente con Neil como mi cómplice, logro cumplir mi meta de 10,000 pasos. Neil y yo también tratamos de salir a almorzar o a cenar entre semana.

Cuando regreso a casa tengo la cabeza más clara, pero aún me espera el “¿Dónde estoy?”.

Hay una teoría que leí en alguna parte, según la cual si tú cambias tu propia conducta, la de quienes te rodean también cambiará. Decidí ponerla a prueba con mi respuesta: “Estás conmigo y estás segura”. Y la repito, como un hechizo, 15 minutos después, cuando la pregunta vuelve a surgir.

—∞—

Lorraine Duffy Merkl es autora de dos novelas. La tercera, The Last Single Woman in New York City (La última mujer soltera en la Ciudad de Nueva York, sin traducción al castellano), será publicada por Heliotrope Books. Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.