Los patéticos y famosos defensores de la tauromaquia en México por preservar una barbarie

La Plaza Mexico en un día de corrida de toros | Foto archivo: Andrew Lichtenstein/Corbis via Getty Images
La Plaza Mexico en un día de corrida de toros | Foto archivo: Andrew Lichtenstein/Corbis via Getty Images

Existen temas en esta vida que nos obligan a hurgar en el perfil de Twitter de la gente. Ya saben: cuando algo está en tendencia, es necesario saber lo que piensan ciertas personas. Y la prohibición de corridas de toros en Ciudad de México es uno de esos temas. Seamos sinceros, cuando uno entra al perfil de alguien como Paco Calderón, caricaturista del Reforma, no se puede sino esperar que sea un ferviente adorador de la Fiesta Brava. No se puede ni fingir sorpresa.

Quizá pequemos de prejuiciosos, o no, porque cuando una sospecha se confirma tan rápido, entonces bien podemos jactarnos de nuestra vocación detectivesca. Aunque tampoco es tan difícil determinar el perfil del aficionado a esa vileza conocida como tauromaquia. Para definirlos rápido: son señores supuestamente leídos y letrados que se sienten muy tristes porque ya no podrán ver asesinatos en vivo en la Ciudad de México.

Ya no tendrán dónde sacarse fotos pretenciosas en las que hagan gala de su refinado sentido estético (aunque han encontrado un refugio mucho más amigable en la Fórmula 1). La escenita de la obra es muy conocida. Un periodista o político de alcurnia, como Loret de Mola, Heriberto Murrieta o Meade, asiste a la Plaza México. Solo quieren que alguien vea sus fotos y que, acto seguido, pregunte algo muy simple que responderá con toda la autosuficiencia del mundo:

—¿Por qué te gusta eso?

—Es arte, no lo entenderías.

Ellos, dueños de una proverbial cultura, se escudan en dos palabras que únicamente tienen sentido en sus cabezas: arte y tradición. Suena repulsivo tan solo escucharlo, pero se sienten orgullosos de su pasión por ver apuñalado a un toro. Lo gracioso del asunto es que nunca argumentan por qué lo consideran arte. Claro, seguro hay mil y un tecnicismos bajo la manga, pero la complejización no alcanza para encubrir un asesinato. ¿En qué otra práctica deportiva un ser vivo entra a ser testigo de su propia muerte y al regodeo que eso provoca en miles de aficionados?

Dicen los taurinos que el boxeo es violento y no está prohibido. Es su argumento para justificar el pútrido gusto que los colma de emociones. La pequeña diferencia es que los boxeadores, por hablar del ejemplo más socorrido, se preparan por años para competir en condiciones equitativas y habiendo aceptado libremente el riesgo que corren. Hasta la fecha, ningún toro de lidia es capaz de expresar si está de acuerdo o no con salir a ser acuchillado por un hombre vestido ridículamente al que no puede atreverse a cornear, porque entonces sí los cultos fanáticos rezarán por su salud.

Y si el toro no estuviera de acuerdo, no importaría. Porque siempre habrá gente como Jorge Berry, periodista de la vieja escuela, de esos que son muy valientes y no se espantan con nada, que abogarán por la cultura, las tradiciones, y demás conceptos huecos que aprendieron a repetir cuando eran niños (hace setenta años, digamos). Ay, perdón, ¿no se puede hacer chistes con sus ideas anticuadas? Cierto, no se vaya a ofender la generación de cemento.

Ya cuando David Faitelson te da clases de sensatez es porque verdaderamente tienes problemas. Finalmente, todos los periodistas y demás celebridades culturales del país pueden eternizar su congojo si así lo desean, pero hasta sus jefes, los dueños de los medios de comunicación (la gente verdaderamente rica de este país), se ha dado cuenta de que ese patético espectáculo es indefendible. Lo hacen porque están del lado políticamente correcto, del mismo modo en que se suben a todos los trenes publicitarios que los muestren como unos vanguardistas en términos de inclusión. Al menos, eso sí, se les reconoce que tengan un poco de vergüenza, a diferencia de sus subordinados.

¿Tradición? Puede ser, pero precisamente vivimos en un país que elevó al grado de tradición un sinfín de prácticas deleznables. La tauromaquia, pese a su naturaleza española, no es una excepción. En este país se glorificó esa barbarie a la que siempre se le atribuyeron valores que hoy suenan patéticos. La Fiesta se acabó, aunque los invitados sigan llorando.

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