Napoli-Barcelona: la historia mágica del triángulo Messi-Nápoles-Maradona

El sol abraza con intensidad al mediodía en la comuna de San Antonio de Abate, sobre la paradisíaca costa amalfitana. Al hotel La Sonrisa, que está ubicado en un punto equidistante entre Nápoles y Salerno, llega un escuadrón de periodistas italianos desesperados por conversar con el Maradona del 2000, con el heredero, con el renovado Pibe de Oro. Entonces las consultan van en esa dirección. Quieren saber si le provoca algo especial jugar el último amistoso de la selección, antes del Mundial, en la cancha de la Salernitana, bien cerca de esa Nápoles que glorificó a Maradona. "Noooooo, que sé yo. Yo tengo ganas de empezar a jugar partidos. Ni había pensado dónde íbamos a jugar", responde Lionel Messi, que por esos días sólo quiere olvidarse cuando antes de un rebelde desgarro que lo sacó de las canchas hace casi tres meses.

Se viene la primera Copa del Mundo de su vida y le cuesta disimular el miedo porque sabe que no llegará en plenitud a Alemania 2006. Le rememoran las hazañas de Diego y le describen que fue él quien cambió la realidad futbolística del Sur de Italia. Que fue él quien les dio una entidad y un prestigio que desconocían. "No, sinceramente no lo sé muy bien. Pero me dicen que lo que hizo Diego ahí fue grandísimo y por eso lo deben recordar tanto", confiesa Lionel, con un giro políticamente más correcto. Cuando Maradona conducía a Napoli hacia su primer scudetto, en mayo de 1987, a Messi le faltaban seis semanas para nacer en la Clínica Italiana de Rosario.

La barba le crecía muy antojadiza. Un pelo por acá, otros por allá y más acá todavía no le salía ninguno. El acné lo perseguía, tal vez para que nadie perdiese de vista que la adolescencia aún estaba ahí, a la vuelta del almanaque. Al mes siguiente, durante el Mundial de Alemania, iba a cumplir 19 años. La edad se le notaba por todos lados. Las palabras batallaban contra la timidez y las manos no dejaban de frotar las piernas. Había preguntas que otros sólo debían activar el botón de la memoria para que aparecieran las respuestas, pero Messi no podía retener lo que no había vivido. Estaba en suelo maradoneano, a media hora de esa Nápoles ardiente, templo eterno del Diez a cielo abierto, pero él no sabía qué más decir.

La selección de José Pekerman había viajado hasta Salerno después de una breve estada en Roma, en el complejo La Borghesiana, para hacer los últimos ajustes antes de embarcarse a Alemania. Viajó en micro, por la Autostrada del Sole, y rodeó Nápoles para seguir algo más al Sur. Fue lo más cerca que Messi estuvo en su vida de la metrópoli custodiada -¿o amenazada?- por el volcán Vesubio. Este 25 de febrero finalmente pisará oficialmente el estadio San Paolo, cuando Barcelona abra como visitante, ante Napoli, la serie por los octavos de final de la Champions League. Ayer lo hizo en el entrenamiento previo. El encuentro se demoró mucho más de lo que cualquiera se podía imaginar. Hace 14 años anduvo cerca, pero ahora Messi pisará suelo sagrado para la grey napolitana.

En algunas horas, la selección había experimentado en carne propia la metamorfosis que significa atravesar Italia de Norte a Sur, especialmente desde las costumbres y los estilos de vida. Cuando el plantel albiceleste se aproximó al hotel La Sonrisa, empezó a sentir una ola de efusividad, un cariño desbordante, que derivaron en desórdenes y momentos casi caóticos. La adoración ilimitada hacia la figura de Diego Maradona., era gente oriunda de Nápoles o de zonas cercanas que querían transmitir su afecto.

El primer gesto de simpatía provino de los empleados del hotel, que formaron filas y levantaron rosas en un pasillo humano que los jugadores atravesaron con sonrisas; después, música argentina variada llenó el ambiente. Todo el mundo deambulaba con libertad por donde quisiera; para cualquiera, acercarse a un jugador sólo era cuestión de proponérselo. Más allá de las declaraciones al paso ante la insistencia de los giornalisti, Messi eligió no apartarse de la compañía de su compinche de habitación, Oscar Ustari, la otra pieza campeona del mundo juvenil, un año antes, que Pekerman había premiado con acudir a la Copa de Alemania.

Entró Maradona... Junior

La selección apenas llegó un día antes del amistoso con los africanos, tiempo suficiente para que por el hotel pasaran dos visitantes que ni repararon en Messi. Uno fue Maradona. ¡Maradona! ¿Cómo? Sí, Diego Junior se acercó desde Nápoles. Con casi la misma edad que Messi -tenía 19-, no lo buscaba a él, sino a Roberto Ayala, al que había conocido en el paso del defensor por Napoli. Uno de los hijos de Diego Armando, por entonces no reconocido, sí aprovechó para desplegar su fanatismo riverplatense y saludó a sus dos debilidades, Pablo Aimar y Javier Saviola.

La otra celebridad que aquella jornada tampoco se detuvo en el rosarino, y años después soñaría con comprarlo, fue el magnate ruso Román Abramóvich, dueño del Chelsea, que se acercó para definir los detalles de un contrato que meses más tarde se conocería entre la empresa Renova y la AFA, que le cedería la organización de 24 amistosos de la selección por los próximos cinco años.

Messi era la joya, ya una sensación en el planeta, pero todavía podía vivir con cierta calma. Su historia en la selección apenas despuntada: solo sumaba seis partidos, apenas tres de titular y en solo dos había completado los 90 minutos. ¿Goles? Uno. Increíble cuando hoy sus estadísticas marcan que encadena 138 juegos, 70 goles, cuatro mundiales, cinco Copas América. "Ojalá que Ronaldinho sea la estrella., y nosotros los campeones", decía, casi devolviéndole la gentileza al brasileño, que lo había escogido como su sucesor.

Diez días antes había sido la final de la Champions, en París, y Barcelona se había consagrado ante Arsenal. Lesionado, naturalmente no jugó Messi, y tan frustrado se quedó que ni retiró su medalla en la premiación. Se hundió en el vestuario. "La bronca por no haber jugado no me la voy a quitar nunca. Al menos al banco me hubiese gustado ir", le respondió a un cronista catalán que seguía la marcha de la selección.

En Barcelona temían que el diamante pudiese marcharse. ¿Alguna similitud con la actualidad? Lo habían blindado con una cláusula por 150 millones de euros... Real Madrid ya se había llevado en 2000 a Figo, ¿no podía suceder lo mismo? "En Barcelona no tienen de qué preocuparse. Estoy muy bien, no me quiero ir de Barcelona. Por más dinero que haya, no me voy a ir de Barcelona", tranquilizaba el crack. Cómo lo reconfortaría por estas horas al presidente Josep Maria Bartomeu escuchar lo mismo en la Ciudad Condal.

Al día siguiente la Argentina derrotó 2 a 0 a Angola, una prueba sin exigencias que, entre otros ajustes, le permitió a Pekerman calmar la ansiedad de Messi: después de 84 días de inactividad por un traicionero desgarro en el bíceps femoral derecho, volvió a jugar. Reemplazó a Saviola en el minuto 63. Cuando el plantel abandonó el estadio Arechi, la liturgia de cariño y admiración acompañó por varias cuadras al micro que enfilaba hacia Nápoles. Aplausos, bocinazos y gritos retumbaban en la ciudad, mientras atrás quedaban esos afiches que habían promocionado el partido. Sobre una foto enorme de Messi, se leía: "Un grande que recuerda al más grande". Ese amor no cambiará jamás.