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La reflexión desgarradora de una niña de seis años que tuvo que dejar su hogar

Este testimonio de una joven madre da cuenta de las luchas que llevan a cabo muchos venezolanos en su proceso de adaptación a otros países y de cómo los niños viven la experiencia de la migración.

Adriana Prieto Quintero | Fotos: Archivo familiar | vía La Vida de Nos

El dolor de la inmigración de los niños venezolanos se refleja en el testimonio de esta niña de 6 años
El dolor de la inmigración de los niños venezolanos se refleja en el testimonio de esta niña de 6 años

Desde hace seis meses mi esposo, mi hija y yo no vivimos en Venezuela. Digo esto y la frase se me hace extraña, no solo de escribir, sino de comprender y de sentir.

“No vivimos en Venezuela”.

Llegamos con una niña de 6 años a otro país, con otra lengua y otra cultura. Y desde que llegamos a Estados Unidos esa niña nos pregunta constantemente: “¿Por qué estamos aquí?”. Le explico, de la mejor manera posible, que su padre está estudiando y que para nosotros es una buena oportunidad de aprender otro idioma, conocer nuevos lugares y hacer nuevos amigos, pero mi respuesta parece no complacerla.

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La pregunta surgió cuando las cosas empezaron a ponerse muy raras para ser unas vacaciones normales, cuando mi hija comenzó a ir a un nuevo colegio y buscamos un lugar donde vivir. Poco tiempo después, vino la misma pregunta:

—Pero lo que no entiendo es por qué estamos aquí.

Todos los que tenemos niños sabemos lo gozoso que es el lenguaje para ellos; la gran conquista de poder expresarse y de preguntar lo que les inquieta. Para ellos la lengua es infinita, no solo por la capacidad de formular distintas combinaciones, sino por la posibilidad de agotar una misma expresión, preguntando una y otra vez lo mismo, cuando no entienden algo. Es lo que ha hecho mi hija: hacernos la misma pregunta una y otra vez.

Gabriela Alegría señalando la ubicación de Venezuela
Gabriela Alegría señalando la ubicación de Venezuela

Honor a su nombre

El nombre de nuestra niña es Gabriela Alegría, pero casi todos la llaman Alegría. Siento que hace honor a su nombre: tiene una capacidad increíble de creer en ella misma; piensa que si uno realmente quiere algo, eso sucederá porque sí, porque no podría ser de otra manera, y porque la magia existe y ella, al igual que Matilda, la niña que amaba los libros, tiene poderes.

Ella es de las niñas que siempre van de última en la fila del colegio porque es muy alta. Tiene el cabello castaño y largo, aunque no tanto como ella quisiera.

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Una noche, mientras yo hacía las tareas de la casa, la vi encima de un banquito pequeño, asomada por la ventana del apartamento donde ahora vivimos. Continué trabajando, cuando de repente la escuché decir y sin mirarnos:

—Yo no pertenezco a este lugar.

No creo que existan palabras para explicar la repercusión que tuvo esa frase en mí. Ciertamente, tenía semanas preguntándonos y preguntándose por qué no estábamos en nuestra casa, en la casa que la vio nacer, en la única casa conocida para ella.

Gabriela Alegría, es un ejemplo del desarraigo que viven las familias venezolanas y el esfuerzo que hay que hacer para adaptarse al nuevo hogar cuando se emigra
Gabriela Alegría, es un ejemplo del desarraigo que viven las familias venezolanas y el esfuerzo que hay que hacer para adaptarse al nuevo hogar cuando se emigra

Ciertamente tampoco había ni hay respuesta que pueda explicar esta pérdida. Ella tenía razón: ni ella, ni su padre ni yo pertenecíamos ni pertenecemos a este lugar. Lo decía su silueta allí parada frente a un paisaje tan hermoso como ajeno, en esa ventana, en este apartamento, con nosotros detrás de ella, los tres solos en un espacio que no es nuestro.

Miramos las fotografías que enviamos a la familia y parecen no tener unidad: están nuestros cuerpos superpuestos en un espacio que no es el habitual, en un ambiente distinto. Nuestras imágenes parecen el resultado de un juego, de un collage: estamos recortados y pegados en otro espacio, con cosas extrañas a nuestro alrededor. Y nos regresan imágenes de nuestra casa en Maracaibo, al noroeste de Venezuela, de nuestra familia sin nosotros y vemos que aquella mitad tampoco está completa.

Mami, olvida lo que te dije

Cuando nos dijo aquello, la tomamos de la mano, la bajamos del banquito y la abrazamos diciéndole que agradecíamos mucho que nos acompañara. Que la verdad es que ella no había tomado la decisión de venir a Estados Unidos, de no ver más a sus primos, a sus abuelas y abuelos. Que las cosas a veces cambian, pero que sin lugar a dudas volveríamos a Venezuela.

(Foto: Getty)
(Foto: Getty)

Ella continuó con altibajos emocionales, con extrañezas repentinas y con más dudas que certezas, igual que nosotros. Una vez estábamos en un parque y, muy contenta jugando, repentinamente comenzó a llorar diciendo que quería volver a Venezuela. En otras ocasiones nos dice que si no vamos a ir a Venezuela pronto, que nos traigamos a nuestra familia y las cosas de nuestra casa, e incluso comienza a imaginar dónde dormirían todos en este otro espacio en el que vivimos.

Hasta que una tarde me dijo:

—La gente en Venezuela no es feliz.

Creo que mi reacción fue tan inesperada como exagerada, porque esta vez fue ella la que me abrazó y me dijo:

—Ya, mami, olvida lo que te dije.

Yo, dejando de lado la indignación sobreactuada, dejando mi papel de maestra que tiene que dar el ejemplo y de mamá entusiasta que cree que tiene todo bajo control, me bajé hasta la altura de su rostro y le repetí la pregunta, esta vez más comprensiva:

—¿Dónde escuchaste eso?

Y mi hija de 6 años me respondió:

—Yo lo sé, soy venezolana.

El dolor de la inmigración de los niños venezolanos
El dolor de la inmigración de los niños venezolanos

No quiero más fuego

Soy maestra de literatura y trabajaba en el Ministerio de Educación. Mi esposo estudió filosofía y trabajaba en una editorial. Por él estamos aquí. En el 2016 ambos aplicamos a una beca para estudiar literatura, pero solo él la obtuvo.

Nos tocó hacer los últimos trámites para salir del país en esos tres meses de protestas de 2017, cuando perdieron la vida más de 100 venezolanos.

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Fue en medio de uno de los climas de violencia más intensos que habíamos vivido y, también, de los miedos más profundos que he sentido. Recuerdo que la noche del 25 de julio fuimos a casa de unos vecinos, cuando recibimos una llamada de mi hermana pidiéndonos que volviéramos a casa porque las calles estaban siendo “custodiadas” por personas que no eran de ningún cuerpo policial y estaban obligando los vecinos a abrir las calles y a quedarse en sus casas. Estas personas habían prendido fuego en cada extremo de nuestra calle para evitar el paso y, con dos camionetas sin identificación, en cada uno de los extremos, evitaban que la gente saliera a protestar.

Mi hermana estaba en el balcón y le pidieron que entrara y cerrara las puertas. Ella decidió llamarnos y nosotros regresamos de inmediato. Desde el lugar donde nos dejó el taxi, tuvimos que correr en medio del fuego que habían hecho. Mi hija estaba muy nerviosa y alterada. Al llegar a la casa se acostó en su cama, sudorosa, jadeante y con una mano en la frente dijo:

—Yo no quiero más fuego.

Nadie lo quería.

El dolor de la inmigración de los niños venezolanos
El dolor de la inmigración de los niños venezolanos

Y es así como dice mi hija, ella es venezolana y nosotros también. Sabe lo que es utilizar el transporte público, lo que es ir a trabajar con sus papás, lo que es no tener dinero para reparar el carro, sabe que a la fiesta de cumpleaños no pueden venir todos los amiguitos porque la plata no alcanza, sabe que cuando se oculta el sol hay que correr, que hay que caminar más rápido si alguien viene detrás.

Sabe que es más barato comer en la casa, que el Niño Jesús no trae lo que uno pida sino lo que pueda, que hay niños en el colegio que no llevan merienda y hay que compartir así no quiera. Sabe lo que es llorar de cansancio porque la cola para comprar comida está muy larga e igual hay que hacerla. Sabe cómo es que se vaya la luz y sentir 40 grados de calor. Sabe que el agua llega cada tres días y sabe, por sobre todas las cosas, que pese a nuestros intentos de protegerla, a veces las cosas no salen bien, que a veces la gente no es feliz y no es porque no lo merezca o no lo quiera.

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Mi hija sabe que hay cosas sagradas para ella, para ellos y para todos, porque sabe lo que significa pertenecer a eso que te hace olvidar lo demás y que te hace querer correr de regreso a casa.

—Sí —le respondí ese día que me dijo eso—. Los países, como las personas, son diferentes. Todo tiene cosas buenas y cosas malas. Solo que, así como las personas, los países pasan por malos momentos, y este no es un buen momento para el nuestro.

Mi hija miraba por la ventana y sentí que así estamos todos los venezolanos: mirando el mundo a través de un vidrio. Y que, del otro lado, los demás también nos observan, como si fuésemos un espectáculo.