La amenaza a la democracia que Trump no podría cumplir

En una más de sus embestidas de campaña, Donald Trump dijo en Texas que si es elegido presidente de EEUU ampliará las leyes que sancionan la difamación para que cuando los periódicos (él hizo alusión específica a The New York Times y The Washington Post) “escriban intencionalmente artículos negativos, horribles y falsos nosotros podamos demandarlos y ganar mucho dinero…”.

La promesa de Trump es punzante: en ella resuena un afán revanchista contra quienes lo critican que se enmarcaría más en animadversiones, opiniones personales y en tendencias autoritarias que en la actitud que debe mantener el jefe de estado en una nación democrática.

La alusión al ‘nosotros’ resulta además ambigua y con tintes sectarios, pues sería improcedente que las leyes se ajustaran al interés de un solo grupo. E incluso si ese nosotros implicara el concepto de la gente o el pueblo, aun así es cuestionable la noción de que una crítica a un candidato o funcionario, así fuese hostil, significara lesionar los intereses populares.

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Donald Trump prometi�� que si gana la presidencia cambiará las leyes contra la difamación para demandar y hacer pagar a periódicos que lo agredan. (AP)

Por añadidura, su idea no parece ser la de buscar que se establezca la verdad o se haga justicia, sino desalentar a la prensa con sanciones económicas, y es una actitud poco democrática que está emparentada a intentos, presentes y pasados, sucedidos en EEUU y otros países, de amordazar a la prensa cuando su accionar importuna al régimen o a los poderosos de turno. Para colmo, que hace unos días Trump haya hecho retuit a un mensaje de una cuenta satírica que juega con frases atribuibles al dictador fascista Benito Mussolini no ayuda a disipar las críticas a sus tendencias autoritarias.

Aunque estridente, resulta altamente improbable que la promesa de Trump de ampliar las leyes contra la difamación logre prosperar. En primer lugar, como señala la revista Slate, remaría contra la corriente del fallo ‘New York Times v. Sullivan’ de 1964, en el cual la Corte Suprema determinó que figuras públicas deben probar que existió “malicia real”.

El fallo en ese caso indica que un “estado no puede, bajo la Primera y Catorceava Enmiendas, conceder reparaciones por daños a un funcionario público por falsedad difamatoria relacionada a su conducta como funcionario salvo que pruebe ‘malicia real’, que la afirmación fue realizada con conocimiento de su falsedad o con desconsiderada indiferencia sobre si es cierta o falsa”.

La sentencia incluso indica que errores factuales o contenido que difame la reputación de un funcionario son insuficientes por sí solos para otorgar reparaciones por daños salvo que se compruebe la mencionada “malicia real”.

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Aunque le molesten. Trump en sus actos de campaña puede agredir y descalificar a otros gracias a las libertades de expresión y de prensa. (AP)

Cambiar la normatividad para revertir ese fallo es de suyo complicado e improbable e implicaría un golpe a la Primera Enmienda que, entre otras cosas, señala que el Congreso no podrá emitir leyes “para restringir la libertad de expresión o la de la prensa…”.

Y, ciertamente, no basta la voluntad de Trump para iniciar un proceso de esa naturaleza, pues corresponde al Congreso formular y aprobar las leyes. Suponer que en el caso de que el magnate ganara la Presidencia también tendría un Congreso con una mayoría suficiente y deferente hacia propuestas como ésta es hoy mera especulación o fantasía.

Por añadidura, como señala un artículo de Walter Olson, fellow del Cato Institute, el tema de la difamación es en gran medida de jurisdicción estatal constreñida dentro del fallo ‘New York Times v. Sullivan’, por lo que un presidente carece de poder directo para modificar la legislación en la materia. De acuerdo a Olson, un presidente podría designar jueces de la Corte Suprema a modo para revertir las protecciones a la prensa implícitas en ese fallo o promover en el Congreso una enmienda constitucional para revertirlas pero aún así se requeriría modificar también muchas leyes estatales.

Y eso concediendo, lo que podría no suceder y actualmente parece altamente improbable, que en los estados se realizaran ajustes legales, que la Corte Suprema se comportara obediente a las intenciones de Trump y que el Senado aprobara antes las respectivas nominaciones de jueces del máximo tribunal.

Un proceso que se antoja arduo y potencialmente dañino para la imagen y el accionar del presidente que lo emprendiese, necesitado de consensos para poder impulsar las transformaciones mayores que ha ofrecido.

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Las protecciones constitucionales y legales a la libertad de expresión y de prensa garantizan que tanto Trump como sus críticos puedan expresarse. (AP)

La promesa de Trump, concluye Olson, evidencia las peculiaridades de la psicología del magnate: durante toda su carrera ha demandado a aquellos que lo han criticado o han sido sus adversarios y podría, de resultar electo, mantener esa actitud de combatividad en los tribunales.

Es una forma de ser y actuar que puede serle útil a un empresario indómito y resuelto, pero que eso sea una conducta auspiciosa o conveniente para un presidente y para la nación es otra cosa, aunque sirva a un precandidato para atraerse votos de ciertos sectores y mantenerse en las primeras páginas y los horarios estelares de los medios a los que denosta.

A fin de cuentas, Trump ha escalado a la cima de la contienda por la candidatura presidencial del Partido Republicano agrediendo y descalificando a diestra y siniestra en gran medida gracias a las protecciones a la libertad de expresión y de prensa que él dice ahora querer recortar. Gracias a ellas es que él puede decir, y ha dicho, lo que le parezca.

Esas libertades de expresión y prensa están en el corazón de la democracia y de la república.