Los kurdos, la minoría que se acostumbró a recibir varias puñaladas por la espalda
TÚNEZ.- La decisión del presidente Donald Trump de retirar su apoyo a sus aliados kurdos y dar luz verde a la invasión del ejército turco en el norte de Siria no debería haber sorprendido a nadie. Ni tan siquiera a la propia YPG, la milicia kurda. El presidente estadounidense ya se mostró vacilante en su respaldo a los kurdos frente a la ofensiva turca en el cantón kurdo de Afrín a principios de 2018, e incluso había hecho antes amagos de su intención de retirar sus tropas de la zona.
Además, con actores diferentes, pero la historia se repite de forma tozuda en el Kurdistán: esta es la enésima vez que una gran potencia incumple sus promesas a los kurdos antes de ser masacrados por algunos de sus poderosos vecinos. Con 30 millones de personas y troceado en cuatro Estados -Turquía, Irak, Siria e Irán-, el pueblo kurdo constituye la nación sin Estado más grande de Medio Oriente y, probablemente, del mundo.
Aproximadamente la mitad viven dentro de las fronteras del Estado turco y su relación con Ankara es tensa desde la misma fundación de la Turquía moderna por Kemal Ataturk en 1923. La más duradera de las rebeliones kurdas es la que libra desde finales de los años setenta el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), liderado por Abdallah Ocallan. Precisamente, el gobierno turco acusa a las milicias kurdas en Siria de prestar apoyo al PKK, considerado una organización terrorista, razón por la que ha lanzado su invasión.
La decisión de Trump representa una evidente traición, tal como han denunciado los voceros del movimiento kurdo. Asistidas por unos 2000 soldados estadounidenses, las milicias kurdas se convirtieron en la punta de lanza en Siria de la lucha contra el "califato" del autodenominado Estado Islámico. Y en consecuencia han pagado un alto precio. Cuando los combatientes kurdos (peshmergas) conquistaron Raqqa, la capital de EI, y derrotaron luego el último reducto jihadista en Baghouz en la primavera de este año, habían sufrido unas 11.000 bajas.
Además de combatir la mortal amenaza jihadista, con su alianza con Estados Unidos los kurdos pretendían proteger su experimento de autonomía y democracia en la región que habitan en el norte de Siria, Rojava. Para los kurdos, el único peligro al que se enfrentaban no era EI. Cuando estalló la guerra civil, los kurdos no se alinearon ni con el régimen sirio ni con los rebeldes. De ideología panárabe, la dinastía de los Al-Assad siempre marginó la identidad kurda. Pero a su vez esta minoría no se fiaba de la oposición armada, sobre todo a medida que iba radicalizando su discurso islamista.
La repentina creación de un "califato" jihadista presentó una oportunidad perfecta para que Washington replicara con los kurdos de Siria -más de dos millones de personas- la alianza que ya había aplicado con éxito durante unas tres décadas con los kurdos de Irak. De hecho, sin el apoyo estadounidense, los kurdos iraquíes no habrían podido sostener su Estado "de facto" en el norte de Irak. La consolidación de una nueva entidad autónoma kurda al otro lado de su frontera, en este caso en Siria, es considerado una grave amenaza por Ankara, pues daría alas a las aspiraciones de su insurrecta minoría kurda.
El problema para los kurdos sirios es que para Washington el valor de sus relaciones con Ankara es mucho más preciado que con Damasco. Turquía posee una posición geoestratégica clave y es el centinela de la OTAN en su flanco sur.
La traición estadounidense demuestra una vez más cuán cierta es la máxima que afirma que "las grandes potencias no tienen amistades, sino solo intereses", una auténtica maldición para las pequeñas naciones. Y quizás ninguna minoría lo ha sufrido tantas veces como la kurda. Sus milicias han sido utilizadas como peones en el tablero de la geoestrategia mundial por las grandes potencias, que no han dudado en sacrificarlas en aras de intereses mayores cuando les ha convenido. Así lo hizo la URSS con la República de Mahabad, el breve Estado independiente que proclamaron los kurdos de Irán al final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero ninguna traición ha sido tan dolorosa y trascendental como la del Tratado de Sevres, firmado en 1920 por las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial. El documento, que trazaba las nuevas fronteras de Medio Oriente después de la derrota y desaparición del Imperio Otomano, establecía la creación de un Estado kurdo. Sin embargo, entre otras razones, la revuelta nacionalista liderada por Ataturk forzó una modificación de los planes de las potencias, y Sevres nunca llegaría a ser ratificado. Exhaustos por el esfuerzo bélico, los vencedores no quisieron enviar sus tropas a luchar contra las tropas de Ataturk. Un siglo después, el impacto de aquella decisión continúa reverberando en la región más convulsa del mundo.