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Lo que una joven de 16 años aprendió durante los tres meses de las protestas de Portland

Daria Allen, de 16 años, ha pasado gran parte de los últimos dos meses inmersa en las protestas nocturnas convocadas en Portland, Oregon, el 27 de julio de 2020. (Octavio Jones/The New York Times)
Daria Allen, de 16 años, ha pasado gran parte de los últimos dos meses inmersa en las protestas nocturnas convocadas en Portland, Oregon, el 27 de julio de 2020. (Octavio Jones/The New York Times)
Daria Allen, de 16 años, con un equipo de protección que cubre todo menos su distintiva peluca brillante, en una de las manifestaciones nocturnas en Portland, Oregon, el 25 de julio de 2020. (Octavio Jones/The New York Times)
Daria Allen, de 16 años, con un equipo de protección que cubre todo menos su distintiva peluca brillante, en una de las manifestaciones nocturnas en Portland, Oregon, el 25 de julio de 2020. (Octavio Jones/The New York Times)

PORTLAND, Oregon — El verano pasado, parecía que todo mundo en Portland cumplía 15 años. El vecindario de Daria Allen retumbaba por el bullicio constante de fiestas de quinceañera y otras celebraciones. Se unió a un grupo de baile y se inscribió en clases adicionales en un estudio local.

En el otoño cumplió 16 años y estaba lista para sacar su licencia de conducir, pero eso le acarreó una preocupación que no la dejaba en paz: ¿Qué tal si un día andaba manejando y la policía la detenía? Las muertes de George Floyd en Minneapolis y Breonna Taylor en Louisville, Kentucky, ambos afroestadounidenses asesinados por la policía, trasformaron el tema en una manía: ¿Y si la policía llegaba a su casa y le disparaba a su abuela? ¿Y si tenía hijos y luego veía cómo uno de ellos fallecía detenido en un semáforo?

Así que este año el verano de Allen ha sido diferente. No ha tenido tiempo para las clases de danza. Ahora forma parte del contingente de manifestantes que se movilizan todas las noches en el centro de Portland, en lo que se ha convertido en uno de los movimientos de justicia racial más duraderos desde la muerte de Floyd sucedida el 15 de mayo.

La próxima semana empezará su penúltimo año de la preparatoria. Lo que más le preocupa es saber si los horarios de sus clases coincidirán con las protestas.

“A mí, que soy una mujer negra joven, solo me preocupa mi vida. Es por eso que salgo a las calles”, dijo. “Solo soy una chica negra que quiere vivir”.

A inicios de junio, Allen fue a una protesta por primera vez, uniéndose a una marcha que serpenteaba por el centro desde Revolution Hall, un recinto para conciertos en el lado este de la ciudad. Ver a las personas cantando y participando en la marcha la hizo sentir feliz.

Después de que su trabajo de verano en el zoológico local se esfumó debido a las repercusiones económicas de la pandemia, Allen comenzó a acudir a protestas casi todas las noches. Pensó que, tal vez, las manifestaciones impulsarían cambios en las fuerzas de la ley y el orden que mantendrían a salvo a su familia y amigos. Pero había algo más, una sensación de que ese era el lugar al que pertenecía.

“Ni siquiera siento que tengo que hacerlo”, dijo Allen. “Solo que debo hacerlo”.

Su familia estaba preocupada, pero también entendía que algo importante estaba sucediendo, para todos, en las calles de Portland.

“Esta es la única manera en que puede crear un cambio a los 16 y lo entiendo”, dijo Aneesah Rasheed, una pariente que en ocasiones ha acompañado a Allen en las protestas. “En dos años, Daria va a tener la edad para poder votar. Está aprendiendo cómo son las personas, aprendiendo de política, cómo organizarse, cómo iniciar un movimiento”.

La primera noche en que le lanzaron gas lacrimógeno a Allen, la sensación le recordó a cuando le entraba champú en los ojos. La multitud se enfrentaba a una formación de oficiales de policía y les gritó, furiosa y llorando. Hubo más gas y corrió. Le quemaba la garganta y carraspeó hasta que creyó que vomitaría.

Con el tiempo sus familiares la siguieron en el movimiento, sus tías la llevaban a las marchas. Su abuela veía en Twitter transmisiones en vivo de las protestas para estar al tanto de ella. Incluso su hermano de 12 años la acompañó en un par de ocasiones.

“Tengo mucho miedo”, expresó Laura Vanderlyn, su abuela. “Sin importar qué pase, siente que tiene que estar ahí afuera. Daria es una joven muy muy apasionada de todo”.

En las turbas que pululan todas las noches en el centro de Portland, hay muchas cosas que temer: proyectiles, manifestantes agresivos, petardos, policía antimotines y los que se oponen a las protestas raciales, quienes a veces intentan confrontar a la multitud. El fin de semana, uno de los manifestantes contrarios a las protestas raciales murió de un disparo.

Allen intenta evitar la mayoría de los peligros. Revisa todo el tiempo Instagram y Snapchat, viendo videos de las protestas para mantenerse informada de qué está pasando con las manifestaciones en otras partes. Para ella no es importante estar en la línea de batalla de las confrontaciones policiacas.

En julio, el presidente Donald Trump envió agentes federales a Portland para que controlaran las protestas. Pero su presencia aumentó las tensiones en la ciudad aún más, y grupos nuevos se unieron a las manifestaciones: mamás vestidas con camisetas amarillas, enfermeras en pijamas quirúrgicas y cocineros con sus uniformes sucios.

Una noche, después de que el alcalde pidió a los oficiales federales que dejaran la ciudad, Allen tuvo que regresar a casa y confesarle a su abuela que había sido herida por uno de los agentes federales mientras despejaban una calle.

“Le había dicho que no me iba a pasar nada”, dijo Allen.

Había visto a una mujer parada mientras los agentes peinaban la calle, y le llamó para que se quitara del camino. Dudó, esperando a que la mujer reaccionara, y entonces un agente le pegó en la cadera con una macana, lo que le dejó un porrazo morado.

“Tan pronto como llegó, me dijo que no quería que me preocupara pero que la policía la había golpeado y que sentía muchísimo haberse acercado tanto”, contó Vanderlyn. “Su primera reacción fue disculparse”.

El enfrentamiento deprimió a Allen.

“A veces te hace sentir un poco vacía cuando ves a la policía dándole palizas a la gente y tú tienes que huir”, dijo.

Otra tarde, Allen estaba sentada en una acera enfrente de los tribunales del condado. Un hombre guiaba a la multitud con una serie de exclamaciones. “¡Digan su nombre!”, gritaba el hombre al micrófono.

“George Floyd”, respondía la multitud.

La voluminosa peluca rosa que Allen se ha puesto durante las protestas para que sus amigos la localicen entre la multitud salió cayendo de debajo de su casco blanco. Vio su teléfono, buscando las fotos de las protestas recientes y las capturas de pantalla de la amenaza que había recibido en Facebook para poder mostrárselas a algunos de sus amigos.

“¿Estamos cansados?”, vociferó el hombre.

“Claro que no”, respondió la gente a gritos.

Pero Allen se sentía fatigada. Meses de una manifestación tras otra, durmiendo poco, ya le estaban pasando factura.

“Entiendo lo que quieren decir, que nunca nos cansaremos de luchar por lo que es correcto”, explicó. “Pero sí es cansado. Yo estoy cansada”.

Durante una tarde reciente, Allen y otros manifestantes se enfrentaron a una caravana de seguidores del presidente Trump que se habían reunido en Portland. Durante los enfrentamientos, uno de los manifestantes contrarios le roció a Allen gas pimienta.

“Eso fue peor que el gas lacrimógeno”, dijo.

Otras personas que protestaban llegaron corriendo y le ayudaron a enjuagarse la cara para limpiarse el rostro de gas pimienta.

“Por eso me encanta estar en todo esto”, dijo. “Porque, aunque no todos los que participan en el movimiento siempre tienen la razón, ni siempre estamos de acuerdo, sé que todos están dispuestos a protegerme”.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company