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Jaime Montelongo, el minero de 61 años que regresó a intentar rescatar a sus compañeros y se quedó atrapado

Minero Jaime Montelongo
Minero Jaime Montelongo

Jaime Montelongo, de 61 años, estaba prácticamente fuera del pozo de carbón, cuando a eso del mediodía del miércoles 3 de agosto escuchó un fuerte estruendo que sacudió la estrecha cápsula de hierro en la que él y otros compañeros ascendían hacia la superficie tras una jornada picando las profundidades de la tierra en El Pinabete, en Sabinas, Coahuila.

“Dejen aviso por radio a los demás para que se preparen y salgan”, cuentan sus compañeros que dijo tras la explosión, narra a este medio su hermana María Magdalena Montelongo.

Jaime, que desde los 14 años comenzó a “jalar” con su padre en los pozos que abundan en esta región del norte de México, trató varias veces de contactar con los compañeros. Pero al otro lado del aparato, solo se escuchaba el silencio sucio de las interferencias.

“Voy a bajar”, anunció el hombre al que sus amigos apodan ‘Pino’.

Una vez ya en la superficie, los otros mineros trataron de disuadirlo; la explosión había sido muy fuerte y el rugido del agua brotando de las profundidades no hacía presagiar nada bueno.

“No, compadre, no vaya”, le pidieron. “Mejor quédese aquí”.

El hijo de Jaime, Epigmenio Montelongo, un hombre espigado y fibroso de 32 años que luce un llamativo tatuaje de Emiliano Zapata, había ido ese mismo día a pedir trabajo al pozo carbonífero y tenía que incorporarse esa tarde. En esta zona, donde los sueldos en las maquilas son bajos —de poco más de 1 mil 200 pesos a la semana—, los pozos, donde se puede cobrar unos 4 mil a la semana, son a veces la única opción para no migrar al otro lado, en Eagle Pass, el punto de Estados Unidos más cercano a Sabinas. De hecho, años atrás el mismo Jaime también había probado suerte como “mojado” en EU, de donde fue expulsado cuando apenas superaba la veintena de edad.

El día del accidente, Epigmenio no estaba con su padre en el pozo. Aun así, el hombre, que ya estaba pensionado y había vuelto a trabajar unos meses antes, no lo pensó dos veces: se metió de nuevo a la cápsula de hierro como si fuera a buscar a su propio hijo y descendió de nuevo por el estrecho pozo hacia las entrañas de la tierra en busca de sus compañeros.

Al cabo de los minutos sin noticias, trataron de contactarlo también para preguntarle por la situación. Pero, desde entonces, nadie ha vuelto a ver a ‘Pino’ ni a sus nueve compañeros. La tierra se los tragó.

Situación desesperada

“Jaime es un ser humano con un gran corazón”. Así lo define María Magdalena, que como sus otras tres hermanas no se separa desde el fatídico miércoles 3 de agosto del improvisado altar a San Judas Tadeo que levantaron en el campamento ubicado a unos metros de la zona siniestrada. Ahí, con una foto en su regazo, en la que se observa a un hombre moreno, de bigote frondoso y manos toscas, “muy rudas”, ella dice ante la mirada silenciosa de sus hermanas Angélica, Cruzelia y Hermelinda del Carmen que Jaime es “muy noble”.

“Y la gran muestra de eso —agrega mostrando el retrato del hombre, que luce una gorra roja del equipo de beisbol de los Cardenales de San Luis— es que, pudiendo quedarse a salvo, bajó de nuevo para avisar a los demás de que venía muy fuerte el agua”.

La mujer habla en el ocaso de la tarde del domingo 14 de agosto, cuando ya transcurrieron 11 días del accidente, más de 260 horas de angustia.

Un día antes, la tarde del sábado, los familiares no aguantaron más esa angustia y convocaron con urgencia a una rueda de prensa, en la que denunciaron que los trabajos de rescate se estaban realizando de manera muy lenta. Además, señalaron que las autoridades de Sedena, Marina y Protección Civil no tienen en cuenta las sugerencias que hacen los mineros que conocen los pozos inundados y tampoco los dejan entrar.

Sergio Alejandro Martínez Valdez, hermano del minero Jorge Luis Martínez, al que apodan ‘el Loco’, manifestó que pidieron a las autoridades que colocaran bombas para extraer agua no solo en los pozos siniestrados, sino también en una mina vecina abandonada desde hace 30 años, Conchas Norte, pues los ingenieros consideran que el flujo continuo de agua puede venir de ese pozo.

“Pero no nos escuchan para nada”, denunció Sergio Alejandro.

“Nada más nos traen con puras largas”, terció Marta María Huerta, esposa del minero Sergio Huerta.

María Magdalena Montelongo
María Magdalena Montelongo

Horas después de esa conferencia, el gobierno de Coahuila anunció la mañana del domingo, mediante un comunicado, que durante la madrugada se produjo una “entrada súbita de agua” en los pozos 2, 3 y 4 de El Pinabete, al parecer procedente de esa mina abandonada. El anuncio supuso un duro revés emocional a 11 días de trabajos extrayendo miles de metros cúbicos de agua para que los rescatistas pudieran entrar al pozo inundado.

“Que a los familiares les quede claro que no los vamos abandonar, ni a ellos ni a los mineros atrapados”, aseguró Laura Velázquez, coordinadora nacional de Protección Civil, que insistió en que no se está escatimando recursos para lograr el rescate lo más rápido posible.

Sin embargo, las palabras de la funcionaria suponen poco consuelo para María Magdalena y los familiares del resto de los nueve mineros, cuya esperanza en el milagro de encontrarlos con vida agoniza. El fantasma de Pasta de Conchos, el accidente minero de 2006 que dejó a 65 mineros sepultados, más de 16 años después se hace cada vez más presente en el campamento de Sabinas.

“Tengo fe de que aún estén vivos, pero nos enojamos mucho cuando vemos que ya parece que quieren darle carpetazo al asunto. Pareciera que le apuestan a que pase el tiempo para decir que ya no se puede hacer nada y clausurar el pozo. Pero no lo vamos a permitir —advierte María Magdalena—. No queremos que pase lo mismo de Pasta de Conchos”.

“¿Por qué regresaste al pozo?”

A las 7:00 de la tarde del domingo, ya con los últimos rayos del sol que eleva las temperaturas en esta zona hasta los 40 grados, a María Magdalena le cuesta mucho no derrumbarse. Ella y sus hermanas son de las más activas del campamento: siempre con una sonrisa, siempre ofreciendo un taco o un refresco. Pero la losa del tiempo y la falta de noticias ya pesa demasiado en el ánimo de todos.

“Como hermana… si Jaime se va… siento que yo no voy a estar nunca más completa”, murmura con un hilo de voz, mientras una lágrima resbala por sus mejillas cobrizas.

A continuación, recuerda con ternura en su tono de voz pausado que, de los siete hermanos que son en total los Montelongo, Jaime, a quien de pequeño le decían ‘Pinolillo’ porque nació sietemesino, era por el que su madre miraba más.

“Cuando mi madre ya estaba por morir, ella nos los encargó mucho. Nos pidió que lo protegiéramos, que viéramos por él. Y así lo hicimos”.

Por ello, cuando ya a sus 61 años Jaime quiso regresar al pozo de carbón a pesar de que ya estaba pensionado y había pasado toda una vida escarbando las profundidades de la tierra, ella trató de convencerlo para que ya mejor buscara otro empleo.

“Le decía: ‘Mira, hermano, pues ya te pensionaste y nunca te pasó nada en la mina. Ahora mejor ponte a trabajar de otra cosa, algo más tranquilo; de velador, por ejemplo”.

Pero Jaime no quería ni oír hablar de eso. “Se enojaba mucho —recuerda ahora con una sonrisa cansada doña Magda, que se ajusta los lentes que se le caen sobre la nariz por el sudor—. Decía que él qué iba a hacer de velador si era minero”.

Además, el hombre pensaba que en cualquier trabajo existía riesgo. Incluso de velador, pues se han dado casos en los que también han sido víctimas de la violencia que azota a México.

“Nos dijo que aún se sentía fuerte y que iba a seguir trabajando hasta el día que, de plano, ya no pudiera hacerlo. Y que iba a seguir trabajando en el pozo, pues era lo que sabía hacer y lo que más le gustaba”.

Jaime Montelongo
Jaime Montelongo

Tras pensionarse, dice María Magdalena, Jaime estuvo parado unos meses en los que lo pasó mal por el aburrimiento de la jubilación. Pero recientemente había vuelto al pozo, al trabajo en el que pasó por todas las fases: primero separando la piedra del carbón, luego ayudando a apuntalar la mina con polines de madera —los mismos que ahora están obstruyendo el rescate tras la explosión de agua— y, por último, como “carbonero” picando la tierra.

La mina es un trabajo muy difícil. Él me decía que sabía cuándo bajaba, pero nunca cuándo iba a volver a subir. Era muy consciente de que puede haber un derrumbe, una explosión, o que simplemente te puede caer una roca en la cabeza. Desde que bajaba, sabía que su vida estaba en peligro. Y máxime en esos pozos de carbón, que no tienen las mismas medidas de seguridad de las minas. Por eso, siempre que se iba, le echaba su bendición”.

Aun así, a pesar de que tanto Jaime como su familia son plenamente conscientes de los riesgos de esta profesión —hasta 2017 iban más de 300 accidentes mineros en la región, con más de 3 mil mineros muertos, según la organización civil Familia Pasta de Conchos—, María Magdalena no puede evitar acordarse en estas horas del encargo de su difunta madre para que cuidara del ‘Pinolillo’ en su ausencia.

“Una no puede evitar pensar para sus adentros: ‘¡¿Qué podías hacer tú ya ahí abajo, hermano?!’ —exclama la mujer restregándose del rostro las lágrimas—. A lo mejor él pensó que el agua no estaba tan arriba, que podía correr y avisar a sus compañeros para salvarlos y evitar una desgracia. Pero ahora mira en la situación en la que estamos”, dice con la mirada agotada, puesta en las veladoras que titilan junto a una figurita de la Virgen de Guadalupe y la imagen de San Judas Tadeo.

Por eso, exhala triste, si Jaime volviera a salir de las profundidades de la tierra caminando junto a sus nueve compañeros, la mujer dice que lo primero que haría sería abrazar a su hermano, para luego reclamarle: “¿Por qué tuviste que regresar a ese pozo?”.

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