'Los jóvenes infelices' según Pasolini

<span class="caption">Pier Paolo Pasolini en el barrio romano de Quarticciolo, 1960.</span> <span class="attribution"><a class="link " href="https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Pasolini_1960.jpg" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:L'Espresso / Wikimedia Commons;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">L'Espresso / Wikimedia Commons</a></span>

La infelicidad y el malestar de la juventud se han convertido en algo cotidiano. Se malvive en un clima de ansiedad crónica, desesperanza y rabia. Cuando se cumplen los 100 años del nacimiento de Pier Paolo Pasolini, quizás algunos de sus escritos ayuden a explicar esta melancolía y amargura.

Tristeza

En los años 70, Pasolini lamentaba la angustia y degradación moral de los jóvenes de Italia. En su ensayo “Los jóvenes infelices”, incluido en Cartas luteranas, los describía como personas “sin ninguna luz en los ojos”, meros automátas que no sabían “ni reír ni sonreír”.

También criticaba su estandarización, pues cumplían los mismos actos y obedecían a idénticas aspiraciones hasta el extremo de ser “intercambiables”. Era como si fuesen copias homogéneas de un mismo estereotipo. Daban la impresión de ser iguales en su tristeza y desesperación, presos de la pasividad que dibuja la ausencia de horizontes y esperanza. Y nadie que conserve un mínimo de humanidad puede dejar de sentirse angustiado al verse reducido a ser una pieza más del engranaje.

Conformismo

Los jóvenes se veían atrapados por el ansia de adaptarse a lo que Pasolini llamó “el nuevo fascismo”, el consumo: “Un verdadero cataclismo antropológico”, la “pura degradación”. Y, como todo fascismo, se basaba en la lógica de la exclusión y el repudio de quienes no se adaptasen.

Era el afán patológico de ser como los demás para no ser estigmatizados, aunque fuese al precio de la infelicidad. Se trataba de la identificación con el modelo de vida consumista.

Ser “normal” significaba plegarse al hedonismo radical y al egoísmo ilimitado, envidiar el poder en lugar de denunciarlo. Se nos enseña a ser buenos y dóciles consumidores, decía Pasolini, a hacer nuestros los deseos de ascender en la escala social. Se nos enseña que la vida consiste en competir con los demás para ganar las recompensas de una vida confortable. Como si la vida no fuera más que un concurso de ganadores y perdedores.

Sin siquiera sospecharlo, los jóvenes aprendían a renunciar a la vida y a ser indiferentes, a refugiarse en la apatía del qualunquismo. Y la indiferencia es el germen de cualquier fascismo. Por eso Antonio Gramsci, a quien Pasolini dedicó un poemario, la detestaba: “Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida”.

Frustración

La infelicidad y la violencia constituían para Pasolini el inexorable castigo por un modo de vida basado en el consumo. Era la nueva religión, la nueva pseudocultura que venía a destruir y a sustituir a las culturas tradicionales. Los jóvenes se habían integrado en la “adoración inconsciente de los fetiches del consumismo”. Y esta nueva religión los atormentaba con la amenaza permanente del fracaso. Los convertía en sumisos reos del continuo miedo de no lograr el ansiado éxito.

El consumismo era el ideal de vida que el psiquiatra Erich Fromm resumía en la máxima “quien no tiene, no es”. Se alimenta el deseo de poseer y de tener, pero será un deseo siempre insatisfecho. Estaremos condenados al suplicio de Tántalo: padecer sed y hambre eternas frente a la insoportable vista de objetos de deseo inalcanzables.

Pero, en especial, en la juventud más desfavorecida este modelo de vida producía una perpetua insatisfacción. Porque hacer soñar con un ideal de vida que, dada la precariedad y desigualdades, nunca podrá ser alcanzado es una fuente continua de frustración.

Desarraigo

Y ocurre que los valores de la sociedad de consumo crean un estado generalizado de anomia, es decir, una sensación de vacío y desarraigo. No debería extrañarnos: el dinero se ha convertido en la brújula de la vida moderna. La filósofa Simone Weil lo señalaba como una de las causas principales de desarraigo:

Cuando parece no haber rumbo, los desorientados anhelan una salida certera, sea cual sea. Y el resultado suele ser, o bien la pasividad de quien se deja llevar como una mota de polvo por la inercia, o bien la feroz agresividad del resentimiento.

Falsa tolerancia

La sociedad se pretendía tolerante respecto a las minorías y los inconformismos. Pero, para Pasolini, no era más que una falsa tolerancia, una “condena refinada” a quienes vivían y pensaban de otra forma:

“Mientras el ‘diferente’ viva su ‘diferencia’ en silencio, encerrado en el gueto mental que le ha sido asignado, todo va bien y todos se congratulan de la tolerancia que le conceden”.

Sin ambages, con su acostumbrada franqueza y lucidez, Pasolini alzó su voz para proclamar la diferencia, y “la mofa más vulgar, el gesto más obsceno y la más feroz de las incomprensiones le hunden en la humillación y la vergüenza”. Fue asesinado con extrema brutalidad el 2 de noviembre de 1975.

<span class="caption">Cuerpo de Pasolini encontrado en el lugar de su homicidio, en Ostia en 1975.</span> <span class="attribution"><span class="source">Wikimedia commons</span></span>
Cuerpo de Pasolini encontrado en el lugar de su homicidio, en Ostia en 1975. Wikimedia commons

Defender la alegría

Pasolini rechazó los modos de vivir que contribuían a la infelicidad de los jóvenes. Y el rechazo de un mundo cruel y despiadado implicaba al mismo tiempo defender la alegría contra la ausencia de amor y cultura, como quería Mario Benedetti.

Aunque fuese al precio del estigma y la soledad, Pasolini creía necesaria la lucha por la diversidad y otras formas de vida más humanas, como leemos en su poema El príncipe:

“Para ser poetas hay que tener mucho tiempo:

horas y horas de soledad son el único modo

para que se forme algo, que es fuerza, abandono,

vicio, libertad, para dar estilo al caos”.

Para finalizar, permítanme unos versos del poema Il pianto della scavatrice, en los que Pasolini nos muestra que sólo amar y conocer cuentan:

(“Sólo el amar, sólo el conocer cuenta; no el haber amado, no el haber conocido. Angustia el vivir de un consumido amor. Deja de crecer el alma”.)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Antonio Fernández Vicente no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.