Anuncios
Elecciones México 2024:

Cobertura Especial | LO ÚLTIMO

La isla de Tangier: cuando el cambio climático llega a las puertas de Washington

Por PABLO PARDO – Washington DC, Estados Unidos

Si uno quiere ver el impacto del cambio climático, no necesita irse a Barbuda, St. Barts, o a ninguna otra isla del Caribe arrastrada por Irma o por otro huracán. Ni tampoco a Maldivas, una nación del Océano Índico, al sur de India, formada por más de 1.000 islas que desaparecerán, todas, este siglo, dejando a su medio millón de habitantes sin, literalmente, su país.

No. El caso más evidente de cómo el cambio climático está afectando al planeta, elevando el nivel de los océanos y amenazando las áreas costeras en las que viven casi 650 millones de personas según Naciones Unidas está a 100 kilómetros en línea recta – o tres horas y media de coche y barco – de la ciudad donde vive el presidente de Estados Unidos: Washington DC. Es la isla de Tangier, en la Bahía de Chesapeake. La misma bahía en la que está la ciudad de Baltimore y, también, la mayor base naval del mundo, la de Norfolk, en Virginia.

Tangier está siendo tragada por la Bahía. Sus habitantes han aprendido a vivir, literalmente, en el mar. Una o dos veces al mes, Tangier es anegada por las aguas. No es solo un problema para los vivos sino, también, para los muertos. En octubre de 2014, en mi primer viaje a Tangier, me encontré en una pequeña playa del norte de la isla Tangier la lápida de la niña Effier Wilson, que había fallecido en 1893. Su epitafio era más trágico que la edad a la que murió: “No me olvidéis. Es todo lo que os pido”. Ahora, el mar había arrancado su lapida de un cementerio y llevado el recuerdo de Effier, siquiera por una mañana de otoño, a la prensa internacional.

Así que los 470 habitantes de Tangier entierran a sus muertos en la parte de atrás de las pocas docenas de casas que quedan en la isla, y que se apiñan en una sección del sur de ésta, donde los distintos barrios están conectados por puentes que pasan por encima de los cada día más anchos canales y marismas que atraviesan el territorio. Todo para evitar que pase lo que sucedió hace unos años, cuando un turista que había estado remando en canoa por el norte – en la misma zona en la que estaba la lápida de Effier Wilson – llegó a esas casas mostrando orgulloso lo que decía que era un cuerno de ciervo. Pero en Tangier no hay ciervos. Era una costilla humana.

Tangier es una isla más de muertos que de vivos. En el último siglo ha perdido dos tercios de su superficie, y solo en tres décadas su población ha caído a la mitad. Para cultivar en ella, los habitantes amontonan tierra hasta formar diminutos montículos como de medio metro de altura, rodeados de tablas de madera. El objetivo: que el agua salda no arruine la cosecha. Una cosecha que no sirve para las necesidades de la población. Todo en Tangier debe ser traído de fuera, en el barco que conecta todos los días la isla con el pueblo de Cristfield, en Maryland.

A Tangier le quedan entre 50 y 70 años antes de seguir el camino de Effier Wilson. Será el final de cientos, si no miles de años, de presencia humana. Primero, con los indígenas y, después, con los europeos. El primer hombre blanco que llegó a la isla lo hizo en 1608. Era John Smith, el cofundador de la colonia de Jamestown – el primer establecimiento permanente británico en las Américas –, que luego se convertiría en una figura conocida en todo el mundo cuando dijo que una niña india llamada Pocahontas le había salvado la vida.

La causa de la destrucción de Tangier es simple. El nivel de la Bahía de Chesapeake sube entre 2 y 3,2 milímetros anuales, y el terreno se hunde entre 1 y 1,5 milímetros anuales. Eso significa entre 3 y 4,7 milímetros más de agua al año. La subsidencia, o sea, el hundimiento del terreno, se debe en parte a factores naturales. Pero también es exacerbado por el bombeo de agua, la deforestación, y otras actividades humanas. La subida del nivel del mar se debe, según los científicos, al cambio climático.

El mar no tiene el mismo nivel en todas partes. Desde el viento hasta las corrientes, pasando por la temperatura, la composición química o el tamaño de las masas de agua afectan a la densidad del agua y a la altura del mar. La Bahía de Chesapeake es uno de los sitios donde el nivel del mar sube más deprisa. Aunque 4 milímetros anuales parece muy poco, son 40 centímetros en un siglo. Eso, en Tangier, donde el punto más alto está a 1,20 metros, es letal.

Pero, además, el agua va a subir más deprisa en Tangier. “No es solo que el nivel del mar esté aumentando en la Bahía de Chesapeake a un ritmo más alto que la media, sino que, además, esa velocidad se va a incrementar”, explica en su apartamento de Nueva York el profesor de la Universidad de Columbia y climatólogo de la NASA James Hansen, que ya en 1988 se expuso a las críticas de muchos cuando se convirtió en el primer científico que compareció ante el Congreso de EEUU para alertar contra lo que entonces era poco más que una teoría defendida por él y por pocos más: que la Tierra se está calentando por efecto de la actividad humana. Hansen, que ganó este año el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, en España, explica la causa de esa aceleración: “El calentamiento de la Tierra está empezando a afectar a la Circulación Thermoalina del Atlántico Norte. Eso significa que las corrientes marinas están cambiando, y que el agua se está calentando en la Costa Este de EEUU”. Cuanto más caliente es el agua, más volumen ocupa. Y, por tanto, más sube.

En esta situación, uno podría suponer que los habitantes de Tangier están demandando acciones inmediatas contra el cambio climático.

Pues no. Nadie cree en el calentamiento de la atmósfera en esta isla en la que Donald Trump se llevó el 89,1% de los votos en las pasadas elecciones de noviembre. Tangier sigue hoy llena de signos pidiendo el voto por Trump. Y la identificación de los isleños con el presidente es tal que, después de que el alcalde, John Eskridge, saliera en la cadena de televisión CNN en mayo, el propio Trump le llamó por teléfono.

Eskride es, como más de la mitad de los hombres de Tangier, un waterman, o sea, un mariscador que vive de la pesca de cangrejos en la Bahía. En abril pasado, me explicaba que “aquí el problema es la erosión y la subsidencia. Eso, y las regulaciones, que no nos dejan pescar”. La demanda de Eskridge es una serie de escolleras que protejan la isla. Paradójicamente, el Gobierno de Washington aprobó una escollera en 2016. Fue el presidente Obama. “Sí, sé que fue Obama”, comentaba Eskridge, al que todos llaman ‘Ooker’ (pronunciado úker) por el ruodo que hacía cuando era un niño y trataba de imitar el canto de los gallos. Ooker, sin embargo, no sabía que Trump había pedido al Congreso la cancelación del programa para la rehabilitación medioambiental de la Bahía de Chesapeake que, entre otras cosas, busca el aumento de la población de los cangrejos que son su principal medio de vida.

Nadie en Tangier cree que el mar esté subiendo. “Cuando yo era pequeño, el agua llegaba hasta esa escollera, justo al sitio al que sigue llegando ahora”, explicaba Anthony Marshall, mariscador de 60 años y superviviente de tres cánceres, junto a un cartel que decía ‘Vota Trump’ a la entrada de su casa en Tangier no puedes comprar alcohol, pero sí puedes beberlo”. Jim, otro vecino que pas alargas temporadas fuera de la isla por trabajo, llegaba más lejos: “La Tierra se está enfriando, y el casquete de hielo del ártico está creciendo”. La realidad es la contraria. El Océano Glacial Ártico cada vez tiene menos hielo, y hay una carrera de países – EEUU, Rusia, Canadá, Noruega, y Dinamarca – por asegurarse el control de lo que está empezando a convertirse en una vía de tráfico marítimo estratégica.

Pero eso no preocupa en Tangier. Allí, los motivos de preocupación son la posibilidad de una guerra con Corea del Norte, o un ataque terrorista al ferry que conecta la isla con Cristchurch. La llegada de Internet ha creado una extraña paranoia en una comunidad aislada que tiene su propio dialecto, sin parangón en ningún lugar del mundo, que es una mezcla de localismos e inglés isabelino – el mismo en el que están escritas las obras de Shakespeare – que hizo que en 2014 una investigadora de la Universidad George Mason grabara a varios ancianos del lugar para guardar su memoria en el archivo de ese centro académico. Cuando Ooker habla con la prensa, lo hace en inglés normal. Pero, si algún vecino le pregunta algo, pasa a la lengua local y es imposible entender nada de lo que dice.

Tangier vive una curiosa realidad, entre el aislamiento y la obsesión por la política internacional que llevó al extremo de que la congregación local de la iglesia metodista sufriera una escisión cuando sus responsables decidieron hacer una donación a la Autoridad Nacional Palestina. Los que su fueron a fundar su propia iglesia – a la que pertenece, entre otros, Eskridge, y que hoy cuenta con más miembros que la originaria – consideraban la Autoridad Nacional Palestina era un grupo terrorista. Tangier tiene, de hecho, banderas estadounidenses en las casas, pero también cruces, y estrellas de David. Apenas 470 habitantes, pero dos iglesias, junto a una escuela construida sobre pilotes metálicos para que, cuando suba el mar, las clases no se inunden.

Los científicos, sin embargo, creen que el final de Tangier está sellado. Solo una intervención masiva del Gobierno federal, que incluya el desembarco de cientos de tonelada de tierra, y una plantación masiva de árboles, podría salvarla. Eso se está haciendo en otra isla vecina, la de Poplar. Pero Tangier es más grande, y está habitada.

Entretanto, el mar sigue tragándose esta especie de Macondo estadounidense. La playa en la que estaba la tumba de Effier Wilson ya ha sido devorada por el mar. Lo mismo ha pasado con un refugio de caza de madera que estaba allí, y que en 2014 era un escenario surrealista: una casa de madera en la que entraban las olas. “Es una pena, porque era un sitio muy buena para cazar”, recuerda Eskridge, “porque allí, hasta hace como veinte años, estuvo el último bosque de Tangier. Hasta que llegó el mar y se lo llevó”.