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Inmunes al estruendo de las bombas en el escenario de la batalla por Járkov

Járkov (Ucrania), 16 may (EFE).- Dos meses y medio en el centro de la batalla por Járkov bastan para que Oleg distinga a la perfección el ruido de los aviones del de los misiles, las granadas de la artillería, el fuego ucraniano del que viene del enemigo.

No hay que preocuparse por ese martilleo atronador, pide. Viene de dos o tres kilómetros más allá y es la artillería ucraniana asegurando el retroceso de los rusos.

Con pelo corto y blanco a sus 43 años, Oleg viste un chándal ocre lleno de manchas y está a la puerta de su casa, en la carretera principal de Tsyrkuny, un pueblo al lado de Járkov que estuvo controlado por los rusos hasta el 8 de mayo y que acaba de ser liberado, al igual que otros enclaves de los alrededores de la segunda ciudad más grande de Ucrania, a cuya ocupación el Ejército ruso parece haber renunciado.

No se inmuta tampoco por el humo que se ve en línea recta, a apenas un kilómetro. Sabe que son los restos del bombardeo ruso del día anterior contra un almacén de munición militar que Ucrania tenía en su pueblo.

No quiere ver a los rusos ni en pintura pero no le asusta que vuelvan. A estas alturas lo único que le da miedo es morir bajo una bomba o que le destruyan la casa como le ha pasado a tanta gente del pueblo. Hasta el 8 de mayo unos soldados se metieron en casa de sus vecinos, la suya la dejaron en paz porque sabían que estaba dentro.

O en el refugio, porque su pueblo se convirtió en el frente. Agazapado en la bodega de su casa, bajo tierra, en el lugar que sirve para conservar alimentos ha pasado días, semanas, dos meses protegiéndose de un combate rudo del que sobrecoge ver los restos.

GRANADAS, TANQUES, MISILES… EL ESCENARIO DE LA BATALLA

Nadie ha pasado aún a recoger las decenas y decenas de cascotes de los enormes misiles antitanque usados por los ucranianos, ni las granadas sin explotar, ni las minas… Un poco más allá, al lado izquierdo de la carretera se ven los restos de lo que fue la gasolinera del pueblo.

Hay también tanques varados: unos rusos, otros ucranianos. Siete misiles blancos se cuentan a simple vista en un campo verde que tendría que dar pronto cereales.

Nadie sin permiso puede acceder al pueblo pero por la carretera salen coches a toda velocidad. Aquí no hay ambulancias sino vehículos simplones con una cruz pintada que sacan a los soldados heridos que vienen del frente, desplazado recientemente a dos pueblos más allá.

En el sentido de entrada vienen coches de ayuda humanitaria y “taxis” que regresarán poco después con refugiados.

DESTRUCCIÓN Y OLOR A GAS EN EL ACORDONADO BARRIO DE SALTIVKA

Hay que ir con cuidado porque los soldados aún no han hecho la labor de desminado. Un poco más adelante, unos kilómetros más allá, ya a la entrada de Járkov, hay un puesto de control en el que está sentada Lesya, una exreportera de guerra reconvertida en soldado que espera órdenes para moverse más hacia el frente, ahora que Ucrania ha conseguido mover a los rusos de sus posiciones y liberar varios pueblos de la zona de la segunda ciudad más grande de Ucrania.

El puesto de control está al lado de los restos de unas letras que, antes de ser destruidas por un bombazo, anunciaban el nombre de la segunda ciudad más grande de Ucrania. En Járkov vivían antes de la guerra 1,5 millones de habitantes. Muchos se han ido y habrá que ver si volverán, si tienen casa a la que regresar.

Sobre todo los que vivían en Saltivka, un barrio residencial al norte de la ciudad que sufrió buena parte de los bombardeos. Hay un barrio repleto de bloques igualitos de estilo soviético que han quedado por la guerra agujereados y teñidos de negro. Con el fin de los bombardeos, están las Emergencias, los Bomberos y la Policía trabajando.

No se sabe bien qué está pasando dentro. Se teme que ahora que ya han cesado los bombardeos las emergencias estén rescatando cuerpos. La Policía no permite el acceso a las calles más afectadas del barrio ni siquiera a los vecinos que habían huido y ahora vuelven para ver cómo están sus casas. Todo huele a gas.

UNA CASA SIN RASGUÑOS PESE A LA BOMBA DEL JARDÍN

En ese mismo barrio pero al otro lado, en una parte residencial repleta de unifamiliares de lujo, sigue en pie sin un solo rasguño la casa de Mijáil, de 51 años. Aún no se cree que esté entera después de que una bomba cavase un hoyo de dos metros en su jardín y levantase el coche que estaba aparcado a una posición vertical, en la que aún sigue.

En un rato regresará a la casa de su hijo, con quien él y su esposa viven temporalmente porque allí sí que llegan la luz y el gas. Se enteró de que dejaron de atacar los rusos y vino a echar un vistazo; le dijeron que otras casas las habían saqueado pero la suya está bien aunque allí no se puede vivir.

“El Gobierno está trabajando para repararlo, esperemos que después del verano ya tengamos gas”, dice pensando en el frío del invierno. No se queja. “Tenemos un sitio donde vivir y seguimos vivos”, se alegra.

UNA CASA CON TRINCHERAS

Unos kilómetros más al este de Járkov está Vilkhivka. Es un pueblo pequeño que se ha quedado sin escuela y que desprende un agudo olor a muerto. Los rusos se fueron hace dos semanas pero los operarios municipales aún siguen trabajando. No hay agua ni gas.

Aún queda el cuerpo de un soldado ruso descomponiéndose al lado de lo que fue el colegio donde iba el hijo de Iuri y al que ya no volverá: son todo ruinas irrecuperables.

Hace dos días que se llevaron los cadáveres de ocho soldados ucranianos de una trinchera que habían cavado en el huerto de Iuri, que fue campo de combate a juzgar por las balas que están desperdigadas por su jardín y por el bombazo que le dieron a su segunda planta.

“Debía haber ahí soldados”, dice Iuri, que tiene 56 años y parece un detective tratando de descifrar qué pasó en su territorio. Estuvo todo un mes en el pueblo ocupado por los “orcos”, como llama a los soldados rusos, pero cuando éstos retrocedieron a finales de abril dejó también su refugio y se marchó a la ciudad. Y menos mal que lo hizo, dice, porque poco después volvieron. Quién sabe si no van a regresar. Andan ahí cerca pegando tiros.

Iuri ha perdido su casa pero dice que no es eso lo que más le preocupa. Tiene un hijo de 7 años que vivió con él en el refugio y que, lamenta, se ha trastornado. “Mi hijo solo piensa en matar a rusos, a ver cómo se lo vamos a quitar de la cabeza”. Muestra vídeos del niño viendo tanques pasar el 24 de febrero: rusos en una dirección, ucranianos en la contraria. Y así casi tres meses de guerra.

INMUNE AL SONIDO DE LAS BOMBAS: FALTA AGUA Y COMIDA

En el mismo pueblo vive Valentina Efimovna. A sus 88 años apenas puede caminar pero se levanta de la silla y lo intenta cuando ve a Vitaly Kuchma acercarse con ayuda humanitaria. “Llevo tres días sin echarme nada a la boca”, explica. No tiene agua, luz ni gas en casa pero no se va porque no tiene adonde ir. Fue de las pocas que resistió en el pueblo cuando era un campo de combate.

Lleva la cabeza tapada con un gorro de color blanco, un jersey negro y un delantal. Dice que apenas ve pero lo escucha todo. Recuerda el sonido de la bomba que destruyó la escuela, el de la casa de al lado. Sabe cuándo ha caído la granada en la calle de atrás. “No os asustéis, esas están lejos. Hace días que no caen por aquí”, dice cuando se intensifica el sonido de la guerra.

Ella ya no se preocupa por las bombas. Para vivir le falta comida y salud porque, dice, le duelen mucho las piernas. Hace tres días la vio un médico que vino en una ambulancia móvil. Pasa una vecina por la calle y le pide que por favor le traiga agua, que ya sabe que ella no tiene cómo irla a buscar. “Claro que me ayudan, mi hijo murió y estoy sola. ¿Qué sería de mí sin ayuda?”, se pregunta.

Unas calles más atrás se arremolinan en el patio común un grupo de vecinos que han vuelto al pueblo de Valentina hace unos días. Confían en que esta vez sea la última, ojalá no tener que marcharse otra vez, aunque nunca se sabe.

Lourdes Velasco, enviada especial

(c) Agencia EFE