The New York Times
Desde que el coronavirus llegó a su vecindario en el sureste de Washington D. C., en la primavera, Grenderline Etheridge, de 11 años, ha roto en llanto muchas veces por razones que no puede explicar. Se ha acurrucado en la cama con su madre, algo que no había hecho desde hace mucho tiempo.
Sus hermanos también han tenido problemas: los niños, de 12 y 4 años, se han unido a ella en la recámara de su madre y el más pequeño, que estaba cerca de aprender a ir al baño por su cuenta antes de que su escuela cerrara en marzo, recientemente volvió a usar pañales.
En los últimos diez meses, la madre de Grenderline, Loretta Jones, ha intentado mantener a los niños enfocados en sus estudios y entretenidos con juegos, libros y pintura con las manos. Al principio de la pandemia, Jones a menudo llevaba en auto a los miembros de la familia a un parque cercano para que se ejercitaran, pero dejaron de ir cuando los casos del virus se comenzaron a elevar de nuevo. Un aumento repentino de balaceras en su vecindario también ha causado que la familia se quede en la casa la mayor parte del tiempo, confinada en su apartamento de tres recámaras.
“Por la gracia de Dios, lo estamos logrando”, dijo Jones, de 34 años, quien padece trastorno bipolar y ha tenido dificultad para conseguir un trabajo estable.
Conforme el virus se propagó por la nación y no perdonó a ninguna comunidad, también aumentó las dificultades que muchas familias ya soportaban en tiempos prepandémicos: violencia con armas, hambre y pobreza.
La alteración a la vida cotidiana (y el estrés asociado de la vida en pausa) tal vez ha sido más intensa para los hijos de familias de escasos recursos, afirman expertos, muchos de los cuales viven en vecindarios predominantemente negros y latinos que han sido plagados por un alza en violencia con armas y tasas de infección de coronavirus que son altas de manera desproporcionada.
La pandemia ha causado tanto caos en la vida de Grenderline (y en la de muchos jóvenes) que a los expertos les preocupa que los efectos devastadores se sentirán durante mucho tiempo después de que las vacunas sean distribuidas y regresemos a algo parecido a la normalidad.
Desde marzo, de acuerdo con datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) de Estados Unidos, ha habido un aumento del 24 por ciento en todo el país en visitas a la sala de urgencias por temas relacionados con salud mental en niños, cuyas edades oscilan entre los 5 y 11 años, así como un incremento del 31 por ciento en jóvenes de entre 12 y 17 años, en comparación con el mismo periodo el año pasado.
Aunque se espera que la mayoría de los niños se recuperen del aislamiento y la educación a distancia, según indican los expertos en desarrollo infantil, aquellos que crecen en medio de otras adversidades como violencia doméstica, abuso y pobreza están luchando para lidiar con la incertidumbre de la pandemia, y enfrentan obstáculos más grandes para recuperarse.
“El problema no es solo el virus”, dijo Alicia Lieberman, directora del Programa de Investigación del Trauma Infantil en la Universidad de California, campus San Francisco, que trabaja cada año con alrededor de 400 niños menores de 6 años del área de la bahía que han experimentado distintos tipos de trauma.
Casi todos los niños son negros, latinos o de raza mixta y desde que la pandemia comenzó, dijo ella, el programa ha visto “enormes incrementos” en trastornos del sueño, pesadillas y agresión entre los pequeños, así como enuresis entre aquellos que previamente la habían superado.
“No hay duda de que se debe a que ya están lidiando con un trauma”, dijo, y el virus “se convierte en una fuente más de peligro incontrolable”.
En Washington, las desigualdades raciales de la pandemia se pueden sentir de manera más intensa en los distritos 7 y 8 de la ciudad, una franja de vecindarios de bajos ingresos compuestos en un 90 por ciento por personas negras que tiene la tasa de homicidio más alta de la ciudad y una de las más altas en muertes por coronavirus. A tan solo unos kilómetros del Capitolio, las salas del poder ubicadas del otro lado del río Anacostia pueden sentirse a un mundo de distancia.
KaShawna Watson, quien supervisa el programa de salud mental basado en la escuela para las Caridades Católicas de la Arquidiócesis de Washington, el proveedor independiente de servicio social más grande de la ciudad, dijo que meses de aprendizaje virtual, protestas contra la brutalidad policiaca y problemas financieros les han cobrado factura a los jóvenes de los distritos 7 y 8.
“Les preocupa qué pasará si salen”, dijo. “¿Les dispararán porque son negros? ¿O será su papá quien no regresará a casa?”.
Aunque esas preocupaciones generales no son nuevas, aclaró ella, han empeorado por la pandemia.
Tiffany Porter, quien tiene 32 años y vive en el distrito 8, ha luchado desde hace tiempo para proteger a sus cinco hijos pequeños. El padre de su hija fue asesinado a tiros en julio de 2019, una pérdida agravada por un tiroteo ocurrido tan solo minutos después de su funeral. “Tengo que ser extremadamente fuerte por el bien de mis hijos y hay días en los que no puedo ser fuerte ni siquiera por mi propio bien”, dijo.
A medida que su aniversario luctuoso se aproximaba en julio, su hija de 8 años se deprimió, dijo Porter, y comenzó a cortarse un mes después. La teleterapia ha ayudado, dijo ella, pero con las escuelas cerradas y los centros comunitarios fuera de servicio, los límites se han sentido como obstáculos.
“No puedo obtener lo que necesito debido a que la COVID nos está deteniendo a todos”, dijo Porter, mientras comentaba que solo en algunas ocasiones permite que sus hijos jueguen afuera debido a sus temores de la violencia con armas. “No puedes llevar a tu hijo al área recreativa sin escuchar disparos”.
Al no poder encontrar empleo durante la pandemia, Porter dijo que ha dependido de los pagos por incapacidad para pagar las cuentas. Sin embargo, una intervención quirúrgica el año pasado para uno de sus hijos la ha dejado con tan solo 23 dólares algunos meses y con una montaña de cuentas sin pagar. La Navidad se “canceló” para su familia, dijo, porque no tenía dinero para comprar regalos.
A pesar de las dificultades, Porter se ha esforzado porque haya estructura en el hogar familiar. Colocó escritorios para sus hijos en la sala y, cerca de un árbol navideño alto, blanco y decorado con adornos azules, construyó una esquina “para relajarse”, abastecida de libros ilustrados y una mecedora. Programa tiempos para contar cuentos y para bailar; además, ayuda a sus hijos con sus tareas de Literatura, Matemáticas y Ciencias.
Aun así, Porter dijo que teme que incluso después de que la pandemia termine, sus hijos batallen para escapar del ciclo de pobreza y violencia comunitaria que ha marcado sus jóvenes vidas.
“Esa es la norma de mi familia”, dijo. “Eso es todo lo que vemos, todo lo que conocemos”.
This article originally appeared in The New York Times.
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