Cuando la indignación no basta para producir el cambio

Policía con equipo antimotines en una manifestación en Sāo Paulo, Brasil, el 31 de mayo de 2020. (Victor Moriyama/The New York Times)
Policía con equipo antimotines en una manifestación en Sāo Paulo, Brasil, el 31 de mayo de 2020. (Victor Moriyama/The New York Times)

El viernes 2 de octubre de 1992, la policía militar irrumpió en la prisión de Carandiru en Sāo Paolo, Brasil, durante un motín. Entonces, comenzó la matanza.

Aunque después la policía intentó alegar que había actuado en defensa propia, las cifras decían otra cosa: 111 presos fueron asesinados. Ningún policía perdió la vida. Había sido una masacre.

Los medios de comunicación brasileños cubrieron la noticia de manera efusiva, sin omitir las fotos de cadáveres ensangrentados. Los políticos y otras figuras públicas condenaron los asesinatos. La violencia policial era un problema existente desde hacía tiempo en Brasil, pero rara vez había tenido este tipo de cobertura informativa sostenida y atención nacional. Cualquiera que viera aquello se habría imaginado que motivaría una reforma policial de raíz.

Pero no fue así. Los políticos hicieron algunos cambios menores y hubo algunos despidos. El ciclo de noticias siguió adelante; la violencia policial continuó.

La historia de la masacre de Carandiru en sí misma es una historia sobre muchas cosas, como la pobreza, el racismo y el legado de la dictadura. Pero las secuelas de la masacre también hablan de las limitaciones democráticas y son relevantes para los gobiernos de todo el mundo.

Esta historia me ha parecido en especial útil para entender la relativa falta de consecuencias políticas tras las recientes crisis en Estados Unidos, como las de los repetidos tiroteos masivos y el ataque al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021.

Alguna vez se esperó que, en una democracia, la indignación masiva por un escándalo público o una crisis se tradujera en un cambio político. Pero, si han puesto atención a las noticias, tal vez se sientan frustrados por la manera en que ese proceso parece desmoronarse desde su centro: ocurre algo impactante, el público expresa su indignación y dolor, pero luego eso no se traduce en cambios legislativos o políticos. Este artículo trata de una teoría política que ayuda a explicar por qué sigue ocurriendo esto: un diagnóstico, aunque todavía sin cura.

Una protesta en apoyo del control de armas fuera de la convención anual de la Asociación Nacional del Rifle en Houston, el 28 de mayo de 2022. (Meridith Kohut/The New York Times)
Una protesta en apoyo del control de armas fuera de la convención anual de la Asociación Nacional del Rifle en Houston, el 28 de mayo de 2022. (Meridith Kohut/The New York Times)

Una fórmula para el cambio difícil de cumplir

Yanilda Gonzalez, profesora de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, investiga la reforma policial en Sudamérica: cómo es el proceso y, lo que es más importante, por qué a menudo no se lleva a cabo.

Cuando comenzó su trabajo, su hipótesis era que los países sudamericanos no habían reformado sus fuerzas policiales durante sus transiciones a la democracia porque había mucho más que hacer. En esa versión de la historia, reformar la policía no había sido una prioridad.

Pero cuando profundizó un poco más, descubrió que, en realidad, había una gran demanda pública para mejorar la seguridad y el control de la delincuencia, además de que había mucho enojo en las comunidades. La policía no había sido ignorada: había sido protegida.

La policía tenía poder político porque podía retirar de manera selectiva sus servicios, lo que permitía el aumento de la delincuencia y el desorden y provocaba la ira de los funcionarios electos. También solía tener buenos contactos, capaces de ejercer una presión eficaz para proteger sus propios intereses. Eso significaba que el conflicto con la policía era costoso para los políticos, que tendían a evitarlo y dejaban que los departamentos y las prácticas policiales permanecieran en gran medida inalterados.

Sin embargo, Gonzalez descubrió que había un conjunto de condiciones específicas y difíciles de cumplir que, si se daban, conducirían a la reforma policial. En resumen, su fórmula es la siguiente: escándalo + unidad pública + oposición política creíble = reforma.

La secuencia comenzaba con un escándalo o una crisis que llevara a la opinión pública a unir a una mayoría de personas a favor de la reforma, escribió en su libro, “Authoritarian Police in Democracy”. Si además existía una amenaza electoral real por parte de los opositores políticos que pedían la reforma, eso podía ser suficiente para convencer a los líderes a actuar para ahuyentar a sus rivales.

En Argentina y Colombia, esa secuencia condujo a importantes reformas después de asesinatos policiales de alto perfil.

Pero si faltaba aunque fuera uno de esos elementos, el statu quo continuaba. En Brasil, la masacre de Carandiru sin duda fue un escándalo y la oposición política fue bastante sólida y se unió a las críticas, hasta cierto punto. Pero la opinión pública estaba fragmentada: en las encuestas de la época, Gonzalez encontró que alrededor de un tercio de los brasileños aprobaba la manera en la cual la policía había manejado la situación. Faltaba el segundo elemento de la secuencia, la convergencia de la opinión pública. El resultado: ninguna reforma.

El problema del partidismo en Estados Unidos

Cuando hablamos, Gonzalez fue muy cuidadosa al señalar que su ecuación política no pretende ser una teoría de todo y que surgió de su investigación sobre la policía, en particular. Pero dijo que veía paralelismos con la manera en que se han desarrollado otras cuestiones políticas controvertidas en Estados Unidos; en particular, las que parecen resistirse a la reforma a pesar de las constantes protestas del público. Y su investigación sugiere que esos problemas son estructurales y surgen de la naturaleza dividida de Estados Unidos, además de los aspectos específicos de cualquier cuestión política.

“En este momento, en Estados Unidos, lo más destacable es la reforma de las armas”, manifestó González. Es un tema que trae consigo crisis periódicas en forma de tiroteos masivos, incluyendo los horrores que tuvieron lugar el mes pasado en Uvalde, Texas. Pero eso no ha llevado a la convergencia de la opinión pública: en el país hay una profunda división sobre la prohibición de las armas de asalto y otras políticas importantes de control de armas.

Su fórmula sugiere que esas divisiones ocasionarían que los políticos estadounidenses fueran reacios a emprender reformas polémicas y arriesgadas para su carrera política. Gonzalez afirma que para que se produzca un cambio “el escándalo tiene que influir en las percepciones de la gente; tiene que influir en la manera en que la gente del medio ve un problema”. Y agregó: “Tiene que ser algo que mueva hacia las filas de los críticos a las personas que son neutrales o solidarias”.

Pero Estados Unidos se ha dividido tanto a lo largo de las líneas partidistas que ahora es menos probable que la gente cambie de opinión sobre cuestiones muy partidistas y controvertidas y el control de las armas está cada vez más inscrito en esa categoría, en lugar de considerarse una cuestión de salud pública y seguridad.

Y la naturaleza de la política estadounidense actual hace que el tercer elemento de la fórmula de González (la amenaza creíble de oposición política) sea también más difícil de conseguir.

Para muchos estadounidenses, votar por el otro partido es impensable, porque el abismo moral y cultural entre los dos partidos se ha hecho enorme.

“Se ha producido un realineamiento. Ha habido un desplazamiento real en los partidos, de modo que hay un partido que quiere mantener el sistema tradicional y jerárquico del patriarcado cristiano blanco y otro que quiere avanzar más hacia la igualdad”, dijo Lilliana H. Mason, investigadora de la Universidad Johns Hopkins que estudia la polarización partidista en Estados Unidos. “Así que es de verdad difícil en este momento que la gente salga de ese patrón. Porque no solo estamos en desacuerdo sobre el control de armas, estamos en desacuerdo sobre cómo es Estados Unidos”.

© 2022 The New York Times Company