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Por qué las Humanidades nos ayudan a entender lo que ocurre en Ucrania

<span class="caption">Foto de Járkov de Maks Levin, fotógrafo y fotoperiodista ucraniano, asesinado en el cumplimiento de su deber profesional.</span> <span class="attribution"><a class="link " href="https://www.flickr.com/photos/oireachtas/52211394081/" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Flickr;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">Flickr</a>, <a class="link " href="http://creativecommons.org/licenses/by/4.0/" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:CC BY;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas">CC BY</a></span>

16 de junio de 2022: “El alumno con la mejor nota de la EVAU en Madrid quiere estudiar Filología Clásica

Varios días después se conoce que el perfil personal de Gabriel Plaza ha recibido comentarios desagradables amparados en el anonimato. Uno de ellos capta mi atención: “Tan esenciales no son las Humanidades cuando vivo sin ellas”.

Este artículo es una breve respuesta a esa frase.

Para mí, filóloga clásica, que vive con ellas, las Humanidades influyen en el día a día. Influyen, por ejemplo, en cómo leo las noticias de la guerra de Ucrania.

Crear desiertos

El 24 de febrero de 2022, Putin declara el comienzo de una “operación especial” en Ucrania como respuesta a una petición de ayuda de las Repúblicas Populares de Donbás. Cita motivos de seguridad y hace acusaciones de genocidio. Sin embargo, lo que nos queda en la retina es la destrucción sistemática que se lleva a cabo poco después. Nada nuevo bajo el sol, a juzgar por la apreciación que Tácito pone en boca del jefe britano Calgaco: “dicen que hacen la paz donde crean un desierto”.

La frase de Calgaco es de uso frecuente para explicar y justificar no sólo las dinámicas bélicas romanas, sino también las del imperio británico en el siglo XIX y principios del siglo XX, como si invadir a los vecinos sirviera para mantener la paz en los imperios.

Sin embargo, de lo que Calgaco hablaba en realidad era de la avaricia del imperio romano, que no se sacia en sus conquistas: la extorsión es más productiva cuando se invaden territorios ricos, pero también se invaden los pobres por el placer de dominarlos y quitarles lo poco que tienen. Los inductores de la guerra se mueven entre el expolio y la megalomanía.

Delirio de grandeza

Megalomanía no es una palabra griega antigua. La acuñó en el siglo XIX el psiquiatra francés Henri Dagonet para describir la psicosis de los delirios de grandeza.

Es útil indagar en su etimología: megalo- significa grande; mania define el frenesí o furor que el dios Dioniso provocaba en sus devotos, con o sin consumo de alcohol, al tomar posesión de ellos. Es un fenómeno de masas que se extiende de forma casi infecciosa, no una aflicción individual. Nótese también que la palabra mania pertenece a la misma familia que la palabra griega para fuerza y poder (menos), lo que sugiere que el megalómano deriva fuerza de su autopercepción de grandeza.

A juzgar por estudios recientes sobre la prevalencia del hombre fuerte, con su culto de personalidad y capacidad destructora, cuanto más sepamos sobre las implicaciones de la megalomanía, mejor.

Acaparar la identidad del otro

Respecto al expolio, Eneas describe cómo, en su huida de una Troya ya derrotada, ve a Fénix y Ulises vigilando el botín: oro y otros objetos de valor arrancados de palacios y templos, mujeres y niños que serán distribuidos entre los vencedores.

Emergen relatos de pillajes en viviendas y negocios, violaciones y niños ucranianos “trasladados” a Rusia.

Créanme que la reacción de “los de Humanidades” cuando algo arde no es tocar la lira imitando al Nerón de Peter Ustinov. Más bien nos decantamos por las Humanidades porque, como escribió Terencio (s. II a.e.c.), “homo sum: humani nihil a me alienum puto” (“soy un ser humano: nada humano lo considero ajeno”). Así que cuando vemos las barbaridades actuales les solapamos las formas literarias elaboradas de dolor, como Las Troyanas de Eurípides, con míseras vidas y muertes por delante.

Tenemos más palabras para describir el dolor y nos encoge ver que las formas de la guerra han cambiado poco y siguen buscando el beneficio económico y la destrucción íntegra del vencido. Ahora, como antes, además de matar hay que destruir a los vivos para que no busquen venganza: de ahí las violaciones, que rompen a individuos, familias y comunidades, y se utilizaban y utilizan de forma sistemática. También es habitual robar y destruir todo lo que recuerde a los vencidos quiénes son, para que no se aferren a su identidad y se vuelvan a poner en pie.

En el caso de Ucrania, un ejemplo es el oro de los escitas, un pueblo antiguo cuyos recuerdos custodiaban varios museos, que parece haberse evaporado, al menos en parte. Ha habido acusaciones de que se trata de una campaña sistemática para privar a Ucrania de los artefactos que demuestran su pasado, con los que se crea su identidad nacional.

Algunos precedentes sugieren que el retorno de lo que haya desaparecido no será fácil: el llamado tesoro de Príamo, que Heinrich Schliemann extrajo de la colina turca de Hissarlik (la antigua Troya), desapareció del museo berlinés que lo conservaba al acabar la Segunda Guerra Mundial. Pueden contemplarlo en el Museo Pushkin de Moscú. Putin dejó claro hace 20 años que las obras de arte sustraídas de Alemania no iban a ser devueltas. Las memorias largas no son propiedad exclusiva de los filólogos clásicos, pero son una de las habilidades que ponemos al servicio de las sociedades en las que vivimos.

¿Se puede vivir sin Humanidades? Supongo que sí, pero sin ellas tendríamos menos palabras para enfrentarnos al dolor, menos habilidad para expresarlo, y perderíamos una perspectiva llena de matices, no sólo ante la guerra de Ucrania, sino ante casi todo lo que ocurre en el día a día.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Laura Miguélez Cavero no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.