Los hombres han perdido el rumbo, pero Josh Hawley tiene algunas ideas para salvarlos

El estado de la hombría se ha convertido en un frente más de nuestras guerras culturales, un debate que se sigue desmenuzando en un marco político, aunque los propios hombres se sigan desmoronando. (Zohar Lazar/The New York Times)
El estado de la hombría se ha convertido en un frente más de nuestras guerras culturales, un debate que se sigue desmenuzando en un marco político, aunque los propios hombres se sigan desmoronando. (Zohar Lazar/The New York Times)

Es un problema con demasiados nombres.

Masculinidad tóxica. La feminización de América. La ausencia epidémica del padre. La crisis de los niños. El fin de los hombres. Hay muchas explicaciones y soluciones en competencia para la difícil situación del hombre estadounidense contemporáneo. El estado de la hombría se ha convertido en un frente más de nuestras guerras culturales, un debate que se sigue desmenuzando en un marco político, aunque los propios hombres se sigan desmoronando.

A estas alturas, los signos de ese desmoronamiento son bien conocidos: los chicos en Estados Unidos están menos preparados que las chicas cuando empiezan la escuela y es menos probable que se gradúen del bachillerato o terminen la universidad. Los jóvenes abandonan la fuerza laboral. Las llamadas muertes por desesperación —por suicidio y sobredosis de drogas— son casi tres veces más frecuentes entre los hombres que entre las mujeres. Además, uno de cada cinco padres no vive con sus hijos. En 1990, el tres por ciento de los hombres afirmó que no tenían amigos cercanos; ahora es el 15 por ciento.

Estos indicadores están por todas partes en el libro detallado que Richard Reeves publicó en 2022, “Of Boys and Men”, el cual se ha convertido en un texto de referencia sobre la materia. “El problema con los hombres se suele plantear como un problema de hombres”, escribe Reeves. “Se debe reparar a los hombres, un hombre o un niño a la vez. Este enfoque individualista es equivocado”.

Como especialista en clases sociales y desigualdad, Reeves más bien considera que los problemas estructurales de nuestra sociedad son los que agobian a los hombres y tiene en mente varias soluciones políticas. Quiere retrasar un año el ingreso de los niños a la guardería, en parte porque sus cerebros se desarrollan más lento que los de las niñas. Quiere ver más maestros hombres desde la guardería hasta el decimosegundo grado, porque sirven de modelo para los niños y contribuyen a mejorar su rendimiento académico. (Los hombres representan el 24 por ciento de los maestros estadounidenses, en comparación con el 33 de inicios de la década de 1980). Y, en una época en que la automatización y un comercio más libre han transformado los mercados laborales, Reeves quiere crear más oportunidades para los hombres en lo que él denomina empleos HEAL (sigla en inglés de salud, educación, administración, alfabetización), los cuales dominan las mujeres.

Son ideas sensatas, pero me pregunto si están a la altura de las dificultades que el mismo Reeves describe de forma convincente. ¿Más maestros de Ciencias en la escuela secundaria o un año más de educación preescolar solucionarán la “constante sensación de falta de propósito” que aflige a los hombres en la actualidad, en palabras de un escritor que citó Reeves, o ampliarán “la limitada variedad de fuentes de significado e identidad” de la que sufren? El “reequilibrio dramático” del poder económico y cultural entre los sexos en las últimas décadas “ha vuelto obsoletos los viejos modos de masculinidad, en especial como sostén de la familia”, escribe Reeves. “Pero nada los ha remplazado todavía”.

A Josh Hawley, senador estadounidense por Misuri, se le han ocurrido algunas ideas para sustituirlas. Su nuevo libro, “Manhood: The Masculine Virtues America Needs”, recurre a influencias bíblicas —las historias de Adán, Abraham, David y Salomón, en particular— para combatir el malestar de los hombres estadounidenses, quienes están tan aturdidos con los videojuegos y la pornografía y afligidos con la depresión y la drogadicción que no pueden distinguir su vocación. A Hawley le preocupa que “no tienen ningún modelo ni ninguna visión de lo que es ser un hombre”.

Hawley escribe que los hombres están llamados a cultivar, proteger y expandir el Edén que es la Tierra, enfrentarse al mal, abrazar la servidumbre, privilegiar el deber sobre el placer, disciplinar sus cuerpos y ordenar sus almas. Deben “iniciar familias, construir hogares y dejar legados de carácter que duren generaciones”. El senador no se arrepiente de encontrar consuelo en el pasado. “Hombres estadounidenses, es hora de despertar”, escribe en su capítulo final. “Es hora de convertirse en hombres libres, como lo fueron sus padres y abuelos”.

Sin embargo, no está nada claro que nuestros padres y abuelos lo tuvieran todo claro. Los lamentos sobre la condición de los hombres tienen una larga historia en los debates culturales estadounidenses, que se remonta a mucho antes de que naciera Hawley, de 43 años. En 1958, la revista Esquire publicó un ensayo de Arthur Schlesinger Jr. titulado “La crisis de la masculinidad estadounidense”, que casi parece como si se hubiera publicado en estos días. “¿Qué le ha pasado al hombre estadounidense?”, preguntaba Schlesinger. “Durante mucho tiempo, parecía totalmente confiado en su hombría, seguro de su papel masculino en la sociedad”. No obstante, Schlesinger escribió que, a mediados del siglo XX, los hombres habían llegado a considerar su masculinidad “no como un hecho, sino como un problema”.

El poeta Robert Bly, en su exitoso libro de 1990, “Iron John: A Book About Men”, trazó el dolor del hombre moderno desde la Revolución Industrial, que separó a los hombres de sus familias y de la naturaleza, hasta la Revolución de la Información, que dejó a hombres atados a la oficina y demasiado enervados como para orientar bien a sus hijos. “Muchos de los papeles de los que los hombres han dependido durante cientos de años se han disuelto o han desaparecido”, escribió Bly, quien, una generación después de Schlesinger y una antes de Reeves y Hawley, llegó a la conclusión de que los hombres adultos se sentían avergonzados y los jóvenes, confundidos.

Para Schlesinger, quien llegaría a trabajar como asesor del presidente John F. Kennedy, la respuesta no era reafirmar una actitud machista al estilo John Wayne para contrarrestar el creciente empoderamiento femenino, sino reconstruir un sentido de identidad individual para luchar contra la burocracia asfixiante y la centralización económica del Estados Unidos de la posguerra. En otras palabras, perder el traje de franela gris y el ethos del “hombre de la organización” y, en su lugar, desarrollar un sentido de lo irreverente, de lo artístico, de lo moral, de lo político; según Schlesinger, de esta manera los hombres, las personas, pueden oponer resistencia a la uniformidad. En opinión de Bly, parte de la respuesta consistía en recrear los ritos antiguos de iniciación masculina y restablecer la tutoría entre los jóvenes y sus mayores, una relación que instruye a los chicos a canalizar, pero no suprimir, sus instintos.

Es fácil estar en desacuerdo con el libro de Hawley —un largo sermón sobre la masculinidad se siente un poco como una sobrecompensación cuando viene del tipo que huyó a toda prisa por los pasillos del Capitolio junto con otros senadores después de que saludó con el puño en alto a los alborotadores pro-Trump el 6 de enero—, pero hay muchas cosas que se deben tomar en serio de sus páginas. Pide la subordinación del yo frente a las necesidades de quienes amamos. Defiende la dignidad de todos los trabajos, independientemente de que sean denigrados como un trabajo “sin salida”. Reconoce la paternidad como un recordatorio diario de nuestros defectos. E insta a los hombres jóvenes a asumir una mayor responsabilidad en sus propias vidas (“Abandonar la pornografía es un buen punto de partida”, escribe Hawley) como un paso para vislumbrar esa visión extraviada de la virilidad. Rechazar o burlarse de estas opiniones por el mero hecho de que procedan de Hawley es dejar que los compromisos partidistas arrollen a los intelectuales.

Según Hawley, la izquierda considera a los hombres la fuente de sus propios problemas. “En los centros de poder que controlan, lugares como la prensa, la academia y la política, culpan a la masculinidad de los males de Estados Unidos”, escribe el senador. Hawley no está tan equivocado cuando se queja de los mensajes contradictorios que se dirigen a los jóvenes de hoy en día —Tú debes darle forma y reclamar tu identidad, pero ¿por qué eres tan tóxico y opresivo?—, pero parece no darse cuenta de la contradicción que hay en el núcleo de su libro: capítulo tras capítulo, Hawley les dice a los jóvenes que dejen de culpar a los demás de sus problemas y los insta a asumir la responsabilidad personal de sus vidas y fracasos... y luego procede a darles a esos mismos jóvenes alguien a quien culpar de su destino.

Entonces, ¿a qué se refiere, senador? ¿Los hombres estadounidenses necesitan hacerse hombres como sus antepasados o encerrarse en silos ideológicos como sus líderes políticos? Si está promoviendo la hombría, ¿por qué regodearse en el victimismo? Este es un libro que levanta el puño y luego corre a esconderse.

Hay muchos desacuerdos significativos entre estos escritores, pero me llamó la atención una amplia coincidencia. Un senador, un académico y un poeta coinciden en que la hombría no brota completamente formada del vientre materno ni comienza con una transformación biológica reconocible, como la pubertad, que convierte a los niños en hombres. Por el contrario, debe moldearse y reafirmarse de manera constante.

“La hombría es algo que se alcanza, no algo con lo que se nace”, escribe Hawley. “Es un logro del carácter”.

“La hombría no se da por sí sola”, escribe Bly. “No sucede porque comamos Wheaties”.

“La hombría es frágil”, escribe Reeves, y agrega que “la construcción de la masculinidad es una tarea cultural importante en cualquier sociedad”.

La unidad de estas visiones es conceptual; sus diferencias son prácticas. Es menos vital que la hombría se construya por medio de interpretaciones bíblicas, se nutra de rituales y mentores o se reimagine en periodos de agitación cultural y económica a la simple noción de que sea creada.

Esta forja de la hombría no está exenta de riesgos; si los hombres y los niños buscan a tientas un sentido de propósito y significado, lo encontrarán, ya sea en un templo o en un sótano, de un mentor o de un influente, por medio de un ritual o de una adicción. Reeves tiene razón en que las luchas colectivas de los hombres no deben interpretarse como un problema inherente de un género, como si todos los hombres tuvieran defectos y hubiera que enviarlos a reparar. No obstante, si concebimos la hombría como algo creado o logrado —no dado, heredado o inamovible—, esta crisis colectiva de niños y hombres es también una oportunidad para la autodefinición individual. Puede ser que todos los hombres, cada uno de nosotros, decida lo que significa serlo. No tiene por qué tratarse de hacerse hombres o de sentar cabeza.

c.2023 The New York Times Company