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¿Ha llegado la hora de cerrar los zoológicos?

Imagine que vive en una casa transparente. Cada día, centenares de seres extraños, cuya lengua y gestos no comprende, se acercan para observarlo. Otros seres, similares a los visitantes, lo alimentan, lo curan, lo someten a tratamientos inexplicables. A pesar de la similitud del entorno con un hogar verdadero, usted no puede salir. Está preso.

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Muchos animales en los zoológicos sufren de depresión, entre otras razones, por la presencia constante de visitantes (AP)

Supongamos que un día usted y sus cuidadores logran comunicarse. Ellos le confiesan haber exterminado prácticamente a los humanos. Por eso lo conservan en este lugar: para salvarlo de la extinción. El sitio, comentan, se llama zoológico. Y usted debe dar gracias por haber sido rescatado y vivir en condiciones casi normales. Nadie le hará daño. Nunca.

La parábola es nítida: remplace al protagonista humano por cualquier animal recluido en un zoológico. Encontrará un resumen apretadísimo del debate sobre la existencia de esas instituciones, cuyo origen se remonta a unos 3.500 años antes de Cristo. Pero la polémica ha ganado fuerza en los últimos tiempos. Algunos incidentes –el más reciente, la muerte del gorila Harambe—y la evidencia científica sobre cómo el cautiverio perjudica a los animales han alzado las voces que exigen el fin de esa práctica.

El “lujo” de la depresión

Recuerdo una imagen del zoológico de mi ciudad natal: bajo el cielo enjaulado, a miles de kilómetros de los Andes, un cóndor abría sus alas.

En 2012 un grupo de científicos hizo pública la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia. Afirmaron entonces, para sorpresa de los escépticos, que los mamíferos, las aves y otros animales tenían conciencia y, por tanto, experimentaban emociones y sentimientos como los humanos. Distintos estudios han demostrado que el confinamiento puede provocar fobias, depresión y otros trastornos neurológicos.

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En cautiverio aumenta la mortalidad entre las crías y disminuye la esperanza de vida de animales como los leones (AFP)

El balanceo infinito de los elefantes, las rondas de los felinos, las zambullidas sin sentido de los pingüinos, el hábito de lanzar detritus de algunos primates… Esos comportamientos, conocidos como estereotipias, revelan el estado de deterioro mental que sufren muchos inquilinos de los zoológicos. Raras veces en la naturaleza se aprecian gestos similares. Como explicó la psicóloga Irene Peperberg a The New York Times, “un animal salvaje no puede darse el lujo de deprimirse” porque “sería devorado por un depredador o moriría de hambre, debido a que su entorno requiere una vigilancia constante”.

La peor parte la llevan los animales grandes y aquellos que suelen desplazarse largas distancias. Un reporte publicado por el diario The Guardian en 2003 ilustra con cifras el drama de algunas especies: un oso polar dispone en un zoológico de un millón de veces menos espacio que en el Ártico, mientras un león puede desplazarse en un recinto 18.000 veces menor que su hábitat natural. La escasa libertad de movimiento engendra padecimientos físicos y trastornos mentales.

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Los animales son capaces de comprender que no viven en el entorno natural (El Universal)

Felicidad enjaulada

Sin embargo, los defensores de los zoológicos creen que los beneficios del cautiverio bien valen el sacrificio. Los animales recluidos en esas instituciones, o al menos en aquellas reconocidas por su buen trabajo, reciben cuidados veterinarios, alimentación y otras atenciones inexistentes en el medio natural. El cautiverio los salva de los depredadores y les asegura, en general, la reproducción de su especie.

Además, la labor educativa de los zoológicos crea conciencia en niños y adultos, muchos de ellos residentes en zonas urbanas donde jamás podrían encontrar un elefante africano, un oso panda o cualquiera de las especies nativas de remotas regiones.

Finalmente, ciertas especies en peligro de extinción podrían recuperarse gracias a la conservación de ejemplares en cautiverio. En ese sentido, los zoológicos serían la última defensa para evitar la desaparición de numerosos animales.

Pero la realidad dista de ser tan rosa. Cierto, los animales enjaulados –aunque los barrotes se disfracen de cristal o se disimulen en espacios abiertos—viven a salvo de depredadores y cazadores. A cambio de esa seguridad, pierden el control sobre sus existencias, determinadas por sus cuidadores humanos.

El efecto formativo de los zoológicos y acuarios ha sido puesto en duda por encuestas a niños y padres. Y no solo se trata del aprendizaje de datos sobre esta o aquella especie, sino de aceptar que el ser humano pueda, a su voluntad, encerrar a otros habitantes de este planeta. ¿Cómo interpretar la terrible ironía de observar a un oso polar cautivo, mientras su hábitat es destruido por el cambio climático que provocó nuestra civilización?

La abrumadora mayoría de las especies en exhibición no aparecen entre las más amenazadas. Los esfuerzos de conservación de los zoológicos, aunque loables, tienen un impacto marginal sobre la pérdida de la diversidad biológica en la Tierra.

Y si no bastaran los argumentos científicos, consideremos una simple pregunta: ¿con qué derecho encerramos a otras especies? Como si el maltrato que sufren millones de aves, cerdos, reses y otros animales explotados por la industria alimentaria no fuese suficiente.