Guerra Fría: apuntes de la rivalidad entre Bobby Fischer y Boris Spassky
Muchas películas y series que tratan del ajedrez, lo encuadran dentro de la Guerra Fría entre USA y la URSS. Muchos motivos hay para esto. La propia pugnacidad del juego lleva a ello. Así como la guerra fría es una especie de contienda con armas no mortales, el ajedrez mismo es una sublimación de la guerra, con dos ejércitos enfrentados. En la mayoría de los deportes los enfrentamientos, por muy populares y enconados que sean, se llevan a cabo en un breve espacio de tiempo. En el ajedrez una contienda puede durar semanas, meses, años. Esto también sintoniza con la guerra fría. Y además tuvimos en la realidad ese enfrentamiento en plena guerra fría: Bobby Fischer-Boris Spassky, en Reikiavik, en 1972.
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Cada jugador representando a su país, a su modo de vida, a su sistema político. Cada uno pensando en el otro una y otra vez. Ambos tuvieron que vencer grandes obstáculos para llegar a la cumbre. Superar a los mejores ajedrecistas de su tiempo, y sobre todo, vencerse a sí mismos. Boris Spassky debió pasar por muchas frustraciones e intentos fallidos antes de alcanzar la corona; y Robert Fischer, de carácter díscolo e intransigente, debió enfocarse como nunca sólo para mantenerse en el camino.
El comienzo del match parecía ser catastrófico para Fischer: perdió la primera partida por un grave e insólito error, y la segunda por incomparecencia. Su abandono del torneo era inminente, ya lo había hecho otras veces. Entonces el juego del tablero sin reglas, la política, hizo su jugada. Henry Kissinger, Secretario de Estado de Estados Unidos, llamó por teléfono a Fischer y le instó a que siguiera compitiendo, que el país entero estaba con él. Tal vez era el espaldarazo que Bobby precisaba, aunque me inclino a creer que de todos modos hubiese seguido jugando. Lo cierto es que a partir de allí Fischer fue un ciclón.
Ganó el encuentro con brillantez y los titulares interesados de los periódicos podían clamar “el triunfo de la libertad sobre la opresión”, o “la democracia vence al comunismo”. Pero una frase que suena bien a veces no dice la verdad, o simplemente puede ocultar una verdad trivial. En definitiva, se trataba de dos individuos que competían entre sí. Sobre la identificación de cada uno con su régimen político, el destino tendría mucho que decir todavía. Spassky, con su carácter expansivo y su buen humor habitual, era bastante independiente de las presiones que recibía en la Unión Soviética. De hecho, pocos años después, gestionó y obtuvo el permiso para residir en Francia con su esposa francesa.
Una anécdota ocurrida durante el acto de clausura del match de Reikiavik, puede ilustrar el carácter de Fischer. Este, en el teatro donde se hacía el evento, eligió sentarse al lado de Spassky, e indiferente a los discursos, a lo que ocurría en el escenario, e incluso al agobio que debía sentir su hasta ayer rival, extrajo su ajedrez de bolsillo y comenzó a mostrarle análisis de jugadas. Ese era Fischer, su mundo era el ajedrez y sólo el ajedrez, y aún a los rusos, con toda su dedicación y amor por el juego, los dejaba perplejos.
Pero esta historia tiene una coda, no terminó allí. Fischer, un as en el tablero, pero que, prisionero de sus fantasmas, se desorientaba en la vida misma, dejó de jugar por veinte años. Muchas veces lo tentaron con altas sumas de dinero, pero su respuesta fue negativa hasta que cierto oscuro banquero yugoslavo lo convenció de volver al ruedo. Fischer hizo de las suyas: eligió nuevamente a Spassky de rival, pese a que había un campeón mundial vigente (Kasparov) y que Boris ya casi era un exjugador, exigió la misma cantidad de dinero para cada uno, y cuando le trajeron el texto de la prohibición de USA de competir en Yugoslavia por el bloqueo económico que sostenía con aquel país, Bobby se limitó a escupir públicamente sobre dicha prohibición.
Pero hacía veinte años que no jugaba; había expectativa deportiva por ver cómo lo hacía. En la primera partida lo hizo de manera brillante; ganó en el estilo de sus mejores años. Los aficionados se encandilaron: ¡la magia estaba intacta! Pero el match siguió, y aunque Fischer ganó por un margen similar al anterior, los expertos dijeron que la calidad del juego de ambos había disminuido. Lógico, Fischer tenía 49 años y Spassky 55. Para Spassky, que había recibido este match como un regalo del destino, se daba una paradoja: un campeón del mundo como él ganó mucho más dinero perdiendo que ganando. De algún modo fue un actor, tuvo que representar un papel.
Fischer volvió a desaparecer; ahora con una orden de extradición de su país en su contra, se volvió un trotamundos. Los servicios prestados en la guerra fría habían sido olvidados. Reapareció en una radio filipina aprobando el atentado de las torres gemelas, y poco después fue detenido y encarcelado en Japón. Entonces Spassky hizo una jugada, escribió una carta abierta a George Bush jr., presidente de USA, pidiendo la absolución de Fischer, con el toque sensible de pedirle que, de no hacerlo, le dejara un lugar en la celda junto a Bobby con un juego de ajedrez.
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A Fischer, que estaba preso luchando por no ser extraditado, no podía gustarle esa demagógica súplica. En una entrevista calificó a Spassky como “frenemy”, una mezcla entre las palabras friend y enemy. Luego Spassky le explicó que lo había hecho para llamar la atención pública sobre el caso. Los agradecidos y generosos islandeses salvaron a Bobby y este pudo viajar a la que fue su isla de la fantasía y destino final. Se cuenta que cuando le detectaron una grave enfermedad, el médico le dijo que la opción era operarse o morir. Fischer, siempre eligiendo su propio camino, siempre luchando contra el mundo, eligió lo último.
Queda Spassky, el campeón mundial de ajedrez vivo más longevo. Sufrió dos ACV en los últimos años pero se mantiene lúcido, se separó de su esposa francesa y volvió a Rusia, como para cerrar un círculo. En una reciente entrevista declaró con lenguaje ajedrecístico: “Estoy en una mala posición, pero siempre fui optimista, y sigo jugando”.