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"El Kremlin quiere matarme": habla Grigory Rodchenkov, antiguo responsable del dopaje ruso hoy exiliado y protegido por el FBI

Grigory Rodchenkov. Foto: Twitter @iusport
Grigory Rodchenkov. Foto: Twitter @iusport

El retrato de Grigory Rodchenkov que encabeza este texto es de hace ya unos cuantos años. Pero esta y otras imágenes antiguas similares son las únicas referencias que tenemos de su cara. Su aspecto actual solo lo conocen él mismo, los agentes del FBI que le protegen constantemente y (quizás) sus familiares más allegados. Si hoy concede una entrevista, como la que le ha dado recientemente al diario inglés The Guardian, lo hace tapado hasta las cejas y con escasa luz.

En su caso, toda precaución es poca. Rodchenkov, como da a entender su nombre, es ruso. Pero ha tenido que huir de su país natal porque allí no es nada bien visto. Oficialmente se le considera un traidor a la patria que, a cambio de dinero, ha inventado historias para perjudicar al país. Grigory teme que el gobierno de Putin no solo aspire a acabar con su reputación, sino que pretende, literalmente, borrarle del mapa. “Sé que el Kremlin quiere matarme. Aunque estuve asustado solo dos o tres días. Hoy lo veo como algo cotidiano. Sé que no pararán ni siquiera aunque Putin muera”.

¿Qué ha pasado para que las autoridades eslavas tengan semejante animadversión contra este compatriota de 61 años? Resulta que Rodchenkov no es uno más de los cerca de 150 millones de rusos. Químico de formación y atleta en su juventud, hasta 2015 estuvo al frente del laboratorio antidopaje de Moscú, el más importante del país. Y como tal se le consideraba el jefe del programa de dopaje de estado que permitió a muchos deportistas del país aumentar su rendimiento de forma ilícita.

Lo que ocurre es que Rodchenkov, aquel mismo 2015, se hartó, se exilió a Estados Unidos y lo contó todo. Ya venía estando investigado desde que la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) recibió quejas de que no solo aceptaba dinero de deportistas para encubrir positivos, sino que él mismo directamente les pedía que pagaran. Además, un reportaje de la televisión pública alemana hizo que la opinión pública empezara a sospechar que algo raro ocurría. Acorralado, optó por la huida hacia adelante, se marchó a Estados Unidos y le dio todo tipo de detalles al New York Times. Como consecuencia de sus revelaciones y de otras investigaciones, la AMA impuso sanciones fortísimas a Rusia, incluyendo la exclusión del país de todo tipo de competiciones deportivas, Juegos Olímpicos incluidos, durante un periodo de cuatro años. En algunos deportes, como el atletismo, llevan apartados desde hace años y los pocos competidores autorizados a participar han de hacerlo sin su bandera.

No le faltan motivos para tener miedo. Todavía está por esclarecerse la muerte, en febrero de 2016, de Nikita Kamayev, directivo de la Agencia Rusa Antidopaje (RUSADA), en la práctica un organismo subordinado a Rodchenkov. El fallecimiento se atribuyó a un infarto, aunque, a sus 52 años, no había constancia de que jamás hubiera tenido problemas de salud. Casual casualidad, el Sunday Times dice que poco antes de su desaparición Kamayev había acudido a ellos para ofrecerles información sobre los métodos rusos de dopaje. Apenas unos días atrás también se encontró, sin causa explicada, el cadáver de Vyacheslav Sinev, que fue jefe de la RUSADA entre 2008 y 2010.

No existen pruebas, pero Grigori está convencido de que agentes del gobierno asesinaron a ambos. Y su abogado, Jim Walden, le contó al Financial Times que, cuando Estados Unidos expulsó a 60 ciudadanos rusos como consecuencia del envenenamiento del espía fugado Serguéi Skripal y su hija en 2018, se descubrió que tres de ellos estaban en territorio americano con la misión de encontrar a su cliente. “Vivo como en una guerra. Ahora con el coronavirus la gente ha estado semanas confinada; yo llevo así años”.

Rodchenkov, desde su escondite, insiste en que la estructura sistemática de dopaje en el deporte ruso existe y, aunque viene de antiguo (de la época soviética, según cuenta), en los últimos años se había intensificado por órdenes del presidente Vladimir Putin. El dirigente estaba muy decepcionado por el mal desempeño de la delegación rusa en los Juegos de Invierno de Vancouver 2010, en los que solo consiguió tres medallas de oro, y decidió que semejante desastre era inadmisible con Sochi 2014 a la vuelta de la esquina en su propia casa. La mejora en el rendimiento era una cuestión de Estado.

Cuenta Rodchenkov que poco a poco se fueron infiltrando en la RUSADA y en su laboratorio oficiales del FSB, el organismo de inteligencia heredero del antiguo KGB. Los agentes pronto encontraron la manera de falsificar los tests abriendo los frascos de los análisis de orina, sustituyendo las muestras por otras limpias y volviéndolas a cerrar sin que los organismos de control internacionales se dieran cuenta. Según dice, solo en Londres 2012 (unos juegos “excepcionalmente sucios”) hubo hasta 126 deportistas rusos dopados, 82 de ellos en atletismo, que los técnicos británicos encargados del control fueron incapaces de detectar. Rusia logró allí un total de 82 medallas, 24 de ellas de oro.

En Sochi la trama, reconoce Grigori, tomó tintes de película. Entre las estratagemas empleadas para adulterar los resultados de los controles a los competidores hay una que resulta hasta cómica. El laboratorio para el análisis de los tests se montó en la habitación de un hotel, la 125; en la de al lado, la 124, los rusos habían instalado un frigorífico con muestras de orina “limpias” obtenidas meses antes. De una sala a la otra se excavó un pequeño agujero, disimulado con un enchufe, a través del cual se hacía el intercambio de botes en plena noche, aprovechando que no había cámaras de seguridad. “Los inspectores occidentales eran extremadamente ingenuos. No podían entender, ni imaginar, la magnitud de nuestras mentiras y falsificaciones”, confiesa.

Deportistas de la delegación de Rusia desfilando durante la ceremonia de inauguración de los Juegos de Invierno de Sochi 2014.
Deportistas de la delegación de Rusia desfilando durante la ceremonia de inauguración de los Juegos de Invierno de Sochi 2014. Foto: Pascal Le Segretain/Getty Images.

Evidentemente los deportistas, algunos de ellos de primerísimo nivel, que iban dopados (con productos que el laboratorio de Rodchenkov les había dado) conocían perfectamente lo que ocurría; de hecho, eran parte activa en el fraude. “Tramposos plenamente conscientes”, insiste, aunque en el fondo trata de justificarles. “Sabían que los beneficios que les concedía el Gobierno por su estatus de atletas olímpicos dependían de que cerraran la boca, así que la mayoría lo hacía”.

Grigori cuenta que tras Sochi (donde Rusia lideró el medallero con 31 preseas, 11 de oro) acabó “exhausto”. No solo porque cada vez resultaba más difícil ocultar la situación de cara a los investigadores occidentales (que también: tras el documental alemán, la ADA solicitó las muestras de Sochi para reanalizarlas, lo que obligó a destruir las originales, que habrían dado positivo, en un vertedero), sino porque se vio en medio de las luchas de poder de los dos bandos de espías del FSB. Por un lado estaban los procedentes de Moscú, que eran los que tendían a llevar la voz cantante, y por otro un grupo menos numeroso pero también influyente que venía de San Petersburgo, la ciudad de Putin. “Algunos eran muy patriotas, todavía obsesionados con las ideas leninistas. Otros se creían que eran James Bond. Y otros no eran más que vulgares ladrones y delincuentes que solo querían ganar dinero”.

Así que en noviembre de 2015 tomó la decisión de marcharse con el disco duro de su ordenador, para disponer de pruebas, y contar su historia a quien la quisiera oír. Con sus revelaciones se llegó a hacer un documental, Ícaro, que ganó el Oscar en 2017. Su paradero sigue siendo desconocido por motivos de seguridad, está incluido en un programa de protección de testigos, y los periodistas que quieren hablar con él deben hacerlo por videoconferencia. Considera que ha hecho lo correcto, aunque lo peor de todo es que no le ha quedado más remedio que dejar atrás a su familia; su esposa, sus dos hijos y su perro se han quedado en Moscú. Están en una dacha, una casa de campo a las afueras de la capital. “Son inteligentes: entienden que es mejor para mí no acabar en una fosa junto a Nikita Kamayev”.

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