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Quién era Gabriela Gómez, la vendedora asesinada en el atentando en CDMX

A Gabriela Gómez Cervantes, de 26 años, la mató una bala perdida y la mala suerte. Era una mujer pobre en medio de la colonia más lujosa de la Ciudad de México a la que alcanzó un proyectil de una guerra en la que jamás tuvo nada que ver. Llegaba de Xalatlaco, Estado de México, para vender quesadillas en uno de los puestos ubicados junto al Auditorio, en Polanco.

No siempre acudía ella al negocio familiar. En el puesto se turnaba con sus otros cuatro hermanos: Tania, que iba en el coche con ella y resultó herida, Rosa, David y Patricia, así como con otros familiares. Ese día le tocó a Gabriela. Así que se encontraba en el asiento del copiloto del Aveo blanco que manejaba su esposo, José García Soto, cuando una bala que iba para el secretario de Seguridad Pública, Omar García Harfuch, se desvió y le dio en la cabeza. Murió ahí mismo.

Gómez Cervantes era madre de dos niñas, de nueve y tres años. Llevaba diez años con García Soto, el mismo tiempo en el que ambos trabajaban en el puesto de Auditorio. Los dos se habían conocido en una iglesia evangélica, ya que ambos son devotos de esta rama del cristianismo, según explicó Romo García, cuñado de la víctima.

Como quedó huérfana desde muy joven tuvo que salir para ganarse la vida, cocinando quesadillas y tlacoyos en diferentes ferias. Para completar la despensa, su esposo trabajaba de vez en cuando en el campo, en las plantaciones de maíz cercanas a su municipio en las que un jornal de sol a sol se paga a 200 pesos.

“Era una mujer amable, de provincias, humilde”, dice Maximino Jiménez, amigo de la familia y también comerciante en los puestos del Auditorio.

La mala suerte quiso que Gómez Quevedo transitase por el paseo Reforma en el momento exacto en el que presuntos sicarios del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) trataron de acabar con la vida de García Harfuch, matando a la vendedora y a dos guardaespaldas del secretario. Si el ataque hubiese sido otro día, a ella le hubiera encontrado en su casa, cuidando de sus dos hijas. El último día que había trabajado fue el miércoles. Si la logística del atentado se hubiese adelantado tres semanas tampoco le hubiera alcanzado. Entre abril y junio la mujer tuvo que descansar forzosamente: la pandemia de COVID-19 obligó a cerrar los puestos y a ella no le quedó más remedio que aguantar desempleada.

“Con esto que está pasando de la pandemia a nosotros nos habían descansado. Íbamos empezando apenas y ahorita nos pasa esto. No tenemos dinero ni nada de esto. Necesitamos que nos apoyen. No sé ni qué pasaría. Ya perdimos nuestra familia”. Rosa Gómez Quevedo, hermana de la víctima, explicaba así las penurias sufridas por su familia. Debido a la pandemia se vieron obligados a cerrar sus puestos de quesadillas. Y si no vendían quesadillas no tenían ingresos. Así que los últimos meses habían sido de muchas estrecheces.

La rutina de Gómez Quevedo empezaba la víspera de la jornada laboral cuando preparaba los ingredientes para que las quesadillas estuviesen listas para el desayuno. A las 5 de la mañana se alistaban para recorrer los 48 kilómetros que separa la comunidad del Potrero, en Xalatlalco, Edomex, de la colonia Polanco, en la Ciudad de México. Allí permanecían más de doce horas, hasta las siete de la tarde, cuando cerraban el puesto y manejaban durante algo más de una hora hasta llegar a casa.

Hasta tal punto era puntal la mujer que el hecho de que a las ocho de la mañana no estuviese en sus puestos desató la sospecha entre sus compañeras de los puestos. “Ellos estaban siempre aquí para las seis”, explicaba una de ellas, que no quiso dar su nombre.

En cuanto el ataque tuvo lugar, José García Soto, todavía con el cadáver de su esposa en el asiento del copiloto, alcanzó a llamar a su cuñada Rosa. Entre los nervios, ella creyó que el ataque había tenido lugar en el Auditorio, en el lugar en el que vendían las quesadillas. Para las ocho de la mañana, la mujer ya estaba en Lomas de Chapultepec. Llorando tras la cinta amarilla y las decenas de uniformados que custodiaban el acceso, suplicaba por que le dejasen cruzar.

“Solo quiero saber de mi hermana, que me entreguen a mi hermana y que me dejen ver a mi otra hermana, porque se la llevaron al hospital”, protestaba.

Su presencia ahí, entre lujosas mansiones con seguridad privada, es el contraste del México desigual. Ellos, hombres y mujeres humildes, perdidos entre grandes edificios y calles en las que solo estaban de paso. Durante demasiado tiempo allí estaba el grupo, sin saber a dónde acudir, solo con la certeza de que al otro lado de la cinta amarilla estaba el cuerpo de una hermana muerta por estar en el momento equivocado en el lugar equivocado.

Para Rosa, como para sus otras hermanas, las disputas entre el CJNG y el gobierno son una cuestión muy ajena, por mucho que los periodistas insistiesen en preguntarle. “Nosotros nos venimos todos los días a trabajar. No sabemos nada, ni qué pasó ni por qué tuvo que pasarles a mis hermanas. De esas personas que tuvieran la culpa, es Dios el que se va a encargar”, decía, con lágrimas en los ojos.

Su hermana Tania se encontraba en ese momento en la Cruz Roja, donde fue atendida por las heridas en una mano. Posteriormente fue trasladada en ambulancia hasta su domicilio en Xalatlaco.

El cuerpo de Gabriela Gómez Cervantes fue llevado al Servicio Médico Forense de la Fiscalía General del Estado, donde esperaba su esposo para reconocer el cuerpo y poder regresarlo a Xalatlaco. Las autoridades les garantizaron que correrán con todos los gastos. En su municipio, los vecinos de la víctima ya habían levantado una carpa en la que celebrarán el velorio. Si todo sigue según lo previsto, la mujer será inhumada el domingo. Será el último adiós a una mujer a la que infortunio en forma de bala la mató cuando acudía a trabajar para levantar una economía maltratada por el coronavirus.

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