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Las pachangas familiares que han resultado mortales porque parece imposible evitarlas

Un maniquí con cubrebocas en una tienda de vestidos en McAllen, Texas. El condado de Hidalgo, que incluye a McAllen, informó el jueves sobre 1274 nuevos casos de coronavirus, lo que estableció un récord. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times)
Una foto familiar que muestra a Édgar Sandoval, segundo desde la derecha, con su padre, Filiberto, su madre, Arcelia, y su hermana Mirna, durante una visita a Washington. (via The New York Times)

MCALLEN, Texas — Había muchas razones para alarmarse a un nivel especial cuando el coronavirus arrasó las ciudades más grandes de Texas en las últimas semanas y llegó con fuerza al Valle del Río Grande.

Las pequeñas ciudades a lo largo de la frontera con México están entre las más pobres de Texas. El Valle, como lo llaman los residentes locales, es un lugar donde se trabaja duro y los salarios son bajos, donde “trabajar desde casa” es inviable. Es una zona salpicada de colonias rebosantes, comunidades huérfanas que a menudo carecen de carreteras pavimentadas o redes de alcantarillado, lugares donde el virus, una vez que llega, puede prosperar.

Resultó que las preocupaciones estaban justificadas. Más de 8000 personas en el condado de Hidalgo —a algunas de las cuales conozco muy bien— han sido casos confirmados del virus. El condado superó el jueves su récord anterior, con 1274 casos en un solo día. Más de 150 personas han muerto.

Mi familia se mudó al valle del Río Grande a mediados de los años 90, cuando yo tenía 16 años. Mis padres, mis dos hermanas y su descendencia viven en la misma cuadra en las afueras de McAllen. Tan pronto como el brote llegó a la frontera, me ofrecí como voluntario para informar sobre la historia, porque estaba singularmente preparado para contarla.

Después de haber reportado sobre el virus durante su paso calamitoso por la ciudad de Nueva York, sabía que la cálida y muy unida cultura familiar con la que había crecido en el Valle haría que el distanciamiento social fuese un desafío. Y cuando llamé para preparar anticipadamente mi regreso a casa, rápidamente supe que mis peores miedos se hacían realidad.

Parecía que, de la noche a la mañana, tías, tíos, abuelas y primos iban cayendo, uno por uno, víctimas del virus altamente contagioso.

“Hace tres meses, muy pocos conocían a alguien que hubiera contraído el virus”, me dijo Jim Darling, alcalde de McAllen, la ciudad más grande del condado de Hidalgo. “Ahora, no puedes encontrar a alguien que no conozca a nadie que no esté infectado. Cambió completamente”.

Pero nunca esperé ser parte de esta historia.

El día antes de abordar un avión desde Nueva York, mi hermana menor me envió un mensaje de texto que me dejó helado. “Hermano parece que sí traen el COVID los Sandovales”, decía en español.

Cinco en mi familia, incluida mi madre, Arcelia, mi padre, Filiberto, dos hermanas y un sobrino tenían síntomas, dijo.

Cuando mi avión aterrizó, al día siguiente, el número se había duplicado.

Una cultura de familias unidas

En las últimas semanas, los funcionarios de salud pública han implorado a los texanos que usen cubrebocas y que obedezcan las pautas de distanciamiento social. Algunos restaurantes han comenzado a tomar la temperatura de sus clientes, y los bares han permanecido cerrados en gran medida desde que la pandemia resurgió.

Pero una cosa que ha seguido obstaculizando los esfuerzos para mantener a las personas a distancia en el Valle es su tradicional cultura de pachangas, una expresión coloquial para las festivas reuniones familiares donde el distanciamiento social es casi inexistente.

Recientemente ha habido una tasa de infección preocupantemente alta dentro de los grupos familiares, dijo Eduardo Olivarez, director administrativo del Departamento de Salud del condado de Hidalgo.

“Cuando hay una o dos personas en el hogar que pueden estar infectadas, la probabilidad de contagiar a otras personas en el hogar es alta”, dijo Olivarez, conocido como Eddie.

Las pachangas han sido una forma de vida en el Valle desde que tengo uso de razón. A la que asistí en febrero pasado tuvo un significado especial para mi familia y para mí.

Mi madre había superado recientemente una forma agresiva de cáncer de mama, y habíamos convertido el garaje en un salón de fiestas improvisado para su cumpleaños número 66. Los familiares se sentaron uno cerca del otro en sillas de plástico y saborearon carne asada. Un mariachi tocó “Las Mañanitas” mientras mi madre aplaudía los sonidos de las trompetas y las guitarras.

“El día en que tú naciste, nacieron todas las flores”, cantó el mariachi. Mi madre se turnó para bailar con casi todos los invitados hasta que su cuerpo se rindió. “No he bailado así desde que era joven”, dijo esa noche.

Mientras reportaba esta historia, me encontré con otras familias que se habían reunido en las últimas semanas, solo para ver al coronavirus atacar a aquellos que acudieron, uno a uno.

Cris Flores me contó sobre su abuelo, Ramón Contreras, quien había seguido todas las reglas establecidas por el estado para lidiar con el virus. Cuando cumplió 84 años, en el apogeo de la pandemia a fines de abril, la familia se conformó con una impersonal llamada de Zoom.

Semanas más tarde, después de que Texas flexibilizó sus restricciones de quedarse en casa, Contreras se reunió con unos diez miembros de la familia para una pachanga.

A mediados de junio, el patriarca de la familia fue el primero en mostrar síntomas graves del coronavirus y luego murió, dijo Flores. Al momento del funeral de Contreras, casi 20 familiares habían sido infectados.

“Le encantaba reunir a su familia”, dijo Flores. “Y eso fue lo que se lo llevó”.

Una foto sin fecha muestra a Cris Flores junto a su abuelo, Ramón Contreras, quien murió a causa del COVID-19. Al momento del funeral de Contreras, casi 20 familiares habían sido infectados. (via The New York Times)
Una foto sin fecha muestra a Cris Flores junto a su abuelo, Ramón Contreras, quien murió a causa del COVID-19. Al momento del funeral de Contreras, casi 20 familiares habían sido infectados. (via The New York Times)

El encuentro de mi familia con el virus comenzó la última semana de junio, cuando mi sobrino de 17 años, que confundió sus síntomas del virus con los del estreptococo, se fue con mi madre de 66 años, mi padre de 69, dos hermanas y un cuñado a un viaje por carretera a Houston, donde mi madre había programado una mamografía.

En su camino de regreso al Valle, visitaron a familiares en Galveston. Después del Día del Padre, aproximadamente una decena de familiares que se habían encontrado durante el viaje empezaron a describir dolores de cabeza que los debilitaban, escalofríos, fiebre y dificultades para respirar, todos los síntomas clásicos de la COVID-19.

La familia Contreras estaba en una situación similar. Se habían reunido para su pachanga el 1 de junio, bailado al son de mariachi, compartido historias familiares y saboreado la clásica carne asada mexicana.

“Como fue una reunión pequeña, pensaron que estaban haciendo lo correcto”, dijo Flores, quien se quedó en casa porque le preocupaba el virus.

Solo le tomó unos días al patriarca de los Contreras desarrollar una enfermedad respiratoria grave. Dos de sus hijos pronto se le unieron en el hospital, con dificultad para respirar. Pronto, los tíos, las tías y los primos también se enfermaron.

Flores me dijo que cuando escuchó que el cerebro de su abuelo tenía una hemorragia, corrió al hospital y lo encontró inconsciente, conectado a varios tubos.

“Tu güera está aquí”, le susurró. Era el apodo que él le había dado de niña, aludiendo a su tez clara.

Recordó haber rezado junto a su cama y luego haber llamado a varios miembros de la familia que le dieron un emotivo adiós antes de su último aliento.

“Estoy eternamente agradecida de haber tenido la oportunidad de no dejar que mi abuelo muera solo”, dijo entre lágrimas.

Un maniquí con cubrebocas en una tienda de vestidos en McAllen, Texas, el 20 de junio, 2020. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times)
Un maniquí con cubrebocas en una tienda de vestidos en McAllen, Texas, el 20 de junio, 2020. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times)

Una pandemia que toca profundamente

Cuando llegué al Valle el 27 de junio, supe que la mayoría de los miembros de mi familia estaba enfrentando la COVID-19 en aislamiento. Una de mis tías se había quejado de que tenía problemas para respirar y fue llevada en ambulancia a un hospital cerca de Galveston. No me preocupé mucho por mí mismo: había contraído el virus en Nueva York, y tenía anticuerpos que podían evitarlo.

El 1 de julio, me apresuré para llegar a la casa de mis padres y encontré a mi madre —por lo general la llamo Amá— en la sala, sin aliento.

Sabía que tenía que ir, y pronto, a uno de los hospitales, pero, ¿a dónde? Los pocos hospitales en el Valle se estaban llenando rápidamente. Cuando mi hermana y yo la llevamos a la sala de emergencias del Doctors Hospital at Renaissance en McAllen, su nivel de oxígeno en la sangre había caído a un insignificante 80 por ciento, y un enfermero la conectó rápidamente a un suministro de oxígeno. Las imágenes de rayos X mostraron que sus pulmones estaban casi cubiertos por lo que parecían telarañas pálidas.

“Me sorprende que tu madre haya podido respirar sola, dado el mal estado de sus pulmones”, dijo otro enfermero.

Asentí con la cabeza en silencio. Esta era la mujer que se había enorgullecido de trabajar como señora de la limpieza hasta el octavo mes de embarazo. Cada vez que una de mis tres hermanas se quejaban del menor dolor, ella se apresuraba a recordarles que había hecho malabares con trapeadores, escobas y carritos de limpieza cuando tenía una barriga del tamaño de una sandía.

Esa noche, ella dijo poco. En cambio, se concentró en inhalar y exhalar lentamente el escaso aire que circulaba por sus pulmones. Menos de una hora después de que un enfermero le administró una prueba, anunció que había dado positivo.

“No, pos eso no es sorpresa”, dijo Amá.

Dos asistentes llegaron con una camilla para transportarla a un ala COVID en otro lugar, donde no se le permitiría tener visitas; lo sabía. Mi garganta se apretó. El pitido de los monitores resonó en la pequeña habitación.

Los dos asistentes le pidieron que pusiera los brazos sobre su estómago y la envolvieron en una sábana blanca.

“Vamos a hacer un burrito de señora”, dijo uno de ellos, y nos reímos.

De repente, entré en pánico. Nuestra familia, aunque unida, nunca ha sido demasiado emotiva. Al crecer, Amá solía recordarnos que no decía “te quiero” a menudo, pero que ella y Apá trabajaban duro para darnos comida y poner un techo sobre nuestras cabezas. Y eso es lo que importa, diría ella. Acciones, no palabras.

Luché contra el impulso de alcanzarla y decirle algo profundo. ¿Debía decir que la amaba? ¿Era hora de una despedida sentida? ¿Y si esta fuera la última vez que la vería con vida?

Decidí que si decía algo conmovedor, ella podría interpretarlo como un adiós final y darse por vencida. En cambio, decidí actuar lo más normal posible.

“Échele ganas”, murmuré mientras los asistentes comenzaron a llevársela. Me despedí con la mano.

Amá asintió y desapareció por el pasillo.

El virus avanza

Después del entierro de Contreras, Flores comenzó a tener tos seca. Más tarde dio positivo al virus.

Dos semanas después de que comenzó a sentirse enferma, sus cuatro hijos también mostraban signos.

En retrospectiva, deseó que su familia hubiese escuchado las advertencias. Algunos días se pregunta si debería haberse opuesto con más fuerza. Primero fue la pachanga, luego el funeral. Sabían que tales reuniones podrían ser arriesgadas, dijo, pero de alguna manera nadie creía que habría serias consecuencias.

“Hay toda una mentalidad de no pasa nada,’ ¿sabes?” dijo.

A medida que avanzaba la segunda semana de julio, la mayoría de la más o menos decena de mis familiares que se habían enfermado comenzaron a salir de la cama. Mi madre y mi tía seguían hospitalizadas pero mostraban signos de recuperación. Todos contaban historias de dolores corporales insoportables, escalofríos debilitantes y fiebres ardientes.

Apá salió cojeando de su habitación, las luces de un ventana lastimaban sus ojos. Dijo que se sentía como si hubiera luchado contra un monstruo hecho de lava durante toda la noche. Mi hermana mayor dijo que cada mañana, después de despertar, sentía como si un martillo invisible le estuviera destrozando la cabeza.

Algunos días, Amá conseguía mandarnos una selfi con su máscara de oxígeno. Otros días nos dijo que había dormido mal y que su respiración se dificultó al intentar caminar.

Sus cinco hijos mirábamos nuestros teléfonos como si nuestras vidas dependieran de ello, a la espera de noticias.

Un paciente responde un formulario antes de hacerle una prueba para detectar coronavirus en Nuestra Clínica del Valle en San Juan, Texas. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times)
Un paciente responde un formulario antes de hacerle una prueba para detectar coronavirus en Nuestra Clínica del Valle en San Juan, Texas. (Ilana Panich-Linsman/The New York Times)

“Me están dando plasma”, escribía ella, y luego se callaba.

“Quiero volver pronto a casa”, mandó en un mensaje de texto días después.

Casi una semana después desde que la dejé en la sala de emergencia, su estado de ánimo y su respiración habían mejorado significativamente. Pudo sentarse derecha y mantener una conversación telefónica durante cinco minutos. Comenzamos a hablar sobre los preparativos para su eventual regreso a casa.

Quería decirle que la amaba. Pero de nuevo me atraganté. No hagas que parezca que le estás diciendo adiós, me dije.

Después de colgar, le envié un GIF de un conejito blanco que dispara corazones cada vez que se abraza.

I love you”, aparecía el mensaje, una y otra vez.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company

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